Fichero

LEA, por favor

Algún interés suscitó una afirmación contenida en el número anterior de la Ficha Semanal de doctorpolítico“Venezuela no es un pueblo. Es tan sólo la población que de la parte septentrional de América del Sur ha hecho el pueblo español. Esta es la verdad que ya no debemos eludir”—que, como se dijo, fue dirigida a Arturo Sosa hijo en carta mía del 7 de septiembre de 1984. Esta ficha #171 reproduce la sección de la extensa carta que se refiere al «tema hispánico».

Para aquel entonces Jaime Lusinchi acababa de suceder a Luis Herrera Campíns en la Presidencia de la República, había acontecido el Viernes Negro y Felipe González había sido recientemente entrevistado por Marcel Granier en «Primer Plano». El petróleo había sufrido una marcada erosión de su precio internacional, y no se soñaba conque México querría hacerse, con su afiliación a un NAFTA todavía inexistente, más norteamericano que latino. Todavía España no había sido aceptada en la Unión Europea, y tampoco era miembro de la OTAN. Por supuesto, aún vivíamos la bipolaridad de la Guerra Fría y pocos pensábamos en el desplome de la Unión Soviética. El suscrito ruega, en consecuencia, tolerancia a los errores de percepción en un documento escrito hace veintitrés años, y el reconocimiento de las cifras de la época.

La carta al Dr. Sosa, combinada con el texto de una conferencia que dictara el suscrito en Filadelfia—ante una convención (II Simposio Internacional de la Predicción, junio de 1983) del International Institute of Forecasting—permitió componer un artículo que fue publicado en la revista de la Constructora Nacional de Válvulas, junto con una conferencia inédita, que abogaba por la misma tesis integracionista, del Dr. Arturo Úslar Pietri.

Esa primera edición—entiendo que también única y última—de la revista Válvula contuvo opiniones de Ángel Bernardo Viso, Ángel Padilla, Hermann Roo y Diego Bautista Urbaneja, y también mi respuesta a la crítica personalizada de este último. En esa respuesta advertí, sobre la noción de una reunión política de los pueblos hispánicos: «No creo que necesitamos… una justificación histórica. No se trata de ‘reconstituir’ un imperio ni de justificarnos como museo en una eterna reiteración adoratriz de los panteones. El futuro no es historia todavía, por lo que una justificación por el futuro difícilmente puede justificar históricamente nada… Pero hay un sentido profundo en el que la tesis, o más que la tesis la causa, puede ser declarada como correcta. En política la corrección final la confiere el entusiasmo del pueblo. ¿Por qué no consultar el asunto con él? ¿Por qué no preguntarle a los habitantes del área? Ése sería un experimento corroborador o falsificador… No es éste el espacio para delinear lo que serían unos artículos de la Confederación Iberoamericana, pero se trataría en todo caso de cosas tales como la mencionada de la guerra y en general la diplomacia, el establecimiento de una moneda general del ámbito, la fusión de las deudas externas, el libre tránsito y comercio de los nuevos ciudadanos. Cosas, por ejemplo, como una policía federal, más potente, concederemos, que nuestras policías locales ante la vigente realidad de un crimen transnacionalizado… Que esto sea improbable es una perogrullada. El trabajo del hombre es precisamente la negación de probabilidades, la consecución de cosas improbables».

Y la redacción del artículo para Válvula añadió material nuevo. Un fragmento en particular puede explicar otra afirmación de la ficha de la semana pasada. («…como nosotros, que formamos nuestro cerebro y nuestra alma en el espacio de la lengua castellana. Como pueblo somos, por encima de cualquier otra cosa, españoles, por más que políticamente no seamos súbditos de la Corona de España»). Éste es el fragmento:

«Han sido los trabajos de Sapir y Whorf los que han destacado con mayor fuerza los diferentes marcos mentales, las diversas metafísicas que los distintos lenguajes imponen a los parlantes. Hay cosas formulables en un idioma que resultan impensables en otro. Se piensa distinto en español que en inglés o en chino. El efecto es profundo y a veces indetectable. Esto significa que hay trescientos millones de personas que piensan parecido porque hablan el mismo idioma: el español. Los pueblos que hablan español están ligados, por supuesto, por razones históricas. Pero si cada una de las naciones del mundo hispánico no hubiese tenido relación con ninguna otra y hubiese inventado el idioma castellano independientemente, esto bastaría para hacerlas muy similares en enfoques y percepciones de las cosas. Efectivamente, es el lenguaje un fenómeno profundo y radical. Es por esto que, aunque no tuviésemos razones históricas para considerarnos un solo pueblo, la comunidad metafísica del lenguaje nos presenta la unión como la más sensata opción de futuro».

