Cartas

Se nos ha hecho conocer un interesante trabajo sobre los rasgos que debiera exigirse de los candidatos a la presidencia de las repúblicas democráticas. En procura de una racionalidad muy laudable, se asimila el problema al de la búsqueda de un ejecutivo idóneo en el ambiente corporativo, a cuya solución contribuyen profesionalmente firmas especializadas en la caza de talentos, las que aplican criterios que sería bueno trasladar al campo político.

Sin embargo, el trabajo en cuestión arranca desde premisas lamentablemente sostenidas con frecuencia, y en su apoyo aduce ejemplos superficialmente tratados. Así, por ejemplo, declara de una vez: «…dentro del modelo democrático, los electores tienen los políticos que se merecen. No es verdad que ‘la voz del pueblo es la voz de Dios’. Dios tiene poco que ver con los procesos democráticos. Si la mayoría no sabe elegir, acabará seleccionando a la persona equivocada. Nunca hay que olvidar que algunos de los peores gobernantes de la historia, Hitler y Mussolini entre ellos, llegaron al poder por medio del voto popular. Y no siempre se trata de un problema de engaño. Hitler, en su libro Mi lucha, redactado y distribuido antes de llegar al poder, describió de manera transparente sus ideas fundamentales, y éstas no desentonaban demasiado de las creencias de los alemanes de aquella etapa nefasta de Europa. Más que guiar a los inocentes alemanes en una dirección imprevista, lo que hizo fue sintetizar y darles un curso de acción a muchos de los prejuicios y frustraciones de la época».

Y en abundamiento adicional prosigue: «Hugo Chávez, por ejemplo, nunca hubiera sido elegido para presidir el Cantón de Basilea porque no habría sintonizado con los electores suizos. Antes de la segunda comparecencia radial probablemente lo hubiesen internado en un psiquiátrico. En Venezuela, en cambio, su discurso se adaptaba al oído de sus compatriotas. Pero, seguramente, si Hugo Chávez fuera un político suizo se comportaría de una manera menos delirante. Su conducta excéntrica y su galimatías ideológico responde a los códigos del confundido pueblo que votó por él en tres oportunidades consecutivas».

Para empezar, eso de que los Electores tienen los políticos que se merecen es una afirmación bastante injusta. Los Electores no tienen prácticamente nunca la posibilidad de determinar el abanico de candidaturas. Éstas vienen determinadas por los cogollos partidistas, de modo que no puede endilgarse a los Electores la presencia de las opciones concretas en una elección cualquiera. También influyen en esto, sin duda, los asignadores de recursos—financieros o comunicacionales—que se anotan con candidatos específicos con los que habitualmente entran en alguna clase de transacción. En suma, las opciones candidaturales son determinadas por élites de poder; jamás por el pueblo.

Luego, no es culpa de los Electores que las campañas electorales sean más bien ineficientes y opacas en cuanto a la información respecto de la idoneidad de los candidatos. Igualmente son manejadas por los partidos y sus gestores de campaña. En la campaña de 1998 que eligió por vez primera a nuestro actual presidente el tema programático brilló por su ausencia hasta poco antes de la elección. (Salas Römer, por mencionar un caso, presentó su «programa de gobierno» faltando quince días para las votaciones. De resto se dedicó a organizar patrióticas cabalgatas por el Campo de Carabobo. Más recientemente—2003—ha pretendido legitimarse como eventual candidato presidencial con el profundísimo argumento de que él es «gallo» y el problema es ver si hay alguien que sea «más gallo» que él. A fines de 1997 (3 de diciembre), ya lanzado en pos de la presidencia, declaró con la mayor frescura: «En Venezuela hace falta un nuevo modelo político. Pero yo no sé cuál es»).

La llegada de Chávez al poder, por otra parte, es mucho más la culpa de actores políticos profesionales que pusieran, una tras otra, inmensas tortas que coronaron su ya largo trayecto de insuficiencia política. En diciembre de 1997, a escasos doce meses de las elecciones, Chávez promediaba por debajo de 8% de intención de voto a su favor, y todavía dominaba la escena Irene Sáez, por quien llegó a expresarse una preferencia que por momentos superó el 60%. En ese entonces la inclinación de los vilipendiados Electores venezolanos manifestaba con claridad que no quería un candidato de AD o COPEI, visto el terrible desempeño de estos partidos, y que prefería elegir a alguien independiente que no fuese violento, al apoyar por abrumadora mayoría a Sáez frente a Chávez.

