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Cuando corrían los días de 1969, el primer año de gestión del primer gobierno de Rafael Caldera, su Ministro de Educación de entonces, el Dr. Héctor Hernández Carabaño, pidió al hoy difunto Dr. Alfredo Anzola Montauban—gran señor de las iniciativas privadas de compromiso social—que reuniese en su casa a una veintena de amigos—empresarios, ejecutivos privados, académicos—para plantear una cuestión que le preocupaba grandemente. Explicó el Ministro a los circunstantes que el Congreso de la época, dominado mayoritariamente por Acción Democrática, había reducido prácticamente todas las partidas del presupuesto nacional, con el interés político de hacerle la vida más difícil al presidente Caldera. El recorte había alcanzado a todos los ministerios, salvo—milagro divino o nuevamente interés político o populista de los adecos—al despacho de Educación, el que no sólo no había sufrido reducción presupuestaria, sino que, por lo contrario, había obtenido un incremento respecto del presupuesto anterior en la fabulosa suma (para entonces) de 120 millones de bolívares al año.

La felicidad de Hernández Carabaño había durado poco, sin embargo. A las pocas semanas de este aumento en los recursos, uno de los consabidos conflictos laborales del magisterio—también controlado por Acción Democrática—había succionado 80 de esos 120 millones, y luego un inventario físico de las edificaciones escolares había determinado la necesidad de gastar de emergencia los restantes 40 millones, so pena de que los techos de varias escuelas se desplomaran sobre los alumnos. Hernández declaró, pues, que no le restaba ni un solo bolívar para invertir en nuevos programas que pudiesen innovar sobre el mero mantenimiento de lo existente.

Esto no era, no obstante, lo que más preocupaba al Ministro de Educación. La más angustiada de sus cuitas tenía que ver con un problema que ya no era de recursos financieros, sino de tiempo para manejar el cambio. Según confió Hernández Carabaño esa noche en la casa que Anzola tenía en Los Campitos, su gestión como Ministro no pasaba la de ser un apagafuegos, y vivía de crisis en crisis, absolutamente impedido para dedicar un minuto siquiera al problema más importante del futuro de la educación venezolana. Era por esto que había solicitado la reunión, puesto que lo que quería de los invitados era que se apropiaran la tarea de pensar constructiva y creativamente sobre ese futuro.

Una recomendación enviada días después al Ministro era que tratara de desdoblarse en un ministro ordinario, que actuaría la mayor parte del tiempo en su papel de bombero apagafuegos, y un ministro extraordinario que reservase un día a la semana para dedicarlo al trabajo de largo plazo. Pero en verdad lo que Hernández Carabaño andaba buscando, sin proponérselo jamás de ese modo, era una Cafreca del sistema educativo. Hoy en día, a más de un cuarto de siglo de distancia, el actual Ministro de Educación se queja de que le resulta muy difícil cambiar la educación nacional desde adentro del “monstruo” del Ministerio de Educación.

Probablemente sea la más reiterada imagen del discurso de Rafael Caldera de los últimos años la alegoría del túnel que ahora Venezuela cruza en la oscuridad. Pudiera decirse que el presidente Caldera entiende su misión como la de guiarnos en las tinieblas, y que tal vez sienta que tocará a otros ejercer el liderazgo a campo abierto y a plena luz del día. Una clave de esta última presunción parece hallarse en la más importante de las declaraciones contenidas en su discurso de Año Nuevo, el 1º de enero de este año de gracia de 1996. Al referirse a la abstención de la mitad de los Electores en las pasadas elecciones estadales y municipales, Rafael Caldera estimó que tal hecho constituía una atractiva invitación para que “nuevos valores humanos, nuevas ideas, nuevas organizaciones políticas” se incorporen a lo que llamó el debate trascendente.

Este segundo gobierno de Rafael Caldera no es sino la amplificación, a niveles desproporcionadamente altos, de la situación que le tocó vivir a Héctor Hernández Carabaño en el Ministerio de Educación de 1969. Seguramente hay intentos por alcanzar metas más “trascendentes” que la mera estabilización económica, como se ha dado, notablemente, en la estrategia de acercamiento al Brasil, o como se producirá, probablemente, en un acuerdo feliz en materia de reforma del régimen de prestaciones sociales.