Somos, pese a quien pese, españoles.

LEA

Carta para Arturo

He escrito que a raíz de la exitosísima y reciente aparición de Felipe González en la televisión venezolana se generó un entusiasmo con lo que de sus decires fue menos importante, habiéndose descuidado o pasado por alto la más penetrante de sus admoniciones. Felipe, al comienzo mismo del “Primer Plano” ubicó el reto verdadero, el reto realmente decisivo, en el reto de la modernización. Por eso he hablado de medianos y de largos plazos. De lo que Octavio Paz, aceptando la fórmula francesa, llama procesos de “cuenta corta” y de “cuenta larga”. ¿Cuánto tiempo querremos ignorar a Toffler, a Naisbitt, a Servan-Schreiber, a Úslar Pietri, a Escovar Salom y ahora a González? A largo plazo, ni la siderúrgica actual, ni mucho menos el petróleo, como industrias de “segunda ola”, podrán darnos vida en el arranque definitivo de la gran “tercera ola”. Lo que pasa, claro, es que viendo el tamaño de nuestro Estado y la altura de la vara se concluye que no nos será posible superarla. Eso debe quedar para otros que puedan. No para nosotros, que ni siquiera hemos dominado las tecnologías de la segunda ola. Entonces estaríamos condenados a la insignificancia. Y de lo que se trata, exactamente, es de cuál va a ser nuestra significación.

No se trata solamente de salvar el apremio de la deuda de nuestro país. Eso se va a lograr ahora. (En gran medida, lo que se va a lograr ahora es mejor que lo que se hubiera logrado si se hubiese insistido en cerrar una negociación a fines de 1983, precisamente porque se tuvo el pulso para no aceptar las únicas condiciones que se ofrecían en 1983. Pero eso no tengo que contártelo a ti.) Los problemas reales son los de la capacidad de pago futura, la que dependerá de la posibilidad, no sólo de “reactivar” la economía, sino de hacerla progresar y expandirse. Pero ¿cómo puede progresar y expandirse una actividad económica que continuaría estando sujeta a las principales limitantes estructurales de hoy? Está claro que por un tiempo podrá contarse con una cierta disposición, en el sector público, de proteger la actividad privada. (Aunque ya estamos viendo, en el caso de la Electricidad de Caracas, como esa intención puede rápidamente alcanzar sus límites). Pero no es la actividad empresarial privada la que, en el lapso que tomará volver a llegar al momento de pagar la deuda, va a generar el flujo de fondos necesario. pues esa actividad privada, aún con una exportación mayor—lastrada por la viscosidad permisológica de un sector público muy alejado de la mentalidad aliancista del MITI japonés—seguiría arrojando productos de “segunda ola” para un mercado superindustrial cuyo crecimiento más significativo se daría en consumo de “tercera ola” y un mercado del “Tercer Mundo” con las características que ya vimos: en crecimiento, con poca capacidad de pago y altamente competido por ofertas de decenas de países en la misma necesidad que la nuestra. A mediano plazo, cuando vuelva a madurar el pago de la deuda, deberán salir los “churupos” de las actuales fuentes de divisas, del petróleo. Y ya vimos cómo puede llegar a estar la cosa petrolera.

Y ahora para la “cuenta larga”. Felipe tiene razón. Las sociedades que no encuentren la voluntad y la forma de modernizarse, de informatizarse, de cabalgar la “tercera ola”, van a quedar descolgados. Ahora bien, la “tercera ola” no es sólo la informatización, el espacio exterior o la bioingeniería. En el nivel político, más que nunca la “tercera ola” será una discusión de grandes interlocutores. Y hasta ahora sólo parece que conversarán los sajones, los eslavos, los europeos dependientes de los sajones y los dependientes de los eslavos, los chinos y los japoneses, los hindúes. Es decir, unidades políticas de centenares de millones de personas. Los demás no “conversamos”. Los demás hacemos ruido, proceso de por sí inorgánico y sin dirección. Los demás hacemos un telón de fondo abigarrado y cacofónico. Que, por supuesto, puede llegar a forzar, en ocasiones, la mano de los grandes interlocutores, con el lacerante aguijón del terrorismo, con la posibilidad de la huelga o el boicot. Y que, no menos obviamente, puede convertirse en cataclismo social global, si aceptáramos para nosotros el papel de proletarios globales ante esa nueva configuración de señores.

Son señores ante los que Venezuela, una población y no un pueblo, con sus quince millones de habitantes, ni siquiera tiene sentido. Quince millones de habitantes no son más que la cifra oficial de hispanoparlantes que hay en los Estados Unidos de Norteamérica. La población mexicana de Los Ángeles sólo es superada por la de Ciudad de México y Miami es dos tercios cubana.

