Naím: prestidigitador de truco defectuoso

 

Había estado en mi ánimo no comentar sobre la figura política que fue Carlos Andrés Pérez. A fin de cuentas, él fue quien decidiera nacionalizar la industria petrolera en Venezuela en 1975, quien estableciera PDVSA y la protegiera de la política, quien la confiara a la extraordinaria gerencia de Rafael Alfonzo Ravard y sus compañeros de directorio. Puede decirse que esas decisiones son las que han permitido a Hugo Chávez medrar y perturbar la paz de Venezuela y el resto del continente. Sin los recursos provistos por PDVSA, una nave tan noblemente construida que aún no se hunde a pesar de las barbaridades a las que se ha visto sometida en los últimos años, nada de la seudoepopeya chavista hubiera sido posible.

Pensaba, pues, que podría respetar la figura que nos dio ese legado con mi silencio, a pesar de algunos textos que lo elogiaban desmesuradamente y me habían hecho leer. El último que me enviaran, sin embargo, pudo alarmarme, y preocuparme porque parecía significar que hemos olvidado una parte muy reciente de la historia junto con lecciones que no deben desaparecer en un borrón irresponsable. Me refiero al artículo, publicado el lunes 27 de diciembre en El Nacional, cuyo autor es Moisés Naím: CAP, un hombre defectuoso.

Como es costumbre en Naím, en esta última creación esgrime un vistoso argumento, una más de sus usuales ingeniosidades. Pero esta vez su línea de discurrimiento no es meramente vistosa, llamativa y persuasiva para quienes quieren oír lo que él dice y dejan de someter sus tesis a un análisis serio; en esta ocasión, Naím fue más allá de las medias verdades con las que habitualmente trafica (literalmente), más allá de las supresiones convenientes, para proponer un razonamiento falaz.

Aclaro que empleo este adjetivo en sentido técnico para calificar el razonamiento defectuoso de Naím como falacia—en Lógica, un razonamiento inválido con apariencia de corrección—, no en la acepción común que recoge el diccionario de esta manera de discurrir: “Engaño, fraude o mentira con que se intenta dañar a alguien”. Creo saber que no es la intención de Naím dañar a nadie, y tampoco creo que él entienda su escritura como engañosa, fraudulenta o mentirosa. Estoy persuadido de que él cree que su razonamiento es válido.

El argumento de Naím en su más reciente ocurrencia es falaz en varios niveles, pero el que repite es la consagración de Pérez— “un venezolano excepcional y un gigante moral y políticamente superior a la gran mayoría de sus acusadores”—porque otros no habrían actuado como él si hubieran estado en sus zapatos, cosa que a Naím no puede constarle porque, sencillamente, ella no ocurrió. Veamos cómo construye la falacia. Dice:

¿Se imagina usted a alguno de quienes lo defenestraron políticamente, ­el teniente coronel, los tristemente célebres notables, los dueños de los medios de comunicación, sus columnistas, los grupos económicos o los demás líderes políticos del momento­ tomando voluntariamente medidas que reducen su poder?

Y dice, más adelante:

¿Se imagina usted a Fidel Castro, al Che Guevara o a sus más recientes imitadores actuando así? ¿Se imagina usted a otros presidentes venezolanos nombrando en cargos fundamentales a algunos de sus enemigos, tal y como lo hizo Carlos Andrés Pérez en más de una oportunidad? (…) ¿Cuántos presidentes latinoamericanos puede usted nombrar que ante una campaña política para sacarlos del poder lo entregan voluntariamente y salen del palacio presidencial para ir a la cárcel, motivados sólo por el ánimo de proteger las reglas que separan la vida en sociedad de la barbarie?

La falacia es patente: Naím pretende que un hecho puede ser comparado con situaciones imaginarias, que cotejemos lo fáctico con lo que no lo es, que contrapongamos algo que, según él, ocurrió, a cosas que no han ocurrido, al punto que reiteradamente nos empuja a imaginarlas: “¿Se imagina usted…?” El académico Naím, imagino, como alumno de un curso de Lógica que no tomó, habría sido reprobado.