Fue sólo después de que Sáez comenzara a abrir la boca y emitir insulsas nociones, que se desplomara pavosamente la estatua ecuestre de Bolívar en Chacao, que se retratara con Luis Herrera—quien admitió a El Nacional que la ex miss no tenía talla de estadista, por lo que se la apuntalaría («No se preocupen, que modernamente el poder es compartido»), y que en la convención copeyana de Caraballeda que la proclamó candidata verde indicó públicamente con el mayor desparpajo que él quería que el partido ganara las elecciones para que pudieran «resolverse» los copeyanitos que no tenían, como él, una pensión vitalicia—fue sólo después de todo eso que se produjo el hundimiento vertical de Miss Titanic y que los Electores se vieron encajonados frente a dos opciones «no tradicionales»: Chávez y Salas Römer.

A este último sujeto el pueblo le olía un cierto tufo de arrogante godo a 50 kilómetros de distancia, y ya apuntamos que hizo una campaña no muy distinta de la del primero, llena de puras manipulaciones psicohistóricas patrioteras, además de que aceptó a última hora el apresurado apoyo de AD (antes había buscado nada menos que el de Carlos Andrés Pérez), luego de que este partido defenestrara a Alfaro Ucero y, a mitad de año, hubiera liderado la triquiñuela de dividir las elecciones regionales, en contradicción abierta y directa con lo que habían aprobado en el Congreso tan sólo meses antes. (Alfaro Ucero, a comienzos de 1998, consultado sobre la separación de elecciones que ya se proponía como modo de balancear el poder que pudiese pasar a manos de Chávez, fue enfático al decir: «¡Sobre mi cadáver!» Poco después consentía en la marramucia).

Quienes no estuvieron a la altura de los Electores fueron los políticos de oficio, que una vez más, reincidieron en tramposos comportamientos a la vista de todo el mundo. La mayoría de ellos habita ahora los predios de la Coordinadora Democrática.

Por otra parte, el fácil ejemplo hitleriano ha sido empleado con superficialidad en el texto que comentamos. Para 1933 eran poquísimos los alemanes que habían leído Mein Kampf, y en cambio veían en el líder nazi a un absolvedor de las culpas de la guerra de 1914-18 que, injustamente, habían recaído solamente sobre Alemania con el Tratado de Versalles, al haber desaparecido el verdadero villano—Austria-Hungría—que se había desplomado y a quien ya no podía reclamársele nada. (Nadie menos que Churchill—también, por otras razones, Lord Keynes—alertó sobre la estupidez de Versalles y pronosticó con penetración de verdadero estadista que las groseras imposiciones del tratado llevarían de nuevo a la guerra en el plazo de 20 años). Esto sin apuntar la evidente ineficacia de la República de Weimar que, al igual que nuestra «cuarta» república, que fue la que en el fondo nos trajo a Chávez, dio paso a la demagogia hitleriana. Además, Hitler fue llamado a formar gobierno por Hindenburg en 1933 a partir de una votación minoritaria a favor del primero. La peculiaridad de un sistema parlamentario, la crisis política y la senil ceguera del mariscal, convirtieron al cabo austriaco en Canciller de su país adoptivo, no los electores alemanes.

Que Chávez no hubiera sido elegido nunca en Basilea es lo que Jorge Guillermo Federico Hegel hubiera llamado una hipótesis contrafactual, puesto que jamás Chávez se postuló en tal cantón. Es, por tanto, pura retórica. ¿Habría sido enviado Hitler a un sanatorio en Basilea? Porque en Alemania, de aporte cultural inconmensurablemente mayor que el de Suiza, ciertamente no lo fue.

