Cartas

Un día, en el paseo que va hacia la Porta al Prato, encontré a un amigo escritor, el cual hacía poco tiempo que había publicado una novela. Después de haberme hecho hablar sobre temas sin importancia ni para él ni para mí, me preguntó a quemarropa:

—¿Has leído mi novela? ¿Qué te parece?

—La he leído—le repuse en serio—y el consejo de una persona que te quiere es éste: deberías cortar una mitad del libro, y la otra, rehacerla enteramente.

El amigo no dijo nada, pero se le oscureció el rostro y se me despidió apresuradamente. Desde aquella tarde, y nunca he comprendido del todo por qué, daba la vuelta siempre que me veía o bien, si realmente no podía evitar encontrarme, se mostraba conmigo aún más frío que su prosa […].

Con los amigos escritores es preciso, o bien ser mentirosos, o resignarse a convertirlos en enemigos.

Giovanni Papini. El espía del mundo, 1955.

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El pensamiento dicotómico permite una manera poco complicada de ir por la vida. La cosa es fácil: o se es blanco o se es negro. Pobre, rico. Revolucionario, reaccionario. Bolivariano, yanqui. Bueno, malo. Amo, esclavo; señor, siervo; patrono, obrero. O estás conmigo o estás contra mí. El mundo, visto con los anteojos de la dicotomía, no contiene misterio alguno.

Quien trabaja sus contenidos mentales en organización dicotómica tiene, como todo el mundo, sus propias posiciones ante las cosas; pero quien no sostiene su mismo punto de vista es imaginado en un extremo polar, total y simétricamente opuesto. Si quien difiere de su opinión no es “realista”, por ejemplo, debe ser romántico o iluso. No hay gradaciones: en el mundo cortado por el dicótomo no hay grises ni estados intermedios.

La lógica formal—la más desarrollada matemáticamente—lo ayuda, puesto que es binaria. Sus “tablas de verdad” sólo pueden contestarse, como en un referéndum, con un sí o un no. La digitalización moderna de la información refuerza aquella base, pues es asimismo binaria, un mundo en el que todo puede expresarse en términos de ceros y unos, prendido o apagado, alto o bajo voltaje. Es sólo muy recientemente que una “lógica difusa” (fuzzy logic), que escapa al encierro binario, ha sido asumida por los ingenieros para construir dispositivos más refinados e inteligentes.

La dicotomización es conveniente, además, porque permite construir afirmaciones invulnerablemente verdaderas, una clase de proposiciones que la lógica conoce como tautologías. (El significado original del término es retórico: una declaración redundante que no añade información).

Consideremos, por ejemplo, la siguiente proposición: “O llueve o no llueve”. En cualquier sitio de cualquier universo, existente, imaginable o por existir, esa afirmación es verdadera tomada en conjunto. O está lloviendo o no está lloviendo. O eres bolivariano o no lo eres, o eres realista o no lo eres.

A veces la dicotomía se expresa bajo la admisión de sólo dos posibles explicaciones para un fenómeno cualquiera. Digamos el fenómeno humano, el hombre. En El espía del mundo, Giovanni Papini (1881-1956) sólo admite dos conceptos del hombre: o es un ángel caído, es decir, una esencia originalmente celestial que añora su antigua elevación, o una bestia engreída que a fuerza de vanidad consigue erguirse sobre sus patas posteriores. No habría otra posibilidad.

Pero otras veces lo dicotómico se hace monotómico, monótono, si se quiere. Habría sólo una especie de hombre, una sola especie de venezolano, una única especie de político. El venezolano sería así: flojo, indisciplinado, poco serio. Con él no podría construirse un verdadero partido de izquierda, pues éste requiere organización, constancia y estudio, y “el venezolano” no sería organizado, ni tenaz ni estudioso. El hombre no sería otra cosa que un manojo de condicionados reflejos egoístas. No habría político en Venezuela que no se mueva por un único motivo: absolutamente todos los políticos venezolanos lo que en verdad querrían es ponerle la mano a una bolsa de treinta mil millones de dólares. No habría en el planeta un político que no sea maquiavélico. (A ver, nómbrame uno que no lo sea).

