ref

Hará pronto un año que el Señor Presidente de la República convocó a los venezolanos a construir entre todos un proyecto de país. Es decir, nos invitó a participar en la fijación del rumbo del Estado. En su último mensaje anual al Congreso, el 10 de marzo de 1995, nos hizo precisamente esa invitación. Y durante el lapso de casi un año hemos desatendido el llamado. Muchos de nosotros hemos hecho proposiciones, es cierto, pero la mayoría de las veces éstas han sido demasiado vagas—el “acuerdo nacional”, el plan coherente y creíble—o las hemos envuelto en un lenguaje meramente crítico y a veces irrespetuoso.

Acá queremos atrevernos a un poco menos que lo que fue solicitado: a proponer que el Señor Presidente anuncie el próximo 12 de marzo un cierto conjunto de medidas económicas de corto plazo y algunas modificaciones inmediatas en la organización y el funcionamiento del Estado.

Comoquiera que el primer grupo de proposiciones son de política económica, creemos necesario hacer notorio que, como el ciudadano Ministro de Hacienda, no somos economistas. Nuestra perspectiva es la de un político general. Pero así como un médico general puede válida y responsablemente hacer observaciones en un caso neumológico aunque no sea un especialista en neumonología, debiera ser admisible que un político general conjeture soluciones en el reino de la política económica, sujeto, claro está, a la evaluación crítica de los economistas.

Este atrevimiento nuestro tiene un antecedente puntual. Cuando comenzaba el gobierno de Jaime Lusinchi estaba recién estrenado el problema de la deuda externa venezolana. Éste no había sido universalmente reconocido hasta su mención por Rafael Alfonzo Ravard en un discurso del 23 de agosto de 1982, y las discrepancias entre Leopoldo Díaz Bruzual desde el Banco Central de Venezuela y Luis Ugueto Arismendi, primero, y después Arturo Sosa desde el Ministerio de Hacienda, significaron el traslado del irresuelto problema a la Administración Lusinchi. Unos 400 y tantos bancos acreedores de la República de Venezuela, temblorosos por el deterioro general de la seguridad financiera mundial luego de la erupción de las deudas públicas de Polonia y México, hacían toda clase de presiones sobre el gobierno recién encargado.

Por aquel momento nos atrevimos a proponer—en una publicación que hasta cierto punto es la precursora de referéndum—que se tomara una fracción de las reservas en oro de la Nación para liquidarla en los mercados internacionales, y que se emplease el efectivo resultante para saldar deudas con los bancos más pequeños del lote de acreedores, los que, siguiendo la misma Ley de Pareto que usan los predicadores de la “calidad total”, eran la mayoría pero representaban un porcentaje pequeño de la deuda total.

Con esta recomendación se perseguía aliviar al gobierno de la presión de la jauría más inquieta—los bancos más pequeños—para concentrarse en la negociación con la veintena de bancos más grandes—de los que podía esperarse más serenidad y mayor paciencia—al tiempo que se emitía una clara señal de voluntad de pago. Habría habido, incluso, un beneficio colateral muy saludable si se hubiese adoptado la recomendación, pues poco tiempo antes, durante el período de Luis Herrera Campíns, el Banco Central de Díaz Bruzual había sido criticado duramente por haber revalorizado las reservas de oro, aunque se les había asignado un valor significativamente menor al que resultaría de valorizarlas a los precios del oro en el mercado internacional. La crítica que se hacía –la revalorización de Díaz Bruzual era una manipulación contable que no tenía fundamento en operaciones reales– hubiera dejado de tener razón al realizar parte de las reservas y así conseguir un precio de referencia que habría sido marcadamente superior al precio registrado en las cuentas nacionales, haciendo entonces que éstas pudiesen, con toda justificación, ser consideradas serias, sobrias y conservadoras.

Eso fue nuestra aventura en territorio de economistas en 1984, y la primera vez que reivindicamos nuestro derecho a emprenderla.