Pero, en términos generales, este gobierno ha estado signado, desde el comienzo, por una situación de recrecida crisis, a partir sobre todo de la débâcle financiera, la madre de todas las crisis. Día tras día los temas de las finanzas públicas, de la recesión económica, de la inflación, de las escaramuzas con Colombia, de la inseguridad ciudadana, han dominado el panorama y exigido la plena atención del gobierno, al punto de que un importante Ministro haya pensado que el principal problema de este período es el de la “gobernabilidad”. Y a pesar de que los resultados electorales de diciembre y las conversaciones tripartitas sobre las prestaciones sociales hayan provisto un cierto remanso, pudiera muy mal ser que este fenómeno de la escasez de tiempo para la consideración estratégica, esta sobrecarga táctica en el manejo de crisis tras crisis, continúe predominando.

El Estado venezolano está urgido, sin duda, de una profunda reingeniería, tanto por causas de su propia patología, de su propia escala tumoral, como por razones incontrolables de variación del contexto internacional, en el que aceleradas y profundas transformaciones dejan atrás las previsiones paradigmáticas de la Constitución de 1961 y los conceptos políticos de los inicios de la democracia en nuestro país. La pregunta es ¿conviene que sea este mismo gobierno el que se reforme a sí mismo, es conveniente que La Electricidad de Caracas cambie sus frecuencias, o se necesita una operación Cafreca en el Estado venezolano, un intervalo solónico en el que la misión sea, exclusivamente, producir ese cambio profundo del sistema al que, una vez transformado, podrán venir a operar los Pericles del futuro?

¿Qué ha significado en términos de impacto real, por ejemplo, el expediente de las sucesivas comisiones para la reforma del Estado? Desde la época de Betancourt, cuando operaba la Comisión de Administración Pública, y por la que pasaron jefes como Héctor Atilio Pujol y Allan Randolph Brewer Carías, hasta la COPRE de hoy en día, instaurada por Jaime Lusinchi y combatida por él mismo en la época de Carlos Blanco como su Secretario Ejecutivo, y ahora presidida por el jurista Ricardo Combellas, ¿qué ha producido como efecto real, más allá de perpetuar una burocracia, producir montañas de papeles y participar en cuanto foro, congreso o seminario se invente en el país independientemente del tema? No hace mucho, por poner un caso, la COPRE montó un seminario sobre la problemática de seguridad en Venezuela, sobre el punto de la sustitución de la Ley de Vagos y Maleantes. Naturalmente, puede argumentarse que la actividad delictiva es un problema de Estado, pero por ese camino puede vincularse prácticamente cualquier cosa que ocurra en nuestro país con la COPRE, la que debería más bien concentrarse en su misión central de generar un plan de conjunto para la reingeniería del Estado venezolano.

Más aún, hace ya casi dos años que argumentábamos en esta publicación sobre las siguientes líneas: “Cabe también preguntarse qué es lo que Rafael Caldera puede hacer con la crisis. Qué es lo que le permitirá hacer su peculiar marco mental, su paradigma político… Caldera es, por sobre todo, un hombre formado en leyes, habituado a entender las soluciones como un acto legislativo. Durante su primera presidencia, por ejemplo, acometió con esa óptica el problema de la reforma de la Administración Pública… Hasta 1968, la estrategia en materia de la reforma del Estado había sido, mayormente, una de sistemas y procedimientos. Así habían transcurrido los gobiernos de Rómulo Betancourt y de Raúl Leoni. La Comisión de Administración Pública dirigida por Héctor Atilio Pujol se planteó, en gran medida, el problema de la reforma como un problema de disciplina y sistematización. ¿Había problemas con dos taquillas de cedulación o tres ventanillas de peaje? Entonces el problema se resolvía con seis taquillas adicionales o cinco ventanillas más. ¿No había suficiente control con un triplicado? Pues habría entonces que establecer un procedimiento de sextuplicado… Es la primera presidencia de Caldera la que intenta un enfoque integral, total, de la reforma del Estado venezolano. Pero es también la que la ataca como si se tratase, primordialmente, de un problema jurídico… Por esta razón el Presidente de la Comisión de Administración Pública de ese primer gobierno de Caldera fue el Dr. Allan Randolph Brewer Carías, experto en Derecho Público, pero que no había sido nunca antes expuesto a un contexto organizacional complejo, puesto que su experiencia de trabajo se reducía a su bufete de abogados y a su posición como profesor e investigador en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de Venezuela… El resultado visible del paso de Brewer Carías por la Comisión de Administración Pública –antecesora de la COPRE– cristalizó en dos tomos de considerable tamaño, en los que se recogía el conjunto de reformas propuestas. Era demasiada, no obstante, la cantidad de cambio institucional que se propugnaba en tales documentos. La mayor parte del “Informe Brewer” ha quedado sin aplicación… Ahora Caldera se prepara para intentar una reforma constitucional y para continuar en el proceso de reforma de la Administración Pública. Sus lugartenientes son, nuevamente, abogados prestigiosos: el Dr. José Guillermo Andueza comanda un equipo de juristas al que pertenecen el Dr. Ricardo Combellas –nuevo Presidente de la COPRE– y el Dr. Tulio Alvarez. Nuevamente se plantea el problema como si su raíz y esencia fundamentales fuesen de carácter jurídico” (referéndum, Vol. 1, Nº 1, 4 de marzo de 1994).