Pero es que además el texto comentado trasuda el común y pretencioso desprecio que muchos miembros de élite derraman sobre nuestros pueblos. Así trasluce, por ejemplo, en afirmaciones como ésta: «En nuestro mundo iberoamericano, lamentablemente, con frecuencia la actitud del elector se ajusta perfectamente al cinismo del candidato de marras». Cualquier observador de la sociología política norteamericana, sin ir muy lejos, podría certificar cómo es que el elector estadounidense produce sus decisiones en grande ignorancia de lo que sería pertinente. Pero claro, resulta elegante, comme il faut, compararnos desfavorablemente con los suizos o los estadounidenses, y este deporte es, por supuesto, practicado con mayor asiduidad por elevados personajes que pueden pagarse vacaciones en Courchevel o Vail, y que tampoco se entienden, habitualmente, como formando parte de ese pueblo del que denigran. Su tesis es fácil: estamos mal a causa de las chusmas.

Depende en gran medida de la opinión que el líder tenga del grupo que aspira a conducir, el desempeño final de éste. Si el liderazgo desconfía del pueblo, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa despreciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles.

Esta desconfianza fundamental en buena parte del liderazgo común y corriente venezolano respecto de las posibilidades e intereses del pueblo, conspira contra el mejor tratamiento de nuestros problemas públicos.

La experiencia demuestra que las personas de cualquier condición responden con entusiasmo a un liderazgo que les respeta, que les estima, que piensa que son capaces de entender e interesarse por lo que cierta prédica convencional asegura que no les importa. En uno de los experimentos comunicacionales de éxito más rotundo que se hayan visto en Venezuela, la más crucial de las causas del mismo fue el concepto que de los lectores se formó un cierto periódico de provincia. Definió de antemano a su lector tipo como una persona inteligente, que preferiría que se le elevase a que se le mantuviese en un nivel de chabacanería. El periódico logró, en contra de cualquier pronóstico, el primer lugar de circulación en su ciudad en el lapso de seis meses desde su aparición, y cuatro meses después se hizo acreedor al Premio Nacional de Periodismo, en competencia con otros dos candidatos de gran peso.

Lo contrario también puede lograrse. Cuando Lyndon Johnson asumió la presidencia de los Estados Unidos, declaró la «Guerra a la Pobreza», un conjunto de programas en el que el Headstart Program, destinado a proveer instrucción preescolar a niños de sus principales guetos urbanos, era su programa estrella. Al año de la declaración de guerra el Headstart Program había fracasado estrepitosamente.

Naturalmente, la administración Johnson ordenó un estudio que pudiera poner de manifiesto las causas del fracaso. La investigación evaluadora indicó una causa principal entre todos los factores de actuación negativa. Los maestros del programa se disponían a tratar con «niños desaventajados»—todos los instructivos que manejaban se referían a sus futuros alumnos precisamente así: disadvantaged children—y de manera inconsciente transmitían esa noción a los niños. Éstos, a su vez, «internalizaban el rol» de niños desaventajados y se comportaban como tales. Se esperaba de los alumnos un rendimiento deficiente y esto fue exactamente lo que proporcionaron.

Es hora de asumir que el pueblo venezolano vale la pena. Y si por acaso fuere preciso –que ciertamente lo es– elevar su cultura política, la actitud producente es la de solidarizarse con esa elevación, y no la de convertirlo en chivo expiatorio de nuestros problemas. Eduardo Fernández, por poner un caso, tiene una culpa inconmensurablemente mayor que nuestro elector promedio en la asunción de Chávez al poder. Quienes le apoyaron fueron los mismos que luego apostaron a Salas Römer, y más tarde—¡horror!—a otro golpista como Chávez, Arias Cárdenas ¡porque era cuña del mismo palo!

Estas cosas, por tanto, son consecuencia de manipulaciones gestadas por las élites, como Krupp en Alemania al apoyar a Hitler, o los poderosos empresarios de medios venezolanos que pretendieron maniatar a Chávez a través del negocio de Alfredo Peña como su ministro, su constituyente y su alcalde, su testaferro. No es cierto, por consiguiente, que los Electores tengan los políticos que se merecen, como tampoco se merecen los intelectuales que sostengan semejante sandez.

LEA

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