Esa proposición fue presentada a economistas por esa misma época, con el resultado de que no pudimos obtener de ellos una razón válida para no efectuar la operación que no fuese la de objeciones del tenor siguiente: eso nunca se hace.

De hecho, esa fue la argumentación que vehementemente opuso a la idea Luis Teófilo Núñez, en uno de aquellos editoriales que publicaba cuando dirigía el diario El Universal y que firmaba con el pseudónimo de “Amadís”. Las reservas de oro eran consideradas por quienes, como él, se oponían a la proposición, como las “joyas de la familia”, como lo último que se tocaba. En vano preguntamos cuál era el sentido de “reservar” si las reservas no podían ser usadas en caso de necesidad.

Plenamente conscientes, pues, de que no dominamos el campo de la economía, cometemos el atrevimiento de sugerir al Señor Presidente de la República, en primer término, algunas medidas de política económica.

Fecha cierta

Creemos que el Señor Presidente debe anunciar, esencialmente, cinco grandes decisiones económicas, y que a todas ellas debe asignarles fecha precisa. Como enfatiza el Dr. Bruno Egloff, el economista a quien hemos dedicado con agradecimiento este trabajo, es de suprema importancia atender el punto de la credibilidad con un compromiso cronológico. De allí que acojamos su idea básica e insistamos en que las medidas deben poder ser colocadas con precisión en un calendario.

En primer lugar, el Presidente de la República debe anunciar el cese del régimen de control de cambios para las doce de la noche del 31 de marzo de 1996. Esto no sería otra cosa que el cumplimiento de un compromiso asumido públicamente por el Gobierno Nacional en los términos de la Agenda Venezuela, compromiso que reiteró de modo explícito el Ministro de Hacienda en diciembre de 1995 al anunciar la nueva tasa oficial de 290 bolívares por dólar. El Presidente anunciaría así un decreto inmediato que establece una fecha definitiva para el cese del control, y la misma sería compatible con lo que ha sido prometido, lo que deberá ser visto con toda justicia como signo de seriedad.

En términos estrictos lo que el gobierno ha prometido es la eliminación del control de cambios en dos etapas. Su compromiso del primer trimestre de 1996 es en lo tocante a la cuenta corriente, mientras no ha fijado fecha para lo relativo a la cuenta de capital. El Dr. Egloff acepta la conveniencia de un desmontaje gradual, sólo que sugiere una apertura inmediata en la cuenta de capital para transacciones de monto inferior a 5 mil dólares. Carecemos de capacidad técnica para opinar sobre esta específica recomendación, pero creemos recomendable fijar también una fecha cierta a la liberación total, para la que nos atrevemos a sugerir el 31 de marzo de 1997 a las doce de la noche. (Cae en día lunes).

Nuestra segunda recomendación fue prefigurada el 19 de octubre de 1994 en el número 8 del Volumen 1 de esta publicación: “En otras latitudes, en otros países, se ha optado… por reformular la definición del valor unitario de las monedas. Esto ha sido hecho algunas veces con éxito. Otras veces el cambio de moneda no ha servido como un factor contribuyente al tratamiento de la inflación. El ejemplo antonomásico de un caso exitoso es el del franco nuevo, con el que la república francesa sustituyó a cien de los francos viejos. Ese cambio de valor se ha demostrado como estable… Más recientemente, en varios países de América del Sur se ha procedido también a la emisión de nuevos signos monetarios sustitutivos de los anteriores, con mayor éxito que en otras ocasiones, cuando tales manipulaciones llegaron a verse anuladas dentro de los procesos hiperinflacionarios de Brasil y de varios países del Cono Sur del continente… Tiene sentido preguntarse, entonces, si una medida de naturaleza similar tiene cabida en Venezuela y si la misma sería de algún modo eficaz en el tratamiento de la dolencia inflacionaria. Una escala de conversión adecuada para un nuevo bolívar sería la misma que la empleada por los franceses. Así, un nuevo bolívar debería valer 100 bolívares de los actuales”.