Pero el fuego artificial (literalmente) de su muy defectuoso razonamiento busca encandilar para pasar de contrabando, en la esperanza de que no se noten, enormidades y distorsiones históricas. Carlos Andrés Pérez no entregó voluntariamente su cargo de Presidente de la República, ni se sometió a un arresto domiciliario de un poco más de dos años—no a la cárcel—sacrificándose “para proteger las reglas que separan la vida en sociedad de la barbarie”. Aquí la fabricación de Naím se convierte en patraña; Pérez sufrió estas cosas porque la Fiscalía General de la República solicitó de la Corte Suprema de Justicia la declaración de mérito para enjuiciarlo por malversación de fondos públicos, la que obtuvo; porque el Senado de la República le suspendió en el ejercicio de sus funciones al autorizar su enjuiciamiento y porque la Corte lo halló culpable del delito que se le imputaba. Pérez no se sometió como mártir de la civilización, como quiere Naím que creamos; tanto es así, que naturalmente nombró defensores en el juicio que se le siguió para oponerse a la acusación. Mientras estuvo suspendido (desde el 21 de mayo de 1993) Pérez no se avino a renunciar; luego de cumplirse los noventa días de la falta temporal causada por la suspensión, una sesión conjunta de las Cámaras del Congreso, en aplicación del Artículo 188 de la Constitución de 1961, consideró que se había configurado la falta absoluta del Presidente de la República y Pérez fue definitivamente despojado de su cargo el 31 de agosto de 1993.

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Que Pérez hubiera tomado «voluntariamente medidas que [redujeran] su poder» es otra distorsión, al predicarse sobre esta inexacta y doble afirmación: «Carlos Andrés Pérez podía nombrar a dedo a gobernadores y alcaldes; en cambio, promovió las reformas que permiten a los ciudadanos elegirlos directamente».

Vayamos por partes. En primer lugar, en ningún caso un presidente regido por la Constitución de 1961 tenía entre sus atribuciones nombrar alcaldes a dedo. Ni siquiera contenía esa constitución la palabra alcalde, puesto que esta figura es creación de la Ley Orgánica de Régimen Municipal del 15 de junio de 1989, la que ciertamente fue promulgada al comienzo del segundo gobierno de Pérez, pero no fue, en tanto ley, un acto presidencial sino legislativo del Congreso.

La Constitución de 1961 sí atribuía al Presidente de la República (Artículo 190, Numeral 17) la facultad de nombrar los gobernadores del Distrito Federal y de los Territorios Federales (hoy entidades desaparecidas), y el Artículo 22 le confería la potestad provisional de nombrar y remover los gobernadores de los estados. Este poder era provisional porque el mismo artículo estipulaba: «La ley podrá establecer la forma de elección y remoción de los Gobernadores, de acuerdo con los principios consagrados en el artículo 3˚ de esta Constitución». Además exigía que tal ley debía ser aprobada en sesión conjunta de las Cámaras por dos terceras partes de sus miembros y añadía una tajante previsión: «La ley respectiva no estará sujeta al veto del Presidente de la República». Pérez no hubiera podido impedir la aprobación de una ley que se sostuvo sobre un amplio consenso nacional mayoritario, y que además estaba prevista en el texto constitucional.

Pérez, para que esté claro, formó parte de ese consenso. No todos estaban conformes; en particular, se oponía a la elección popular de los gobernadores de los estados Manuel Peñalver, entonces Secretario General de Acción Democrática, el partido de Pérez. La discrepancia de ambos líderes era una manifestación más de las tensas relaciones de Pérez y AD; la tensión databa del primer gobierno de Pérez, cuando el Congreso de 1979 no pudo forzar una condena definitiva por corrupción en el caso del Sierra Nevada—un buque frigorífico regalado a Bolivia, que no tiene mar—, pero una Comisión de Ética de su propio partido sí lo condenó.

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Después adujo Naím otro sacrificio presuntamente heroico: «Al llegar en 1989 a su segunda presidencia, heredó un sistema económico que le daba al Gobierno ­y a él­ todo el poder sobre la economía. (…) Pérez abolió ese perverso sistema».

La verdad es que Pérez ganó su segunda presidencia con una campaña populista, que entre otras cosas denunció al Fondo Monetario Internacional como una «bomba sólo mata gente» y lo describió como compuesto por «genocidas asalariados del totalitarismo económico» (¿nos suena ese discurso conocido?) Al encargarse una vez más de la Presidencia de la República, no obstante, la realidad disimulada por su predecesor, Jaime Lusinchi—la «botija» de las reservas internacionales, supuestamente llena, estaba vacía—y la influencia de consejeros como Naím le indujeron a olvidarse rápidamente de esa postura y a implantar, al arranque mismo de su gobierno, un «paquete económico» que incluía los «ajustes» impuestos por un tal Consenso de Washington, a cambio de un préstamo de 4.500 millones de dólares del FMI, que semanas antes condenaba como monstruoso.