¿Qué son, entonces, quince millones de habitantes? No son un mercado económico, no son el soldado de gran cerebro que es Israel, no son el gerente especializado que es Suiza. No son, es claro, interlocutores válidos para los grandes actores de la “tercera ola”. Así, no debe sorprendernos que la primera parte del discurso de Felipe sea recibido como que si no fuera con nosotros, porque forzar la definición de Venezuela como si fuera un pueblo lleva de inmediato a la conciencia de que somos enano ante gigantes.

Venezuela no es un pueblo. Es tan sólo la población que de la parte septentrional de América del Sur ha hecho el pueblo español. Esta es la verdad que ya no debemos eludir. Un pueblo es un conjunto que sí puede ser, como lo exigía Toynbee, un “campo inteligible” para el estudio histórico.

En 1968 Jorge Luís Borges pasó un tiempo en Cambridge “on the Charles” para enseñar en las aulas de Harvard. Por ese tiempo se le hizo un conjunto de entrevistas muy iluminadoras de su pensamiento. En una de ellas dice diferenciarse de Unamuno en que a éste le angustia la trascendencia y la inmortalidad, mientras que a él, Borges, no le importa si ya no sigue siendo Borges, si no hubiera sido nunca Borges, si no hubiera nunca sido. Es claro que Borges es un redomado mentiroso. Si a alguien le preocupan esas cosas es a Borges, que no cesa de escribir del infinito, de los espejos y de sus dobles. En el fondo, no puede haber español a quien no interese la trascendencia.

Y tú, y yo, y tus hijos y mis hijos, no menos que Grases y Alfonsín y Juan Carlos y Felipe y Bolívar y Sucre y Castro y Ortega y Duarte y Cortázar y García Márquez y Borges y Mendoza y Vollmer y Tinoco y Lansberg y Neumann y Cisneros y Aparicio y Armas y Maradona y Berrocal y Soto y Botero y Saura y Gades y Segovia y Díaz y trescientos millones más, somos exactamente eso: somos españoles.

Hemos incurrido en dos errores de óptica cuando hemos pensado en la integración. El primero, error de operación, ha consistido en suponer que la integración económica es menos difícil que la política, cuando comenzar por lo económico es comenzar por la competencia. El segundo error, error de construcción, error más grave, ha sido pensar en integración sin pensar en España, en integrar solamente a la “América Latina”. Y, como he dicho en Filadelfia, no estaremos completos sin España.

He escrito América Latina entre comillas porque América Latina no existe. América Latina no es un pueblo. Es la población que del continente americano, hecho físico, hizo el español. Por eso, tampoco la población española de la península ibérica es algo más que parte de un pueblo que un día tuvo que separarse pero ya no necesita permanecer desunido.

¿Qué coño hace Felipe González en la Comunidad Económica Europea? ¿Allí donde tantas trabas le ponen, donde quieren someter a prueba de varios años la “calidad humana” del español antes de franquear su libre tránsito? ¿Qué coño hace Felipe en la OTAN que lo convertirá en blanco de cohetes rusos, violentando hasta el dolor personal sus sentimientos más ancestrales?

Somos peces en peceras de tabiques móviles. España peninsular se dirige hacia los francos y sajones porque se sabe también pequeña. Es también una población en busca de un pueblo. Quisiera acercarse más y lo hace tímidamente. Pasa vacaciones en América y protege a Contadora y defiende las Malvinas. Pero no es capaz de imaginar que nosotros pudiéramos reconocernos sus hermanos, como ya estaba declarado para 1810: “…cuando ya han sido declarados, no colonos, sino partes integrantes de la Corona de España, y como tales han sido llamados al ejercicio de la soberanía interina y a la reforma de la constitución nacional…” (Acta del Ayuntamiento de Caracas del 19 de abril de 1810). España peninsular, que todavía se siente madre, no se ha percatado de que no es otra cosa que hermana. Hermano mayor, sí, el más adelantado, el que más nos puede enseñar de industria. Hermano.

Nosotros también lo intuimos, pero parcialmente. Lo ha procurado Ángel Bernardo Viso sin llegar a proponerlo. Lo viene sugiriendo Úslar con temerosa insistencia. Pero todavía no terminamos de entender que reunirnos con Iberia no significa representar al hijo pródigo, lo que no queremos. Ya no volveríamos a la Madre Patria. Ahora iríamos al encuentro de un hermano.

Casi lo postula Cambio 16: “Si Argentina y España consolidan sus regímenes democráticos, resuelven sus apuros económicos actuales y empiezan a andar por la historia con normalidad, en muy poco tiempo tocarán a su fin dos siglos de impotencia en el área de lo que fue el viejo imperio español”. (Juan-Tomás de Salas. Editorial de junio de 1984. Destacado nuestro).

