Fichero

LEA, por favor

La gentileza del doctor Gonzalo Pérez Petersen me ha permitido leer Cuentos chinos, el informativo libro de Andrés Oppenheimer, conocido comentarista de la televisión internacional y periodista de gran influencia. (Fue escogido por Forbes Media Guide como uno de los quinientos periodistas más importantes de los Estados Unidos en 1993, y la revista Poder lo incluyó en una lista de las cien personas más poderosas en América Latina en 2002). El doctor Pérez Petersen me facilitó un ejemplar de la segunda edición (marzo de 2006) de la obra editada por Random House-Mondadori en noviembre de 2005. (Colección Otras Voces, Debate).

En diez capítulos, Oppenheimer, editor de asuntos internacionales en The Miami Herald y conductor de un programa de opinión muy visto en CNN, desmonta un número equivalente de «cuentos chinos» relativos al tema del desarrollo de América Latina. (Que él escribe América latina). Cuando escribe sobre China, o Irlanda o Polonia, lo hace con la intención de extraer lecciones pertinentes a las economías latinoamericanas. Un caso de su particular interés es el venezolano.

Al proyecto político de Hugo Chávez lo denomina «narcisista-leninista», una designación tanto gráfica como sintética, y desde el primer capítulo, El desafío asiático, la emprende contra la primitiva prédica del gobierno chavista. Es de este capítulo de donde se extrae el trozo inicial para componer esta Ficha Semanal #105 de doctorpolítico.

Oppenheimer se propuso construir bases razonables para un optimismo acerca del futuro latinoamericano, sobre cuyas esperanzas de renacer apunta en su epílogo: «Claro que las hay, siempre y cuando nuestros países se miren menos el ombligo, y más a su alrededor. En la medida en que nos adentremos en lo que parece ser el siglo asiático, la clave del éxito de las naciones—cualquiera sea su ideología política—es la competitividad. Y para eso hace falta que los países, como las empresas, atraigan inversiones productivas y busquen nichos de mercado donde puedan insertarse en las economías más grandes del mundo, como lo están haciendo con gran éxito los asiáticos».

Se trata de una tesis sencilla, nada misteriosa, asentada sobre sus observaciones de experimentado periodista internacional. (Oppenheimer nació en Buenos Aires, donde estudio cuatro años de la carrera de leyes—poco menos que Benjamín Rausseo—antes de obtener una maestría en Periodismo en la Universidad de Columbia en 1978).

LEA

No crea en cuentos

Uno tiene que viajar a China, en la otra punta del mundo, para descubrir la verdadera dimensión de la competencia que enfrentarán los países latinoamericanos en la carrera global por las exportaciones, las inversiones y el progreso económico. Antes de llegar a Beijing, había leído numerosos artículos sobre el espectacular crecimiento económico de la República Popular China y de otros países asiáticos como Taiwán, Singapur y Corea del Sur. Y estaba asombrado de antemano por el éxito chino en sacar a cientos de millones de personas de la pobreza en las últimas dos décadas, desde que el país se había abierto al mundo. Sin embargo, nunca imaginé lo que vería, y escucharía, en China.

Desde el minuto en que aterricé en la capital china, me quedé boquiabierto ante las gigantescas dimensiones de todo. Todavía sentado en el avión, desde la ventanilla, advertí que mi vuelo se aprestaba a ubicarse en el hangar número 305, lo que de por sí ya era un primer motivo de asombro para un viajero frecuente acostumbrado a bajarse en la puerta B-7 del aeropuerto de Miami, que tiene apenas 107 hangares, o en el hogar 28 del aeropuerto de Ciudad de México, que tiene 42. Cuando salí del avión con el resto de los pasajeros, me encontré con un aeropuerto gigantesco, parecido a un estadio cerrado de fútbol, sólo que cinco veces mayor, y de arquitectura futurista. Por el aeropuerto de Beijing transitan nada menos que 38 millones de personas por año, y ya está quedando pequeño, según me enteré después. De allí en más, saliendo del aeropuerto, la fiebre capitalista que se está viviendo en China, disfrazada por el régimen como una «apertura económica» dentro del socialismo, me deparó una sorpresa tras otra.

Era difícil no hacer comparaciones constantes entre lo que se ve en China y lo que está ocurriendo en América latina. Horas antes de mi llegada, en el vuelo de Tokio a Beijing, había leído en uno de los periódicos en inglés que repartían en el avión una noticia breve, según la cual Venezuela acababa de cerrar por tres días los ochenta locales de McDonald’s que operan en ese país. La medida, según el cable noticioso reproducido en el periódico, había sido tomada para investigar presuntas infracciones impositivas. El autoproclamado gobierno «revolucionario» de Venezuela sostenía que no toleraría más transgresiones de las multinacionales a la soberanía del país. Y aunque la controversia todavía no había sido resuelta en la Justicia, las autoridades habían ordenado cerrar los locales, y citaban la medida como un gran logro de la revolución bolivariana. La noticia no me sorprendió demasiado: había estado en Venezuela pocos meses antes, y había escuchado varios discursos incendiarios del presidente Hugo Chávez contra el capitalismo, el neoliberalismo y el «imperialismo» norteamericano. Pero lo que me asombró fue que, al día siguiente de mi llegada a la capital china, leyendo ejemplares recientes del China Daily—el periódico oficial de lengua inglesa del Partido Comunista chino—me encontré con un titular que parecía escrito a propósito para diferenciar a China de Venezuela y de otros países «revolucionarios»: «¡McDonald’s se expande en China!», anunciaba jubilosamente. El artículo señalaba que el consejo de directores en pleno de la multinacional norteamericana estaba por iniciar una visita a China, y sería recibido por las máximas autoridades del gobierno. Durante su estadía, los ilustres visitantes de la corporación multinacional anunciarían la decisión de McDonald’s de aumentar su red actual de seiscientos locales en China a más de mil durante los próximos doce meses. «China es nuestra mayor oportunidad de crecimiento en el mundo», señalaba Larry Light, el jefe de marketing de McDonald’s, al China Daily . Qué ironía, pensé para mis adentros: mientras en China comunista le dan una bienvenida de alfombra roja a McDonald’s, en Venezuela lo espantan.