La reacción popular no se hizo esperar: antes de cumplirse el mes de la toma de posesión de Pérez (2 de febrero de 1989), una gigantesca erupción de desórdenes y saqueos, el Caracazo, marcó para siempre con su desatada violencia las fechas del 27 y el 28 de febrero. El gobierno anuló esa reacción con medidas militares represivas, con un saldo de muertes que se estima en un rango que va de 500 a 3.000 bajas.

Repudio instantáneo al paquete de Pérez-FMI

Naím estuvo entre quienes expresaron su sorpresa por la eclosión del descontento popular. En 1994, el Fondo Carnegie publicó su libro Paper Tigers and Minotaurs – The Politics of Venezuela’s Economic Reforms, sobre el paquete de Pérez y sus vicisitudes. (Puede leerse en este blog una crítica de ese libro en Minotauro de papel, artículo de diciembre de ese año). Naím argumentó que el Caracazo no se debió a que la política económica que él, como Ministro de Fomento, contribuyó decisivamente a implantar, estuviera fundamentalmente errada, sino a la falla de orden comunicacional de un gobierno que no supo explicar por qué el pueblo tenía, para alcanzar «la mayor suma de felicidad posible», que someterse a la infelicidad de los desalmados ajustes del Consenso de Washington. El economista Jeffrey Sachs escribió una introducción al libro de Naím en la que comparte la sorpresa del autor:  “La gran paradoja de la experiencia venezolana es que logros macroeconómicos significativos—un rápido crecimiento del PNB, el haber esquivado la hiperinflación, la promoción de exportaciones—hayan sido acompañados por una profunda agitación política, incluyendo dos intentos de golpe. ¡Uno se estremece de pensar en lo que un fracaso macroeconómico hubiera producido!”

Pero una década después Sachs se había convertido de consejero económico de Pérez & Naím en crítico de sus propias prescripciones. En The End of Poverty (2005), expuso: “De algún modo, la actual economía del desarrollo es como la medicina del siglo dieciocho, cuando los doctores aplicaban sanguijuelas para extraer sangre de los pacientes, a menudo matándolos en el proceso. En el último cuarto de siglo, cuando los países empobrecidos imploraban por ayuda al mundo rico, eran remitidos al doctor mundial del dinero, el FMI. La prescripción principal del FMI ha sido apretar el cinturón presupuestario de pacientes demasiado pobres como para tener un cinturón. La austeridad dirigida por el FMI ha conducido frecuentemente a desórdenes, golpes y el colapso de los servicios públicos. En el pasado, cuando un programa del FMI colapsaba en medio del caos social y el infortunio económico, el FMI lo atribuía simplemente a la debilidad e ineptitud del gobierno. Esa aproximación, por fin, está comenzando a cambiar”. Él mismo era quien había cambiado, luego de que se pusiera de moda criticar al FMI (ver en este blog En el fondo un villano, para constatar la opinión de Joseph E. Stiglitz, Premio «Nobel» de Economía en 2001). No tengo noticia del mismo cambio de persuasión en Naím.

Venezuela sufrió con Pérez & Naím lo que Argentina sufrió con Menem & Cavallo y ha tenido menos suerte, pues la vergüenza de los Kirchner es decididamente preferible a la de Chávez. Por otra parte, ese sistema económico que Pérez «heredara»— «que le daba al Gobierno ­y a él­ todo el poder sobre la economía»—era en buena medida legado de Pérez mismo, que ya había gobernado entre 1974 y 1979 con ese poder intacto para que el país importara en el último año de ese período el 80% de los alimentos que consumía, mientras la deuda pública externa se cuadruplicaba, incomprensiblemente dentro de un quinquenio con ingresos superiores al total del ingreso público venezolano entre 1830 y 1973. A mediados de 1991, luego de que salieran a la luz en su primer semestre numerosos y escandalosos casos de corrupción, Pérez buscaba un respiro cuando el repudio a su gestión y a su paquete era generalizado. Creyó que recibiría apoyo del sector empresarial al anunciar, en la Asamblea de Fedecámaras en Margarita y julio de ese año, que las garantías económicas de la Constitución de 1961, suspendidas desde su promulgación, quedaban plenamente restituidas. Los videos de la época mostrarán que los aplausos a la conclusión de su discurso, ralos y poco ruidosos, no rebasaron los diez segundos de duración. Ni siquiera el anuncio de que una reivindicación histórica del empresariado venezolano había sido alcanzada finalmente, después de treinta años, cambió su muy negativa evaluación acerca del segundo gobierno de Pérez, de cuya política económica fue Naím, emigrado sin regreso poco después de la caída de su jefe, una pieza clave.