Equivoca el ámbito, por cierto, y elige sugerir la unión de las democracias más incipientes, sin tomar en cuenta la doble dificultad que significaría la asociación de dos mochos para rascarse, la casi imposibilidad de lograr el equilibrio por la fusión de dos inestabilidades. Y dice Juan-Tomás: “Pensando en grande, pensando así, la suerte del Presidente Alfonsín en Argentina es, de algún modo, nuestra propia suerte. Si allí se consolida la libertad, la nuestra se fortalece de inmediato; y si Argentina fracasa, nosotros fracasamos también. Bien conviene no olvidar esta verdad cuando escuchemos las palabras del presidente Alfonsín en este su primer viaje de Estado a Europa. Quijotismo no, pero ayudar lo que se pueda”.

Habrá que recordar a Salas que quijotismo es una doble aberración, que no consiste en afrontar gigantes. Consiste sí, en afrontarlos solos. Y dos contra los gigantes también es poco. Consiste, también, en ver gigantes donde sólo hay molinos, que son máquinas.

Es la máquina de las civilizaciones glorificadoras de la máquina lo que nos abruma. La sociedad sajona que uno de sus psicólogos, Skinner, explica como reflejo condicionado, como mecanismo. Es el poder del ruso, que también Pavlov explica como lo explica Skinner—no por coincidencia, si recordamos a Tocqueville, quien entre otros percibió en el ruso y el norteamericano las similitudes. Es la sociedad que no sólo se aliena como dijeron Hegel y Marx y Feuerbach, pues ya no sólo es que habrían creado su Dios y luego le adoran, sino que son creadores de máquinas y se conciben luego a sí mismos como tales. Es el molino de Mac Luhan, para quien “el medio es el mensaje”. Es la pura herramienta, que ciertamente invita al uso. Es la herramienta sin destino. Para el protestante, fabricante sin cesar de la herramienta, no hay otro camino que el ensanchamiento de los medios, pues su religión le dice que no puede haber fines porque el fin ya está predestinado.

Y son esos gigantes con atavismo de esclavo los que ahora apilan cohetes y coleccionan probabilidad de muerte. La pura herramienta que, ciertamente, invita al uso. Al uso por parte de un vaquero que hace chistes con cataclismos inminentes o por parte del colosal tirano ruso, a quien ya empieza a vislumbrársele el derrumbe. Y no hay holocausto más peligroso que el de un tirano cuando se desploma.

Por esto es que más allá de las necesidades nuestras, más allá del gran mercado que sí habría que proteger, y de los precios y las inflaciones, nos toca el deber de ser la gran cuña de paz, neutral y sin cohetes de España reconstituida. Venezuela resultaría aplastada si pretendiese interponerse entre el Kremlin y la Casa Blanca, como quedaría reducida España dentro de la OTAN y de la Comunidad Económica Europea. Pero fuera del pueblo español no hay otro candidato a ese papel amortiguador, porque no lo es China y no lo es la India ni el Japón y porque Europa es sólo un posible campo de batalla y de los demás ningún otro tiene el tamaño.

Y entonces sí seríamos un mercado enorme, en el que alcanzaríamos la dimensión necesaria a una verdadera industrialización. Entonces sí podríamos salir de la inflación. Entonces lo que debemos entre todos se tornaría un arma poderosa. Entonces sí podríamos decir a soviéticos y norteamericanos que el conflicto de Centroamérica va a ser digerido en nuestro seno. Entonces la Guyana ya no sería el contendor indespreciable que es para Venezuela, sino lo que Hong Kong es a la China para una federación española. Entonces sí podríamos emprender la senda de la informatización y la modernidad. Entonces seríamos protagonistas de la “tercera ola”. Lo suficientemente significativos como para proponer incluso la reconstitución de una hermandad más temprana, la del español y el portugués.

Habrá que despejar suspicacias. Habrá que explicar que nuestros Estados conservarían su autonomía ante un gobierno federal democráticamente electo—“constituido por el voto de estos fieles habitantes”. (Acta del 19 de abril). Habría que asegurar que permanecerían las peculiaridades vascas, catalanas, peruanas, mexicanas, canarias, uruguayas, panameñas, colombianas, venezolanas, castellanas. Habría que darse cuenta de que contaríamos con un tribunal propio y eficaz para dirimir los diferendos territoriales entre nuestros Estados—como los Estados norteamericanos acordaron un procedimiento para dirimir los suyos—y de que entonces sí nos arreglaríamos para explotaciones conjuntas de yacimientos comunes y que ya no tendríamos, por esto, que alienar nuestra voluntad a jueces alemanes o ingleses reunidos en La Haya.

LEA

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