Cartas

En la década de los años ochenta se suscitó una interesante polémica en los Estados Unidos. La discusión involucró a universitarios y funcionarios gubernamentales, principalmente a las autoridades de la Universidad de Stanford y el Secretario de Educación del gobierno federal norteamericano. El centro de la contienda lo constituía la decisión de la Universidad de Stanford de modificar su curso básico sobre civilización occidental.

Tradicionalmente, la educación superior norteamericana ha considerado básica la instrucción sobre la civilización occidental y ha fijado su estrategia en el conocimiento de los más destacados pensadores de esta civilización. Mortimer J. Adler ha sido, sin duda, el más eficaz argumentador de la importancia de los textos “canónicos” de dicha civilización. How to read a book, que incluye una lista de los cien libros “principales” de Occidente, es el asiento de las tesis de Adler. En la misma onda, la Universidad de Harvard editó, por allá por 1908, los “Clásicos Harvard”, una colección conocida como “el estante de metro y medio” y que constituía una selección de literatura que aspiraba a ser irrefutablemente superior.

Una expresión más conocida y reciente de la misma postura es la de los Great Books de la Universidad de Chicago, publicadora de la Enciclopedia Británica. Es una colección a la que esa universidad llama “la Gran Conversación” y también “la substancia de una educación liberal”. (Adler fue editor asociado de la colección). Varias declaraciones de los editores de los Great Books son ilustrativas de toda una filosofía educativa, traducida en política y estrategias educativas, que subyace al concepto de educación superior norteamericana.

En primer lugar, véanse los dos primeros párrafos del tomo introductorio de la colección:

Hasta hace poco el Occidente ha considerado evidente que el camino de la educación transcurre por los grandes libros. Nadie podía considerarse educado a menos que estuviese familiarizado con las obras maestras de su tradición. Nunca hubo mucha duda en la mente de nadie acerca de cuáles eran esas obras maestras. Ellas eran los libros que habían perdurado y que la voz común de la humanidad llamaba las mejores creaciones escritas de la mente occidental.

En el curso de la historia, de época en época, nuevos libros han sido escritos que han ganado su lugar en la lista. Libros que una vez se creyó merecedores de estar en ella han sido superados, y este proceso de cambio continuará tanto tiempo como los hombres puedan pensar y escribir. Es la tarea de cada generación la de reevaluar la tradición en la que vive, descartar la que no pueda usar y traer al contexto del pasado distante e intermedio las contribuciones más recientes a la Gran Conversación. Este conjunto de libros es el resultado de un intento por revalorar y reincorporar la tradición de Occidente para nuestra generación.

La colección se detiene en Sigmund Freud. El autor inmediatamente anterior es William James. El antepenúltimo, Dostoievsky. A pesar de lo cual los editores aclaraban:

Los Editores no pensamos que la Gran Conversación llegó a su término antes de que el siglo veinte comenzara. Por lo contrario, saben que la Gran Conversación ha continuado durante la primera mitad de este siglo, y esperan que continúe durante el resto de este siglo y los siglos por venir. Confían en que han sido escritos grandes libros desde 1900 y que el siglo veinte contribuirá muchas nuevas voces a la Gran Conversación… La razón, entonces, de la omisión de autores y obras posteriores a 1900 es simplemente que los Editores no sintieron que ellos o ninguna otra persona pudiera juzgar con precisión los méritos de textos contemporáneos. Durante las deliberaciones editoriales acerca del contenido de la colección, mayor dificultad fue confrontada en el caso de autores y títulos del siglo diecinueve que con aquellos de cualquier siglo precedente. La causa de estas dificultades—la proximidad de estos autores y obras de nuestros propios días y nuestra consecuente falta de perspectiva en relación con ellos—haría todavía más difícil hacer una selección de autores del siglo veinte.