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Naím rechaza la percepción general y el sufrimiento de todo un país, y los presenta como la conspiración de factores interesados. Al reiterar que el paquete era la receta apropiada para los males de Venezuela, propone esta interpretación monstruosa:

La mayor eficiencia económica y la eliminación de la inmensa corrupción, que es inevitable en ese sistema, constituyeron un gran avance. Pero este avance también ocurrió a expensas del poder presidencial. Hay muchos más ejemplos de cómo este líder tan vilipendiado fue cediendo poder voluntariamente guiado sólo por su convicción democrática. Casi instantáneamente, quienes antes mendigaban cargos, divisas o aumentos de precios utilizaron su nueva libertad para atacar sin misericordia a Pérez y su gobierno.

Como los tiburones que huelen la sangre en el agua, los más diversos actores ­desde los más primitivos gorilas a los más sofisticados «notables», de los políticos más oportunistas a los empresarios más avezados­ se lanzaron contra Pérez.

La avidez por el poder, el dinero o viejos resentimientos, miserias humanas insondables y, en algunos casos, la ideología actuaron como potentes estímulos para pequeños políticos súbitamente transformados en los formidables agresores que lograron sacar a Pérez del juego. Éste, convencido de que las reglas de la democracia había que respetarlas a toda costa, los dejó hacer. Se rehusó hasta el final a utilizar los tradicionales instrumentos del poder ­tan comunes en la Venezuela de antes y en la de hoy­ para defenderse de sus enemigos.

En orden inverso al de su exposición, debe apuntarse primero que lo que Naím sugiere es que Pérez ha podido llevar a prisión a sus adversarios, tal vez forzar su desaparición, como lo hacían Castro, Gómez y Pérez Jiménez, y no lo hizo. Ya hemos visto que resistió esa oposición por todos los medios que las leyes le permitían, y debe suponerse que no constituye esto mérito especial en quien hubiera jurado cumplir la Constitución y esas mismas leyes.

Luego, es llamativa la amargura con la que Naím, antaño fiel cortesano de «los empresarios más avezados», les mete en un saco depredador de tiburones, indiscriminadamente, con gorilas, políticos oportunistas y sofisticados notables. (Don Arturo Úslar Pietri, por ejemplo, o Ramón J. Velásquez, Juan Liscano y Domingo Maza Zavala, que algo de patria han hecho).

Finalmente, hay que tener tupé para decir alegremente que Carlos Andrés Pérez «eliminó» una corrupción que era inmensa. Si algo se atribuyó a ambos gobiernos suyos era una corrupción desatada. Para su segunda asunción al poder, Pérez contó, por caso, con financiamiento de campaña proveniente del Banco de Crédito y Comercio Internacional, el mayor lavador en el mundo de dinero del narcotráfico y el comercio de armas. Después de su elección, y antes del colapso del banco superdelincuente en 1991, Pérez recibía a su fundador en La Orchila, adonde le llevara un cierto banquero nacional en su yate. Quizás Naím pueda explicar cómo es posible que Pérez fuera capaz de adquirir, con su sueldo de dos períodos presidenciales y el tiempo que disfrutó de la pensión de senador vitalicio, una vivienda en Nueva York, otra en Miami y otra más en la República Dominicana, o cómo pudo alimentar ciertas cuentas mancomunadas en dólares.

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No es este último tema, por cierto, uno que me interese demasiado. No añadiré, por tanto, más chismografía política al caso. (En general, creo que la descalificación de una figura política no debe fundarse en su negatividad personal, sino en la de sus ejecutorias y, preferentemente, en la insuficiencia de su positividad). Pero queda un punto del que Naím, hombre inteligente, se cuidó al admitirlo al mismo comienzo de su artículo defectuoso. Así lo inicia: «Es fácil imaginar que la acusación que más le dolía es que sin él, y sus muchos errores, el teniente coronel y la tragedia histórica que este representa se hubiesen podido evitar». A continuación añade: «No hay dudas de que Carlos Andrés Pérez es culpable de muchas de las acusaciones que se le hacen».