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La respuesta a esta última petición, por supuesto, es que absolutamente todos son capaces de actuar en formas no maquiavélicas. Hasta el dictatorial Dr. Mugabe, en alguna calurosa madrugada de desvelo, habrá imaginado que su actuación corresponde a un sacrificado deber con el pueblo de Zimbabwe. (No te nombro uno, te nombro a todos). El mismo Papini escribía: “Quien no ha deseado por lo menos una vez en su vida ser un santo, es, todo lo más, una bestia”. Su formulación aquí es estadística: por lo menos una vez en la vida, no toda la vida, que es lo que parece exigir la postura cínica. (La opinión de quienes mantienen que el propio interés es el motivo primario de la conducta humana, y rehúsan confiar en la sinceridad, la virtud o el altruismo en tanto motivaciones). En confirmación de su aproximación estadística al problema del comportamiento de los seres humanos, Papini nos ofrece: “Todo hombre paga su grandeza con muchas pequeñeces, su victoria con muchas derrotas, su riqueza con múltiples quiebras”. O sea, cada hombre es capaz de hospedar la grandeza y al mismo tiempo de alojar múltiples miserias. Simplemente, llamamos grande, o virtuoso, o santo, a aquél cuya normalidad se caracteriza por una marcada infrecuencia de vileza y una presencia constante de elevación. Quienes son así no son muchos. Hay una Madre Teresa de Calcuta y un Al Gore por planeta; también, por fortuna, no muchos Hitlers o Pol Pots.

Pero Papini era, naturalmente, un literato, esto es, un artista. Como tal, no debe exigírsele, por más aguda que sea su mirada sobre la humanidad, el rigor de la visión científica. Cuando estaba de vena sarcástica—en su ensayo sobre el Diablo, por caso—escribía: “Como es difícil ser santo, sólo nos queda llegar a ser satánico, que es el otro extremo”, en pleno uso de costumbre polar y dicotómica. Otro italiano antes que él, no tan radical, recomendaba: “Es mejor ser a la vez temido y amado; sin embargo, si uno no puede ser ambas cosas es mejor ser temido que amado”. (Nicolás Maquiavelo. El príncipe).

No puede ser entonces Papini el cicerone requerido para dilucidar el tema aquí discutido; tampoco Maquiavelo: aunque derivaba sus recomendaciones a Lorenzo de Médicis de la observación empírica de gobiernos concretos—sólo principados; advirtió que no consideraría las repúblicas—y aunque uno que otro lo tenga por el “padre de la teoría política moderna”, escribió El príncipe en 1513, cuando faltaban veintinueve años para el nacimiento de su compatriota, Galileo Galilei, el primer hombre que hizo ciencia rigurosa y confiable. Maquiavelo era empírico, pero también precientífico. (E igualmente interesado. Si el filtro a través del que todo debiera colarse fuese cínico, entonces debería considerarse que los consejos de Maquiavelo, reunidos en su más famoso opúsculo, escrito de prisa, tenían por objeto conseguir que Lorenzo lo contratase, para lo que resultaba conveniente avisarle que no reprobaría por inmoralidad alguna que otra crueldad del gobernante de Florencia. Claro, descubrir esta motivación egoísta en Maquiavelo no equivale a refutarlo, ni a describirlo monotómicamente como persona carente de la complejidad y riqueza que son evidentes en su abundante obra de tratadista, poeta y dramaturgo).

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No basta la actitud empírica. El protagonista de ¿Pero hubo alguna vez once mil vírgenes? (por Enrique Jardiel Poncela) se propuso, con ánimo de naturalista de lo más empírico, una exploración que pudiera rebatir la noción de que alguna vez hubiera once mil vírgenes. Su método: yacer con toda mujer que tuviese a tiro. Después de una catalogación sexual que le llevó años y a muchos sitios, después de una dilatada carrera de fornicador, jamás encontró una virgen. Así, razonó, nunca hubo once mil vírgenes, pues si alguna vez las hubiera habido debería haber quedado aunque fuera una.