Puede sostenerse que esta dificultad es salvable y, con ello, rescatable para el pensamiento del estudiante de hoy el tesoro al que las estrategias de la Universidad de Chicago y de Mortimer Adler habían renunciado: la riqueza y pertinencia de las grandes obras de pensamiento del siglo XX. En efecto, la intención de la colección Great Books es una intención canónica: esto es, el intento de canonizar el pensamiento del pasado bajo la hipótesis de su pertinencia al mundo actual. De hecho, en el pensamiento de los editores de la colección no deja de traslucirse un dejo spengleriano sobre la “decadencia de Occidente” y, tal vez, una disimulada añoranza de “siglos de oro”, cuando las cosas habrían sido mejor: “Estamos tan preocupados como cualquiera otro con el abismo en el que la civilización Occidental parece haberse zambullido de cabeza. Creemos que las voces que pueden restaurar la cordura a Occidente son las de aquellas que han tomado parte en la Gran Conversación”.

Sin dejar de considerar importante un estado de información adecuado, razonable, acerca de las nociones que autores del pasado tenían acerca del universo y de la sociedad, de la mente y de los objetos, la estrategia de los Great Books de la Universidad de Chicago, la estrategia de los clásicos o libros canónicos, está equivocada e impone un énfasis incorrecto a la educación superior y aún a la educación media.

En primer término, la canonización no puede aspirar a la permanencia. No se trata de que los grandes libros del pasado, agrupados con algún criterio selector, incorporen verdades definitivas o soluciones finales a ciertos problemas. La misma colección a la que se ha venido refiriendo es un ejemplo de las contradicciones entre los distintos autores respecto de los diversos temas que discuten. En la mejor de las situaciones, pues, esas “voces de la Gran Conversación” que los editores de los Great Books quieren oír de nuevo, porque piensan que “pueden ayudarnos a aprender a vivir mejor ahora”, ilustrarán puntos de vista divergentes sobre cuestiones que, si bien en algunos casos pueden ser identificadas como viejos problemas, hoy en día están dotadas de contenidos diferentes y son interpretadas a través de imágenes e ideas que necesariamente tienen que manifestarse de modo muy distinto a las maneras intelectuales del pasado. No es lo mismo, por ejemplo, intentar el pensamiento sobre el tema del universo desde la perspectiva de un pastor israelita de hace 3.500 años, que desde la percepción y construcción mental de un ingeniero de computación de 2009.

Por otra parte, la acumulación del conocimiento humano es justamente la base más fundamental de sus posibilidades futuras, por lo que no es de despreciar la tradición intelectual de Occidente ni tampoco la de otras culturas.

El aparente dilema puede salvarse mediante dos cambios de perspectiva. Primero, teniendo a los “grandes libros” como herramientas de utilidad heurística. Esto es, como instrumentos estimuladores de la creación y la invención. Así, se trata de dar la bienvenida a los viejos estados mentales de la humanidad expresados en sus obras anteriores, sean éstas escritas, plásticas, ejecutables, científicas o artísticas, en tanto acicate de una nueva producción, y no como depositarias de soluciones prêt-à-porter a los problemas contemporáneos, las que nos permitirían la holgazanería intelectual de una erudición sin sabiduría.

Luego, debe dedicarse un espacio educativo marcadamente menor a la consideración de los clásicos que al pensamiento más reciente, al que se acuerda en nuestro sistema educativo un examen definitivamente escaso. La serie televisiva Cosmos, que fuera diseñada y conducida por el astrofísico norteamericano Carl Sagan, dio origen a un libro que llevó el mismo nombre, en el que se incluye una poderosa analogía. Se trata de su ya famoso calendario cósmico, en el que reduce a la escala de un año toda la evolución universal, desde el postulado Big Bang de los orígenes hasta nuestros días. Al transportar, como en una suerte de geometría descriptiva, la temporalidad de la evolución del universo descubierta hasta ahora sobre el tiempo de un año, de inmediato se evidencia cómo en los primeros meses la densidad de eventos significativos es muy baja. Después, al final del año cósmico comienzan a aglomerarse los acontecimientos, al punto de que la aparición de la especie humana se produce el “31 de diciembre” y los desarrollos históricos más recientes en los últimos segundos y milésimas de segundo anteriores a la medianoche de ese día.