La proposición de hoy es en esencia la misma, a la que adicionamos dos elementos nuevos: la fijación de una paridad con el dólar para la nueva moneda y la fecha de su entrada en circulación. Sugerimos al Señor Presidente de la República que anuncie un nuevo bolívar equivalente a cien bolívares de los actuales con una paridad de 4,30 por dólar norteamericano para el día 24 de julio de 1996, fecha en la que volvemos a conmemorar el natalicio del Libertador. (Los franceses usaron por un tiempo la denominación de “nuevo franco” o NF para referirse a su nueva moneda, pero hoy en día se dice simplemente franco. Nuestro NB o “nuevo bolívar” podrá recuperar el augusto nombre sin necesidad de adjetivo en un tiempo razonable).

Cuando hacíamos la proposición en octubre de 1994 comentábamos: “Probablemente sería mas estable una medida de este tipo dentro de una economía de mayores proporciones que la nuestra pero, aunque sólo fuese por su efecto facilitador de las transacciones en efectivo, aunque sólo fuese por su efecto psicológico sobre la población, vale la pena considerar la emisión de un nuevo bolívar más fuerte. La comodidad en el uso de una nueva moneda más poderosa puede llegar a ser un factor de cierta importancia, así como la psicología no es un factor a despreciar dentro del juego económico de las sociedades, y convendría a la psiquis nacional ver de nuevo respetada en el símbolo monetario, hoy en día vergonzantemente disminuido, la persona del Padre de la Patria”.

Es obvia la asociación que se busca con la tasa de 4,30 por dólar con nuestra antigua paridad “democrática”. (Hasta el gobierno de Betancourt iniciado en 1959 el bolívar tenía una paridad, más fuerte aún, de 3,35 por dólar). Es un punto que añade carga psicológica favorable. Y es posible que un refuerzo ulterior fuese el adelantar al 24 de julio de 1996 la liberación de los controles en la cuenta de capital, desde la fecha que hemos sugerido del 31 de marzo de 1997. Nuevamente este es un punto para el que carecemos de los suficientes conocimientos técnicos. Lo que sí suponemos es que el país que pudo recibir al Papa más popular de la historia de un modo tan organizado, será capaz de preparar lo necesario para la transición a la nueva moneda para la fecha en la que se cumplirán 213 años del nacimiento de Simón Bolívar.

En cambio, sí creemos que es pertinente para la consideración de la paridad respecto del dólar la siguiente relación: para el año de 1995 el valor en dólares del producto bruto estadounidense era de 7 billones (7.058 miles de millones, en estimación empleada por Strategyon, empresa analítica fundada hace varios años por Henrique Salas Römer). Para el mismo pasado año el producto teritorial bruto de Venezuela fue de 72,4 miles de millones de dólares. Es decir, los Estados Unidos producen 97,5 veces, digamos 100 veces, lo que produce Venezuela.

Si se adoptase el criterio de que la relación entre monedas de países distintos debiese estar en función de sus respectivas producciones reales—tal vez, amigos economistas, una noción no tan descabellada si atendemos a vuestras teorías, que pretenden convencernos de que el sector “nominal”, el dinero, debe ser un espejo del sector “real” de bienes y servicios concretos—entonces la relación anotada debiera indicar que la moneda venezolana actual no debiera ser superior a un centésimo de dólar. Que cien bolívares de los actuales no sean suficientes, que consideraríamos adecuada una paridad de 430 (NB 4,30) por dólar, pudiera justificarse con un coeficiente de 4,3 que expresase factores cualitativos tales como la riqueza y variedad de la producción norteamericana, su mayor sofisticación, y factores de esa clase.