Difícilmente, pues, es la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado que preside Combellas la Cafreca que necesitamos. No tiene el poder necesario, se la concibe como organismo asesor—Lusinchi regañó, siendo Presidente de la República, a Carlos Blanco, recordándole que la COPRE era un “órgano asesor y no un órgano promotor”—y ha devenido en burocracia de actuación anodina, sin impacto verdadero, amén de ser liderada desde un punto de vista y una experiencia exclusivamente jurídicos.

No otra cosa, entonces, que un Jefe de Estado al que se le confíe como misión la tarea solónica de cambiar la frecuencia de nuestro Estado, y que se apoye en un Jefe de Gobierno que se ocupe de lo táctico y lo cotidiano, sería garantía de que la necesaria reingeniería tenga lugar. Y, como Solón, debería buscársele entre quienes tengan, no sólo las calificaciones técnicas, profesionales y biográficas precisas, sino la vocación solónica de querer ser, más que presidente, un expresidente. Esto es, que una vez cumplida en breve plazo—un par de años—la misión Cafreca, abandone la Jefatura del Estado para que reingresen a la administración normal dentro de un nuevo Estado construido en el lapso de una administración extraordinaria.

Cuando ya se veía venir la salida de Carlos Andrés Pérez del poder se abría una oportunidad, que luego resultó imposible con Ramón Velásquez, tanto porque el tiempo que le tocó presidir fue muy corto, como porque sus calificaciones eran las inadecuadas de historiador y no las requeridas de futurólogo. Dos años antes de su asunción al poder ya recomendábamos la renuncia de Pérez (21 de julio de 1991), y pensábamos que una provisionalidad intermedia sería necesaria para dar paso a un gobierno verdaderamente dedicado a la transformación. Para ese momento proponíamos la figura de Rafael Caldera para que completara el período interrumpido de Pérez. En otra edición de esta publicación (Vol. 1, Nº 4, 4 de junio de 1994) comentábamos: “Es así como en aquellos momentos pensábamos que la figura de Caldera era la más indicada para cubrir lo que de período constitucional mediaba entre julio de 1991 y febrero de 1994. Esto es, como un Presidente transicional que debería invertir su tiempo en revertir tendencias negativas y estabilizar al Estado, mientras presidía un proceso nacional de saneamiento de la función pública. No lo pensábamos como el Presidente que podría dirigir una reconversión profunda. La llegada al poder de Rafael Caldera pues, llegó a nuestro juicio con retraso”.

Por razones parecidas, entonces, sería dable pensar que el presidente Caldera pudiese dar paso a un intervalo solónico una vez que haya concluido con el esfuerzo de estabilización en el que ahora está empeñado, y el que pudiera consumir aproximadamente un año más. En el lapso de un año debería estar completado el asentamiento de la Agenda Venezuela—que no contiene ni una sola provisión de reforma política—incluyendo algún tipo de acuerdo con el Fondo Monetario Internacional y el acuerdo relativo al nuevo régimen de seguridad social. Una vez logrado esto, que difícilmente otro venezolano podría lograr mejor que el actual Presidente de la República, el carácter de los conceptos políticos de Rafael Caldera sería más bien un freno al profundo cambio que necesita el Estado venezolano. Ya en el siglo XVII Francis Bacon escribía de este considerable problema en su ensayo Sobre la Juventud y la Edad: “Los hombres de edad objetan demasiado, consultan demasiado tiempo, arriesgan demasiado poco, se arrepienten demasiado pronto, y rara vez impulsan los asuntos hasta el fin, sino que se contentan con una mediocridad de éxito”.

Para la tarea de la reingeniería, de la reconversión, de la reconstitución, de la metamorfosis del Estado venezolano, se requerirá una óptica diferente de la muy honorable y heroica perspectiva de Rafael Caldera. Habrá que encontrar, por tanto, la fecha adecuada para su salida del gobierno en medio del reconocimiento general.

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