Análogamente, si se proyectara sobre la división de un año un “calendario de la civilización”, desde la aparición de la especie humana hasta el último día de 2009, se mostraría, con diferente pendiente, un fenómeno similar de mayor intensidad creativa a medida que transcurren las épocas y los siglos. Si alguna dificultad confrontaron los editores de la Universidad de Chicago, fue la de la profusión de obras importantes del siglo XX que habrían debido considerar. Es, por tanto, un desperdicio que se excluya de la formación intelectual del estudiante actual la rica producción de ideas del tiempo en el que vive para privilegiar el solo estudio de los clásicos.

La excusa de la imposibilidad de juzgar la importancia de las ideas por su excesiva proximidad no es válida. La consecuencia que se quiso evitar era la de una selección efímera, el que una obra considerada importante en un momento fuera desvalorizada luego y excluida de la lista canónica. Pero los propios editores de Chicago han declarado que tales listas son cambiantes: “En el curso de la historia, de época en época, nuevos libros han sido escritos que han ganado su lugar en la lista. Libros que una vez se creyó merecedores de estar en ella han sido superados, y este proceso de cambio continuará tanto tiempo como los hombres puedan pensar y escribir”. Así ocurrió también con los Classic Books de Harvard de 1908, cuyas selectas obras “incluyen varias novelas norteamericanas que en la actualidad parecen arcaicas y no eternas.” (James Atlas, La Batalla de los Libros).

Además, no es necesariamente cierto que juzgar adecuadamente a las obras de la actualidad sea intrínsecamente más difícil que la valoración de textos más alejados en el tiempo. Hay algo de erróneo en ese postulado muy usado en el quehacer histórico, el de que sólo es posible el juicio correcto después del paso del tiempo. El paso del tiempo se cree, claro, requerido para la amortiguación de las pasiones, que por otra parte son perfectamente pasibles a causa de eventos del pasado. (Considérese, si no, la fuerza emocional con la que se debaten temas como el origen del mundo, o la animadversión casi personal que Karl Popper exhibiera hacia Platón en La sociedad abierta y sus enemigos). El tiempo se consume también en el mismo proceso de búsqueda de información remota. Pero, por un lado, hoy en día nos hallamos en presencia de una superabundancia documental e informativa, situación inversa a la escasez de fuentes documentales sobre los hechos a medida que son más remotos. Por el otro, la información se borra; la entropía informativa, reconocida en la ecuación fundamental de la teoría de la información, existe realmente. La información se pierde, se desorganiza, se extravía, con el correr de los días. Por esto es muy necesario hacer historia instantánea, aunque la pasión sea más fuerte con lo inmediato. En todo caso, lo desapasionado es, tanto como lo apasionado, una distorsión.

………

Si es conveniente, y potencialmente muy útil, el estudio de los clásicos, es necesaria una dosificación diferente que permita el acceso a otros estados mentales, tanto de la contemporaneidad como de otras culturas y modos de pensamiento distintos a los de Occidente. La planetización que experimenta la humanidad, el concepto en formación de un mundo “global”, son fenómenos que exigen conocer modelos intelectuales y procesos culturales hasta ahora ignorados por nosotros.

El siglo XX representó para la humanidad una fase de insólito aumento de la complejidad. Usualmente nos referimos a ella en sus manifestaciones tecnológicas o económicas. Con frecuencia aproximadamente igual tratamos de interpretar los cambios políticos de ese siglo y los destacamos como expresión del profundo grado de transformación de esa época. Menos frecuente es el examen de los cambios al nivel gnoseológico e ideológico que, desde un punto de vista no marxista del cambio social, son en gran medida responsables de este último, el cambio observable en sistemas más tangibles. Las revoluciones en el pensamiento, en la comprensión del universo, de la sociedad, de las relaciones del hombre y de su entorno, ocurridas en el siglo XX y en progreso hoy en día, han sido profundas.

El estado actual de nuestra educación superior exige importantes reestructuraciones y cambios de rumbo. Sin una preparación adecuada de nuestra población, el gasto público, hoy más inmenso que nunca, continuará siendo, en gran medida, ineficaz. John Stuart Mill nos ha legado la siguiente verdad: “El punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo”.

luis enrique ALCALÁ

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