La tercera recomendación que nos tomamos la libertad de hacer al Señor Presidente de la República es la de cancelar la totalidad de las prestaciones sociales acumuladas de los trabajadores de la Administración Pública Nacional mediante pago efectivo en dólares para el día 1º de mayo de 1996.

El tema de las prestaciones sociales en general es, como se sabe, uno de los temas álgidos del debate económico nacional. El caso particular de las prestaciones sociales del sector público, una de las preocupaciones más intensas de las finanzas de la Nación.

Respecto del tema general queremos acotar que, en análisis de un muy calificado y respetado consultor del sector privado—que ha preferido permanecer, generosamente, en el anonimato—el punto de la retroactividad de las prestaciones dejaría de ser casus belli de no existir la inflación, de modo que el verdadero problema—la inflamación inflacionaria—no tendría que ver con un derecho adquirido que, en toda razonabilidad, los trabajadores venezolanos se resisten a sacrificar. Un problema completamente separado es si los montos mismos de las prestaciones se depositan en fideicomisos—la previsión legal vigente que no es acatada ni por el mismo gobierno–—o en fondos de pensiones de nuevo diseño.

En cuanto al punto más específico de las prestaciones sociales del sector público –estimadas en términos gruesos en la cifra de 1 billón de bolívares– se ha propuesto cancelarlas mediante la entrega de acciones de PDVSA a los empleados públicos. Esta proposición, que originalmente fue planteada por el Dr. Asdrúbal Baptista, Ministro de Estado para la Reforma de la Economía, en abril de 1994, ha sido retomada por el periodista Alfredo Peña con un interés que llama a la sospecha por lo falacioso de su argumentación. En efecto, Peña—que ya antes había hecho insistente campaña a la dolarización definitiva de una caja de conversión—argumenta que si Venezuela ha abierto su industria petrolera a la inversión extranjera, los trabajadores del sector público tendrían más que derecho de obtener acciones de PDVSA a cambio de sus prestaciones.

Son dos cosas muy distintas. En ningún caso ha pasado parte del patrimonio de Petróleos de Venezuela a manos de Mobil, o de British Petroleum o de cualquiera otra empresa extranjera que participa en el esquema de ganancias compartidas de la “apertura”. Ninguna posee aunque sea una acción de PDVSA.

Diera más bien la impresión de que detrás del razonamiento de Peña está el de emplearlo más adelante a la inversa, para clamar por una apertura total del capital de PDVSA a la inversión extranjera una vez que se hubiera hecho trabajar, al empleado público venezolano, en gran ironía, como punta de lanza para facilitar la penetración de capitales foráneos en la empresa estratégica por excelencia de nuestro Estado.

En cambio de esto, proponemos que el Señor Presidente decida pagar enteramente las prestaciones sociales de los trabajadores del Gobierno Nacional con moneda norteamericana de las reservas que actualmente se sitúan en el nivel de 6.000 millones de dólares. (El Presidente del Banco Central de Venezuela, en referencia a la posibilidad de desmontar el control de cambios, ha reconocido esta fortaleza de las reservas de divisas).

Empleando la tasa de 290 bolívares por dólar para los cómputos del pago—nuevamente, en números gruesos—la cancelación de estas prestaciones consumiría 3.500 de los 6.000 millones de dólares de las reservas, dejando un remanente de 2.500 millones de dólares para suplir las transacciones de la cuenta corriente. (El monto promedio de compra diaria de “dólares Brady”, la que en algunos casos ha llegado a la cifra de 30 millones, es inferior a la cantidad de 20 millones de dólares en cada uno de los cinco días hábiles de la actividad bursátil. Esto significa que 2.500 millones de dólares suplen 6 meses a razón de 20 millones diarios, tiempo más que suficiente para cerrar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, tiempo más que suficiente para volver a recuperar el nivel de las reservas en una economía que sería mucho más feliz).