Lo cierto es que hay un enorme contraste entre el discurso político de los comunistas chinos y el de sus primos lejanos más retrógrados en el escenario político latinoamericano. Mientras los primeros se desvelan por captar inversiones, una buena parte de los políticos, académicos y empresarios proteccionistas latinoamericanos se regodean en ahuyentarlas. En China, me encontré con un pragmatismo a ultranza y una determinación de captar inversiones para asegurar el crecimiento a largo plazo. Mientras Chávez recorría el mundo denunciando el «capitalismo salvaje» y el «imperialismo norteamericano», y recibiendo aplausos en los congresos latinoamericanos, los chinos les estaban dando la bienvenida a los inversionistas norteamericanos, ofreciendo todo tipo de facilidades económicas y promesas de seguridad jurídica, aumentando el empleo y creciendo sostenidamente a tasas de casi el 10 por ciento anual. Los jerarcas chinos mantienen un discurso político marxista-leninista para justificar su dictadura de partido único, pero en la práctica están llevando a cabo la mayor revolución capitalista de la historia universal. Después del XVI Congreso del Partido Comunista de 2002, que acordó «deshacerse de todas las nociones que obstaculizan el crecimiento económico», el pragmatismo ha reemplazado al marxismo como el valor supremo de la sociedad. Y, aunque a muchos nos repugnen los excesos del sistema chino, y no quisiéramos transplantar ese modelo a América latina, no hay duda de que la estrategia está logrando reducir la pobreza a pasos agigantados en ese país.

………

En una de mis primeras entrevistas con altos funcionarios chinos en Beijing y Shanghai, Zhou Xi-an, el subdirector general de la Comisión Nacional de Desarrollo y Reforma, el poderoso departamento de planificación de la economía china, me contó que un 60% de la economía china ya está en manos privadas. Y el porcentaje está subiendo a diario, agregó. Zhou, un hombre de unos cuarenta años que no hablaba una palabra de inglés a pesar de tener un doctorado en Economía y trabajar en el sector más conectado con Occidente del gobierno chino, me recibió en el majestuoso edificio de la comisión, en la calle Yuetan del centro de la ciudad. Intrigado por cuán lejos había transitado China en su marca hacia el capitalismo, yo había ido a la cita armado de un fajo de recortes periodísticos sobre la ola de privatizaciones que estaba teniendo lugar en el país. Acostumbrado a viajar a países donde la palabra «privatización» tiene connotaciones negativas, en parte por sus resultados no siempre exitosos, pensaba que algunos de los datos que había leído sobre China eran exagerados, o por lo menos no serían admitidos públicamente por los funcionarios del gobierno comunista. Pero me equivocaba.

«¿Es cierto que ustedes piensan privatizar cien mil empresas públicas en los próximos cinco años?», le pregunté al doctor Zhou, artículo en mano, a través de mi intérprete. El funcionario meneó la cabeza negativamente, casi enojado. «No, esa cifra es falsa», replicó. E inmediatamente, cuando yo ya pensaba que me iba a dar un discurso en defensa del socialismo, e iba a acusar a los periódicos extranjeros de estar exagerando la nota sobre las privatizaciones, agregó: «Vamos a privatizar muchas más». Acto seguido, el doctor Zhou me explicó que el sector privado es «el principal motor del desarrollo económico» de China, y que hay que brindarle la mayor libertad posible. Yo no podía dar crédito a lo que estaba escuchando. El mundo estaba patas para arriba.

De ahí en más, mis entrevistas con funcionarios, académicos y empresarios en la capital china me depararían una sorpresa tras otra. Sobre todo, cuando entrevisté a los máximos expertos sobre América latina, que—sentados al lado de la bandera roja y profesando fidelidad plena al Partido Comunista—me señalaban que los países latinoamericanos necesitaban más reformas capitalistas, más apertura económica, más libre comercio y menos discursos pseudorrevolucionarios. Uno de ellos… me dijo que uno de los principales problemas de América latina era que todavía seguía creyendo en la teoría de la dependencia, el credo económico de los años sesenta según el cual la pobreza en Latinoamérica se debe a la explotación de los Estados Unidos y Europa. En la República Popular China, el Partido Comunista había dejado atrás esta teoría hacía varias décadas, convencido de que China era la única responsable de sus éxitos o fracasos económicos. Echarles la culpa a otros no sólo era erróneo, sino contraproducente, porque desviaba la atención pública del objetivo nacional, que era aumentar la competitividad, me aseguró el entrevistado. Ése era el nuevo mantra de la política china, que eclipsaba a todos los demás: el aumento de la competitividad como herramienta para reducir la pobreza.

Andrés Oppenheimer

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