Respecto de la existencia de un himen, sin embargo, es fácil pensar dicotómicamente. O una mujer lo tiene o no lo tiene, es tautología que se insinúa de inmediato. O es virgen o no lo es. O está preñada o no lo está; no puede estar medio preñada. Pero los políticos no son categorizables de modo tan elemental, a pesar de que, con autocomplaciente vulgaridad, admirados de su propia y pretendida astucia, haya quienes digan con frecuencia que a Perencejo le hace falta mucho burdel político. Implícita en una caracterización tal, está la idea de que cierta inmoralidad es imprescindible para ejercer la política, que la conducta inmoral o amoral es consustancial a la política.

Atendamos, entonces, a lo que las ciencias, sociales y biológicas, tienen que decir sobre este asunto, pues, quiéralo o no el cínico, es deber moral del político ser responsable y serio, puesto que se entromete en la vida de un amplio contingente humano, y no puede hacer eso con seriedad o responsabilidad si no procura abrevar de lo científico.

Una primera constatación, evidente, es que ciertamente hay conductas observables que responden a motivaciones egoístas, que hay comportamientos que se rigen por la suspensión de otra moralidad que no sea el propio interés o beneficio. La palabra “maquiavelismo” ha llegado a ser un término técnico; los psicólogos sociales y de la personalidad lo emplean para describir la tendencia de una persona a engañar y manipular a otras personas para fines de ganancia personal, y también aluden a “inteligencias maquiavélicas”. De hecho, Richard Christie y Florence Geis diseñaron un test destinado a medir el nivel de maquiavelismo presente en una persona cualquiera. El test MACH-IV, desarrollado hacia 1960, se ha convertido en la herramienta estándar de los psicólogos para la evaluación cuantificada de la presencia de maquiavelismo. Algunos, bastante interesantemente, han creído encontrar una correlación entre maquiavelismo y desórdenes psicopáticos o sociopáticos y, más específicamente, con el desorden narcisista de la personalidad, de indudable importancia política en Venezuela. Sobre todo los sociópatas se caracterizan, como las personalidades maquiavélicas, por la maquinación astuta. Estos tipos de personalidad no son, por fortuna, los más frecuentes.

Una segunda fuente científica mana de la Biología, y crea un río que corre en dirección distinta. Escribiendo para The New York Times (Científicos hallan inicios de la moralidad en comportamiento de primates, 20 de marzo de 2007), Nicholas Wade reporta:

Algunos animales son sorprendentemente sensitivos a peligros que acosan a otros. Los chimpancés, que no saben nadar, han llegado a ahogarse en estanques en zoológicos tratando de salvar a otros. Ante la posibilidad de obtener comida halando una cadena que también administra una descarga eléctrica a un compañero, los monos rhesus pasan hambre durante días enteros. Los biólogos arguyen que éstas y otras conductas sociales son las precursoras de la moralidad humana… El año pasado Marc Hauser, un biólogo de la evolución en Harvard, propuso en su libro Mentes morales que el cerebro tiene un mecanismo, conformado genéticamente, para la adquisición de reglas morales, una gramática moral universal similar a la maquinaria neural para el aprendizaje del lenguaje. En otro libro reciente, Primates y filósofos, el primatólogo Frans de Waal defiende, contra filósofos críticos, su punto de vista de que las raíces de la moralidad pueden encontrarse en la conducta social de monos y simios… La vida social requiere empatía, la que es especialmente obvia entre los chimpancés, así como sus métodos para terminar las hostilidades internas. Toda especie de simio o mono tiene su propio protocolo para la reconciliación después de las peleas, según hallazgo del Dr. de Waal. Si dos machos no logran reconciliarse, los chimpancés hembras a menudo reúnen a los rivales, como si sintieran que la discordia empeora a la comunidad y la hace más vulnerable al ataque de vecinos. Incluso llegan a evitar una pelea arrebatando piedras de las manos de los machos. El Dr. de Waal cree que estas acciones son emprendidas para el mayor bien de la comunidad, distinto de las meras relaciones entre individuos, y son un precursor significativo de la moralidad en las sociedades humanas.