Esta decisión, creemos, tendría las siguientes enormes ventajas: primero, mejoraría de modo instantáneo la economía personal, hogareña, microeconómica de los empleados públicos; segundo, liberaría al gobierno de la pesadísima carga de las prestaciones de sus empleados; tercero, pondría a disposición del mercado un volumen muy importante de divisas en una oferta atomizada que haría imposible la corrupción que tiende a anidarse cuando quiera que hay una fuente discrecional y monopólica de divisas; cuarto, fortalece nuestra posición para nuestro negocio con el FMI. (Anticipamos el siguiente tipo de crítica: “¡Eso es poner en manos de unos tierrúos y patas en el suelo una plata que se van a gastar inmediatamente en Miami!” Como si no fuese precisamente eso lo que hubieran hecho, más de una vez excediéndose en los cupos legales, poblaciones muy distintas a la de los empleados públicos, cuyo ejemplar típico no tiene la menor posibilidad de hacer el viaje mayamero por excelencia. Rogamos se nos excuse la vulgaridad de este comentario. En todo caso, estamos dispuestos a apostar que esa inyección directa de efectivo en dólares a personas naturales venezolanas sería manejada, en conjunto, dentro de una gran racionalidad a pesar de que habría casos aislados irresponsables).

El 1º de mayo de 1996, nueva celebración del Día del Trabajo, es fecha propicia para esta gran liberación.

Nuestra cuarta proposición al Señor Presidente de la República es la de que anuncie, para el día 12 de marzo de 1997, la completa fusión de los bancos comerciales que el Estado venezolano ha llegado a poseer como consecuencia de la crisis bancaria, en un solo gran banco comercial—bajo la denominación de “Banco de Venezuela”—que deberá ser privatizado un año después –el 12 de marzo de 1998– en condiciones que explicaremos más adelante.

En los momentos actuales el gobierno se desgasta cada día ante la miríada de problemas cotidianos que debe atender, y entre estos se encuentra, naturalmente, el engorroso problema de manejar, en función subsidiaria que le es extraña, un numeroso grupo de bancos comerciales de todos los tamaños. El gobierno debería considerar la emulación de PDVSA a este respecto. La casa matriz de la industria petrolera venezolana está llegando a la conclusión de que no tiene sentido mantener, en condiciones monopólicas, tres marcas distintas de gasolina para el mercado local—Lagovén, Maravén, Corpovén—con la consiguiente triplicación de esfuerzos de mercadeo. Así, planea mercadear la gasolina producida por sus subsidiarias bajo una sola marca. (Y abrir el mercado a la competencia de marcas extranjeras).

Del mismo modo debiera el gobierno reducir una docena de dolores de cabeza a una sola y única preocupación: la creación de un gran banco comercial, que durante el tiempo que dure todavía en manos del Estado venezolano se convierta en pivote de la reactivación productiva en Venezuela, mediante un agresivo y a la vez prudente programa de fomento a la industria y el agro nacionales. (Sugerimos adicionalmente que los fondos crediticios de un programa de tal naturaleza sean adjudicados en un 70% por libre solicitud de los interesados en el apoyo a la empresa privada –con los estudios apropiados a cada caso– y en un 30% en unos cuantos campos determinados por prioridades establecidas con criterio estratégico).

Con la fusión de los bancos Consolidado, Latino, La Guaira, Venezuela, República, Progreso, Maracaibo, etcétera, se estaría mejorando en grado apreciable una condición indeseable del sistema financiero venezolano: su excesiva atomización. Sería un paso muy significativo hacia una compactación racional del sector. Y, naturalmente, sería mucho más fácil manejar una sola entidad, que gerenciar toda una bancada diversa que además debiera, en principio, competir entre sí.

De resto, la intención final deberá ser la de privatizar en cuanto sea posible—tal vez de modo más gradual que en el año calendario que hemos sugerido—ese nuevo Banco de Venezuela, obviamente muy atractivo en razón de su tamaño, dando prioridad a inversionistas venezolanos y suramericanos para la compra de la mayoría del capital.