Carlos Andrés Pérez, en la cadena de desaciertos políticos que empezara por su propio primer gobierno y permitiera, a la postre, la elección de Hugo Chávez en 1998—cuando un año antes sólo 6% de intención de voto lo favorecía—, fue el principal de los eslabones. Esto fue así, principalmente, por sus gigantescas equivocaciones en el poder—en esto sí fue un gigante—, pero también y más específicamente, porque fue sordo ante las advertencias muy concretas acerca de lo que Chávez tramaba. El claro y oportuno aviso del general Carlos Julio Peñaloza sólo recibió su desprecio, y tampoco atendió otros consejos. El 21 de julio de 1991, una vez que los escándalos de corrupción de su primera mitad hubieran consolidado el abrumador repudio del gobierno de Pérez por la opinión pública venezolana, y hubieran configurado en ella la matriz «O Pérez o golpe», el suscrito le recomendó en artículo (Salida de estadista) publicado por El Diario de Caracas lo siguiente: «El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional. El Presidente tiene en sus manos la posibilidad de dar al país, y a sí mismo, una salida de estadista, una salida legal».

Pérez no hizo caso de estas advertencias, no hizo caso del país que ya no lo quería como gobernante. No puede calificársele de «gigante moral y políticamente superior a la gran mayoría de sus acusadores». Este argumento fue adelantado, de algún modo, el 24 de julio de 1991. Ese día, Diego Bautista Urbaneja, a la sazón Director de El Diario de Caracas, quiso comentar la proposición contenida en Salida de estadista, y escribió: «Ciertamente que si Pérez hiciera eso [renunciar] y por esas razones daría una gran lección de decencia política. (…) No simpatizo con lecciones morales en sociedades que, por las particulares circunstancias que atraviesan, no pueden reaccionar a ellas provechosamente. (…) Así pues ya lo sabe, aunque puede quedarse tranquilito en Miraflores». Antes había afirmado: «No creo que exista un peligro serio de golpe de Estado…»

Y es que la visión no es cualidad demasiado extendida en gente que se ocupa cotidianamente en la política. Por eso unos cuantos que aparentan competencia agarran sorpresas. Alexis de Tocqueville había dicho en L’Ancien Régime et la Révolution:

Ningún gran evento histórico está en mejor posición que la Revolución Francesa para enseñar a los escritores políticos y a los estadistas a ser cuidadosos en sus especulaciones; porque nunca hubo un evento tal, surgiendo de factores tan alejados en el tiempo, que fuese a la vez tan inevitable y tan completamente imprevisto. (…) Las opiniones de los testigos oculares de la Revolución no estaban mejor fundadas que las de sus observadores foráneos, y en Francia no hubo real comprensión de sus objetivos aún cuando ya se había llegado al punto de explotar. (…) [E]s decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, Intendentes, los magistrados—hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario.

En febrero de 1994, inicié la publicación de referéndum con un trabajo—Los rasgos del próximo paradigma político—que hizo eco de esas palabras de Tocqueville:

Entre 1989 y 1993, muy connotados profesores así como gerentes reconocidamente capaces del sector privado ejercieron importantes funciones públicas. Por esta razón resulta interesante contrastar este caso local de miopía técnica con el juicio que mereció a Tocqueville la ceguera de los funcionarios del gobierno de Luis XVI cuando  la Revolución Francesa estaba a punto de estallar.

Naím, y el resto de quienes serían bautizados como los «IESA boys», nunca imaginaron el Caracazo—advertido por varios con suficiente antelación*—; como admitiera Sachs en cita precedente, les tomó por sorpresa.

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En estos días de gobierno descomunalmente malo, pernicioso como ningún otro desde que tuviéramos república, una persistente ilusión óptica domina el juicio de muchos ciudadanos desesperados. Chávez es tan dañino que Cipriano Castro luce como un prócer. Pero la maldad de Chávez no absuelve la de Pérez, como la de Hitler no excusa la de Milosevic.

El repudio de Chávez no es ningún mérito especial en nadie; es, meramente, un deber ciudadano. LEA

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*En Dictamen (junio de 1986): «Al agravarse la insuficiencia política funcional se agravará asimismo el cúmulo de problemas a los que el aparato político debiera dar respuesta. Es así como veremos, por ejemplo, un incremento en el número e intensidad de conflictos sociales de toda índole, lo que realimentará el problema. (…) …la permanencia de la sensación claustrofóbica—no ver la salida—hace que aumente el número de casos en los que la violencia y la ruptura sean vistas como las únicas soluciones asequibles. Desde el punto de vista político esto se manifestará por un incremento de aquellos segmentos de población que descrean de la democracia y admitan algún tipo de dictadura».

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