Pero es que hasta en disciplinas más abstractas, como la Teoría de los Juegos (John von Neumann y Oskar Morgenstern), es posible asistir a la emergencia de la cooperación. El famoso “dilema del prisionero” es un juego de estrategia matematizable—inventado en la Corporación RAND, el más grande think tank del mundo—, que modela cómo es posible llegar a un resultado que daña a todos los jugadores cuando éstos siguen una estrategia perfectamente racional que se cierra a la cooperación. Llevado a computadores que juegan entre sí, y a pesar de sembrar en ellos una estrategia inicial de retaliación (tit for tat), al cabo de numerosas repeticiones los computadores típicamente “aprenden” a cooperar.

El altruismo, pues, es tan real como el egoísmo, por lo que cualquier esfuerzo serio y responsable de entender el comportamiento social, y de hacer política, debe tomarlo en cuenta.

En febrero de 1985 escribía el suscrito: “Si se piensa en la distribución real de la ‘honestidad’—o, menos abstractamente, en la conducta promedio de los hombres referida a un eje que va de la deshonestidad máxima a la honestidad máxima—es fácil constatar que no se trata de que existan dos grupos nítidamente distinguibles. Toda sociedad lo suficientemente grande tiende a ostentar una distribución que la ciencia estadística conoce como distribución normal de lo que se llama corrientemente ‘las cualidades morales’: en esa sociedad habrá, naturalmente, pocos héroes y pocos santos, como habrá también pocos felones, y en medio de esos extremos la gran masa de personas cuya conducta se aleja tanto de la heroicidad como de la felonía… Tan imposible como hacer que una población esté compuesta por genios, es lograr que sea toda de idiotas. Tan imposible como hacer que toda sea una población de santos es obtener que sea íntegramente conformada por delincuentes, y, por tanto, en una sociedad económicamente justa, no podrá ser que todos sus habitantes sean ricos o que todos sus habitantes sean pobres”.

Una “Política Clínica”, pues, no cree que “el maestro es el apóstol de la juventud”, como titulaba Luis Beltrán Prieto Figueroa uno de sus recordados artículos, ni tampoco que la universidad es “fundamentalmente una comunidad de intereses espirituales que reúne a profesores y estudiantes en la tarea de buscar la verdad y afianzar los valores trascendentales del hombre”, como reza nuestra Ley de Universidades. (1970). Ese lenguaje hiperbólico no es bueno para fundar repúblicas, y ya Bolívar alertaba contra las que llamaba “aéreas”. Para ser político clínico no es necesario chuparse el dedo.

Pero una aberración contraria, si queremos hacer dicotomías, es desconocer el altruismo en política. El político profesional serio debe ser, sin duda, realista. Esto no conduce a tener el realismo como sinónimo de cinismo. Nadie menos que Federico el Grande de Prusia quiso escribir un breve ensayo—corregido y ampliado por el cáustico Voltaire, su protegido—para refutar a Maquiavelo. En Anti-Maquiavelo (1740), Federico expuso que el italiano había ofrecido un punto de vista parcial y sesgado del arte del estadista. Además de reivindicar un lugar para un genuino interés por la prosperidad de los ciudadanos, el gran monarca apuntó agudamente cómo Maquiavelo había escamoteado la evidencia del término infeliz o desastroso de más de un gobernante malhechor por él alabado.

Y es que, asimismo, no es nada difícil recabar comprobación empírica de que la bondad es eficaz. La bondad funciona en la práctica. Los expertos en gerencia de personal ya abrazaban, a fines de los años sesenta del siglo pasado, la “Teoría Y”, que se oponía a una “Teoría X” que contemplaba cínicamente las motivaciones de los empleados de las empresas privadas. Sin darse cuenta de lo que hacían, eran, como Federico el Grande, antimaquiavélicos. Habían descubierto que, con mucho, era preferible ser amado que temido.

El líder temido, no cabe duda, puede ser muy eficaz; con frecuencia logra sus propósitos. Pero para lograr metas más elevadas es necesario ser líder amado. No se puede convocar a grandes cosas desde el miedo.

Es en este sentido práctico, plenamente realista, que Don Pedro Grases, el gran catalán venezolano, afirmaba en su septuagésimo quinto cumpleaños: “La bondad nunca se equivoca”. Para quien había logrado escapar de la muy real y concreta tragedia de la Guerra Civil Española, eso no era poesía, sino constatación práctica.

Una política fundada en ese sentimiento, a pesar de su hermosura, es perfectamente posible. (Y muy necesaria). LEA

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