Ubicación ideológica normal de los venezolanos. Eugenio Escuela, mayo 2006.

…este nuevo desafío, el de una sociedad que al cabo no se reconoce en ninguna de las tribus políticas tradicionales: izquierda, centro o derecha…

Carlos Fuentes

Viva el socialismo. Pero… (su último artículo)

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Un joven político venezolano, de visita en mi casa hace cuatro semanas, vino ostensiblemente a pedir consejos para encaminar su inmediata trayectoria. Es concejal caraqueño y ha intentado, infructuosamente, llegar a la Asamblea Nacional y convertirse en candidato a una de las alcaldías de Caracas. Es firme creyente, pues, en que tiene que alcanzar posiciones públicas de cada vez mayor ámbito e importancia para ascender la escalera que culmina en su sueño: la Presidencia de la República. Luego de escuchar y considerar someramente los consejos que me había pedido—le hablé de la inutilidad de las ideologías y la necesidad de una política clínica como única legitimación—declaró repentinamente. «Yo estoy conformando un equipo para tomar el poder».

Evidentemente, pensó que eso bastaría para impresionarme y sumirme en actitud entusiasta o reverente. Ni siquiera hizo alusión a su postura ideológica o a algún partido con el que estuviera comprometido; él tenía su propio grupo y tomaría el poder, era cosa decidida. Por ahora, procura aparecer cuanto puede en los medios de comunicación con alguna denuncia llamativa. El número es más importante que la sustancia: hay que ver y dejarse ver.

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A fines del siglo XIX estaban ya definidas las ideologías que se ofrecen como justificación de la lucha por el poder en los tiempos que siguieron, hasta nuestros días. En el siglo XVIII el liberalismo ofreció una ideología apropiada para la Revolución Industrial; la libertad era principalmente libertad de empresa y libertad de contrato: los trabajadores se empleaban «libremente» por salarios que escasamente aseguraban su supervivencia. Para 1848, año del Manifiesto Comunista que Carlos Marx y Federico Engels compusieron, la ideología marxista estaba lista para combatir al liberalismo y constituir la base de la Unión Soviética, la China maoísta, el régimen de Cuba y las mitades norteñas de Corea y Vietnam. En 1891, León XIII puso en juego—encíclica Rerum novarum—la Doctrina Social de la Iglesia, propuesta explícitamente como una tercera vía (bastante antes de Tony Blair) entre el capitalismo liberal y el socialismo marxista. Cinco años más tarde, Eduard Bernstein inventaría la social-democracia, un socialismo atenuado que defenderían los adecos del mundo. La baraja estaba completa.

Cada una de estas ideologías pretendía ser la respuesta a lo que se llamó el Problema Social Moderno. Había una anatomía nueva en las sociedades más adelantadas: su economía ya no era la agraria y artesanal que caracterizó a la Edad Media; ahora eran las fábricas las unidades características y la aguda división social entre patronos y obreros había suplantado la distinción entre señores y siervos de la gleba. El Problema Social Moderno requería dilucidar cómo debía repartirse la ganancia del producto industrial: mientras más se adjudicaba a los patronos la postura y la ideología era más de derecha y mientras más quería beneficiarse a los obreros más de izquierda.

Hoy hay de nuevo una distinta anatomía de las sociedades que han continuado su evolución: la Organización Internacional del Trabajo enumera desde hace unos años más de un millón de oficios diferentes. ¿Cómo podría ser una descripción adecuada la división de esa inmensidad en sólo las dos clases excluyentes de patronos y obreros? China es hoy en día un país capitalista gobernado por un partido que se dice su antítesis, el comunista, y hasta Cuba sostenida por el apasionado amor de Chávez reconoce por fin que debe permitir una economía privada. ¿Qué sentido tienen hoy el liberalismo, el marxismo, la socialdemocracia y la democracia cristiana?

Salvo la prédica cada vez menos convencida del «socialismo del siglo XXI», en Venezuela se usa muy poco el tema ideológico; María Corina Machado interesó a muy poca gente con su aproximación ideológica del «capitalismo popular», y a pesar de que Un Nuevo Tiempo encargó a Demetrio Boersner la redacción de su documento de principios ideológicos y Primero Justicia realizó, a la usanza de COPEI, un congreso ideológico, los discursos de los líderes se atienen a formular críticas contra el gobierno o proferir el remedio genérico del clisé y la frase altisonante: «El 7 de octubre es un momento crucial para la Patria, es un evento estratégico no coyuntural, es la base definitiva para la construcción del  socialismo bolivariano y de la independencia» (Blanca Eekhout), o «La Venezuela que viene no va a ser solamente del petróleo; ése es un recurso importante, pero tenemos talento para diversificar nuestra economía y ése es el camino» (Henrique Capriles Radonski).

En verdad, los políticos convencionales se han dado cuenta de que las ideologías, que justificaban la lucha por el poder, ya no sirven ni para eso. Sólo queda la lucha.

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¿A qué partido pertenece?

El próximo pasado 23 de mayo, registró el diario El Universal la siguiente declaración de un conocido político nacional: “Está en juego el próximo 7 de octubre la democracia, la libertad, el futuro de todas las familias de Venezuela, nos estamos jugando a Venezuela». Exactamente el mismo día, el mismo periódico traía esta otra proclamación, no demasiado diferente: “En octubre nos jugamos la soberanía y la independencia de nuestro país. Nos estamos jugando el futuro de la patria». Se trata de la misma imagen de que algo crucial está frente a nosotros, de inminente importancia, de tono épico y pretensión histórica, a punto de ocurrir. Para nuestros políticos (de lado y lado de la polarización), cada semana hay una encrucijada histórica, un hito en la epopeya nacional. Doce días antes de estas manifestaciones gemelas—la primera de Antonio Ledezma, la segunda de Jorge Rodríguez (¿no y que son de toldas distintas?)—titulaba el mismo diario: «Ocariz llama a los venezolanos a unir esfuerzos para rescatar al país». Por supuesto, la implicación velada es que quien se ocupa en llamados tan trascendentes es una persona que merece ser admirada.

Es obvio que el número uno en el ranking nacional en esto de epopeyas cotidianas es el Presidente de la República: todo lo que hace o deja de hacer, desde la última «misión» que se le ocurra (para conjurar algún problema que no ha logrado resolver) hasta su «absceso pélvico», es histórico y lo inscribe en la liga—algo venida a menos—del Panteón Nacional y en los registros meritorios de la historia universal.

¿Cuándo tendrá la palabra, por Dios, la sencilla y tranquila construcción de Venezuela por sus ciudadanos comunes? ¿Cuándo lograrán éstos arrancar el mérito a esos remedos de héroe mitológico que a cada instante opinan en los espacios comunicacionales del país? ¿Hasta cuándo la grandilocuencia ineficaz? LEA

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