Nuestra última proposición de política económica es la de que el Señor Presidente, en su esperado discurso del 12 de marzo, reafirme la seria intención del Estado venezolano de cerrar un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, a fin de que este organismo apuntale con su financiamiento, en el orden de los montos que han sido manejados como hipótesis de trabajo, la estrategia de la Agenda Venezuela complementada con los cuatro puntos antes sugeridos. Y que el Señor Presidente solicite, reclute, exija, porque así es lo justo, patriótico, sensato e inteligente, el respaldo de todo el pueblo venezolano a las posiciones venezolanas en esta negociación, y especialmente exija que se pronuncien en ese sentido el Congreso de la República, la Convención de Gobernadores, el Consejo Nacional de Alcaldes, Fedecámaras, la Confederación de Trabajadores de Venezuela, etcétera, etcétera, etcétera.

Es importante que los venezolanos nos demos cuenta de que el Fondo Monetario Internacional no nos estaría haciendo un favor al prestarnos auxilio financiero. Estaría, simplemente, cumpliendo con su deber, por cuanto ésa es exactamente su misión y su sentido. El FMI es un órgano internacional que junto con el Banco Mundial (Banco Internacional de Reconstrucción y Desarrollo) están hechos para ayudar a los países soberanos a solventar dificultades financieras transitorias y enrumbarse en una trayectoria de desarrollo económico. No existe ninguna cláusula de sus respectivas constituciones por la cual deba interpretarse que podrán o deberán suplantar la decisión macroeconómica soberana y autónoma de los países que soliciten su auxilio. Esto sería algo que ni siquiera en casos personales y comerciales se admitiría. Un banco privado puede exigirnos un balance fiel y las garantías que considere necesarias para aceptarnos un pagaré, pero no tiene ningún derecho para decidir por nosotros qué cosas compraremos en el mercado o cuánto deberá destinarse a mesada de los niños.

Venezuela es un miembro fundador del Fondo Monetario Internacional. Más allá de eso, es un miembro que demostró con creces su solidaridad y su interés durante su más reciente época de vacas gordas, por lo que merece un trato respetuoso y no menos pródigo que el que ha recibido, por ejemplo, México, a raíz de su no muy feliz aplicación de las recetas estándar del propio FMI.

Reconfiguración

Pasamos ahora a un territorio en el que podemos movernos con mayor seguridad: el de la gobernabilidad. Pero no la gobernabilidad entendida como gobernabilidad de la sociedad, de la Nación, sino como la gobernabilidad del Estado, la gobernabilidad del gobierno mismo.

Ya está sobrediagnosticado que la propia estructura ministerial es un impedimento mayor al desempeño eficaz del gobierno, y ya es más que evidente que entre las raíces del problema de credibilidad gubernamental se encuentra una emisión de opiniones de funcionarios del gobierno que es frecuentemente inarmónica. Pues bien, sería muy conveniente al Señor Presidente de la República que el gabinete ministerial estuviera construido como una estructura de dos pisos: un piso del Estado, para la atención y el manejo de problemas de gran estrategia, y un piso táctico de las operaciones habituales de servicio público.

En la configuración preferible, al Presidente de la República en tanto Jefe del Estado, deben reportar los ministros de Estado propiamente dichos: los ministros de Relaciones Interiores, Relaciones Exteriores, de Defensa, de Hacienda y de la Secretaría de la Presidencia. Por razones estratégicas fácilmente comprensibles debe reportarle también, por ahora, el Ministro de Energía y Minas. Deben estar subordinados directamente al Presidente de la República, por supuesto, el Procurador General de la República y un Director de Comunicaciones del Estado, junto con un Auditor General del Estado que, desde dentro del Ejecutivo adelante las auditorías y controles que usualmente establece a posteriori el Contralor General de la República, que es un auditor externo independiente.

