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Parece ser que el menor incendio que ocurriera en la sede del Consejo Nacional Electoral puede ser atribuido al azar, por más que poco antes de la combustión electricistas del Centro Simón Bolívar hubieran estado hurgando precisamente los tableros y líneas que detonaron el minisiniestro.

Parece ser que el hecho fue fortuito a pesar de que, justamente en momentos cuando el humo salía en pesadas columnas de las oficinas del Poder Electoral, una turba chavista vociferaba ante las puertas del organismo, y un procaz Gruber Odremán, en evidente procura de resurrección en el favor del líder de la revolución, y megáfono temporalmente en mano—después, aseguró, le daría otro uso—pescueceaba como líder aparente de tan oportuna manifestación.

A juzgar por las recientes decisiones de un nuevo programa de Televén («¿Quién tiene la razón?») que ha dado incomprensible espacio a nadie menos que Lina Ron, posiblemente veamos al ex golpista almirante retirado en pantalla, o al marido de la iracunda chavista, que el martes insultó y escupió a guardias nacionales que resguardan la sede del CNE.

La inconsistencia es privilegio de quienes se dicen revolucionarios. Chávez exige, cuando le conviene, acatamiento a la Constitución y las leyes. Se le olvida, en cambio, que las mismas exigen el respeto a la autonomía de los poderes cuando ejerce las más groseras e indebidas presiones sobre las autoridades electorales, como antes sobre el Tribunal Supremo de Justicia y otras instancias judiciales.

¿Puede extrañar a alguien, entonces, que la quema del CNE hubiera sido un acto intencional? Hay quien ha recordado uno de los primeros actos de Adolfo Hitler, cuando era flamante Canciller de Alemania en 1933: el incendio del Reichstag que iniciaran las camisas pardas de Röhm, su secuaz, y que sirviera de pretexto para ilegalizar a los partidos que pudieran hacerle oposición.

Creo que la comparación, si bien explicable, es injusta con la memoria de Hitler, que era un hombre eficaz y un hombre serio. Si se proponía incendiar el edificio del parlamento alemán lo incendiaba de verdad.

En cambio, una presunta operación intencional para destruir las firmas del 2 de febrero, hubiera sido una operación torpemente ejecutada, como los intentos de detener al coronel Soto en la Cota Mil o al general Rosendo en Los Palos Grandes, como el fallido allanamiento a las instalaciones de Súmate en Boleíta o las ridículas inspecciones judiciales al mismo Consejo Nacional Electoral.

El dibujo que Chávez hace de sí mismo como déspota totalitario e insolente, ha dado paso a un grabado de surcos cada vez más profundos, tanto ha repasado las líneas del retrato. Nadie puede sostener sin cinismo que Hugo Chávez es un demócrata.

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