Pero igualmente debe estarle subordinado un séptimo ministro de Estado: un “primer ministro”, “jefe de gobierno”, Ministro del Servicio Público. Y a este ministro deben reportarle los ministros que él nombre para ocuparse de las carteras de Educación, Salud, Asistencia Social, Seguridad Ciudadana, Sanciones y Rehabilitación, Transporte, Comunicaciones, Obras Públicas y Apoyo a la Economía.

De este modo, sin perder el control último de la prestación de los servicios públicos, el Presidente de la República puede descargar en su Ministro de Servicio Público una inmensa presión cotidiana que distrae su atención de los verdaderos problemas de Estado, a los que este presidente, a nuestro juicio, ha dado respuestas de alta calidad.

Así, se formaría un Consejo de Estado, presidido por el Presidente y sus Ministros de Estado (incluido el de Servicio Público), y un Consejo de Servicio Público, presidido por el Ministro ya referido.

Es obvio que ésta no es la configuración del Gobierno Nacional y que para poder arribar a una estructura similar a la descrita sería necesario que el Congreso reformase un buen número de leyes de rango orgánico. Por esta razón se propone igualmente que el Señor Presidente someta a la consideración de las Cámaras Legislativas y sucesivamente se remita a las Asambleas Legislativas, una enmienda constitucional para la que deberá solicitarse tratamiento de urgencia. Por esta enmienda debe disponerse que el Congreso de la República podrá suspender temporalmente el efecto de disposiciones de las leyes orgánicas de la Administración Pública a petición del Ejecutivo Nacional, siempre y cuando éste presente un “código orgánico ejecutivo” que supla el vacío legal temporal y regule la estructura y funciones del Poder Ejecutivo Nacional. Esto deberá proceder dentro de un lapso fijo, dentro del cual el Ejecutivo deberá someter los proyectos de reforma orgánica necesarios para que el Congreso pueda legislar definitivamente.

Sin una libertad de esta naturaleza el Gobierno Nacional continuaría en la muy impedida situación actual, enmarañado dentro de sí mismo, tratando de manejar una realidad cada vez más compleja desde un aparato engorroso, recrecido y en gran medida obsoleto.

En ulterior detalle puede recomendarse, asimismo, que el Fondo de Inversiones de Venezuela sea readscrito al despacho de Hacienda, junto con la parte de la Oficina Central de Presupuesto que corresponda a los gastos de Estado. En cambio, es recomendable adscribir la OCEI y la COPRE al Ministro de Servicio Público. Resultará conveniente que este ministro asuma la misión adicional de completar los instrumentos jurídicos que den basamento legal orgánico a esta metamorfosis, y para esto la COPRE es pieza de gran utilidad. El actual despacho de CORDIPLAN debe escindirse en dos, para dar paso a una oficina de “análisis de políticas” de la Presidencia –bajo perfil, sin declaraciones de prensa– y una análoga para el Ministro de Servicio Público.

Es deber del Congreso Nacional permitir la libertad necesaria para proceder a la búsqueda de esa configuración ministerial o alguna otra de corte similar. Si se acusa al Gobierno de haber consumido dos años sin que muchas áreas de la acción del Estado hayan mejorado ¿qué puede decirse de un Congreso que tiene la facultad constituyente ordinaria y no ha sido capaz de proceder a la reforma de la Constitución del 61?

El cambio debe darse de inmediato. El estado al que ha llegado la percepción de la gran mayoría de los formadores de opinión en Venezuela no permite creer que con un simple cambio en el elenco ministerial—el que también es recomendable—se dará un vuelco en lo atinente a credibilidad o será probable la consecución de mayor eficacia. En cambio, una configuración como la delineada acá, o alguna otra de análoga intención, permitirá una mejor planeación y coordinación de la acción gubernamental, al tiempo que se tendrá un mayor control de la bastante indisciplinada comunicación del gobierno. Ya tan sólo este último logro justificaría la transformación.

Que vendría a ser, ya no un golpe de Estado ejecutado por algún sector de la oposición o por el mismo gobierno en un “calderazo”, sino un golpe de gobierno llevado a cabo con la mira puesta en un criterio de responsabilidad pública hacia los Electores y sus necesidades.

Otras recomendaciones

El gobierno debe hacer un esfuerzo adicional, continuado y consistente de explicación de sus criterios y posturas. Este es un proceso que debe ejecutarse con la mira puesta en la conciliación. Cierto es que en muchas ocasiones se tergiversa estas cosas, así como también es verdadero que una parte significativa de la oposición es prejuiciada y otra igualmente significativa es definitivamente malintencionada. Esto no quita, sin embargo, que es deber primordial del gobierno producir reiteradas señales generadoras de confianza, para que, entre otras cosas, pueda pedir igual conducta de parte de formadores de opinión que han demostrado, en muchos casos, superficialidad, improvisación y falta de seriedad en sus planteamientos, cuando no pura y simple irresponsabilidad.

Hay base para emprender este otro cambio, esta vez en el plano comunicacional, con tono moderado. Salvo ocasionales reacciones gubernamentales más agudas, de variable recepción por parte de la opinión pública, un examen desapasionado dirá que el gobierno de Rafael Caldera ha sido generalmente discreto en la respuesta a sus críticos más acerbos. A partir de esa discreción digna de encomio sería posible una mejora significativa en la comunicación gubernamental.

Todos sabemos que hay quienes recomiendan en este país “mano dura”, cuando no la dictadura misma. Una dictadura le pedimos a Rafael Caldera: la prohibición total a sus ministros para declarar fuera del área de su competencia. Es una garantía necesaria en una situación en la que ya casi todo el mundo espera una interrupción del período de Rafael Caldera. Así parecieran darlo a entender los recientes comunicados de Fedecámaras, y así parecieran encaminarse proposiciones de renuncia del Presidente como las de Jorge Olavarría, llamados a un referéndum revocatorio que hace el Secretario General de la Federación de Centros Universitarios de la UCV y peticiones de adelantamiento de elecciones como la de Andrés Velásquez.

Un grupo de jóvenes analistas que se llama a sí mismo “comité de crisis”—trabajan para las distintas ramas de las Fuerzas Armadas, para PDVSA, para el Banco Central de Venezuela—toma pie entre otras cosas sobre gráficos cronológicos de las contradicciones ministeriales y maneja “teorías del reventón” y predicciones de una caída del gobierno para una fecha que se daría entre fines de la Semana Santa de 1996 y septiembre de este año.

A este ambiente, por supuesto, es preciso prestarle atención y cuidado. Creemos que el Señor Presidente debe presentar al país el 12 de marzo un poderoso conjunto de medidas que logre un vuelco dramático a la cada vez más deteriorada situación. Una cosa así podría representarle la recuperación de la iniciativa, que ahora parece haber sido desgarrada y repartida, como botín de guerra, en la cacofónica declaradera de los formadores de opinión. (En este torneo de atrevimiento con frecuencia se manejan argumentaciones falaciosas. Por ejemplo, un documento de Fedecámaras señala que “ningún país aguanta” una devaluación de 170 a 430 en el lapso de dos semanas. Un razonamiento serio no mezclaría, para dramatizar con mayor exageración, el valor oficial del bolívar un día antes de la devaluación a 290 con el valor especulativo del “dólar Brady” diez semanas después).

Pero en todo caso el clamor angustioso y desesperado se generaliza al paso de los días. No hay otra cosa más importante a tomar en cuenta que esta opinión pública para que el gobierno decida actuar de manera contundente. Esperamos la alocución presidencial del próximo 12 de marzo, la que tal vez sea la última oportunidad de encarrilar este vertiginoso proceso.

LEA

Share This: