El fuego debe apagarse también en la pasión electoral

La tragedia de Amuay ha acontecido en el peor de los ambientes: el de elecciones inminentes en una sociedad amargamente polarizada. La propensión a emplear el incidente como argumento electoral es muy elevada: factores de oposición intentarán un mayor descrédito del gobierno, con la esperanza de lograr una reversión de las tendencias de la intención de voto como la que diera, en 48 horas, la victoria a Rodríguez Zapatero en España. Ya ha escrito Yon Goicoechea para Noticias 24: «El Comandante candidato conoce perfectamente los estragos políticos que un ‘accidente’ como este puede causar (¿Recuerdan el revés que sufrió el PP luego del ataque terrorista en el metro de Madrid?), por lo que seguramente responderá de la forma habitual: incriminando». De su lado, el gobierno ya asoma la hipótesis de un sabotaje criminal. No hace muchos días que Chávez declarara en el estado Vargas que había un sector golpista de la oposición, y José Vicente Rangel escribió para Telesur (Montando la trampa, cuatro días antes de las mortales explosiones): «La trampa—de eso se trata—la montan cuidadosamente—con escalamiento y nocturnidad—, los sectores ultras de la oposición ante la pasividad de los demócratas que en su seno se inhiben, como ya ocurrió con los planes golpistas del Fede-carmonismo en 2002 y cuando adoptaron la decisión suicida de abstenerse en las elecciones parlamentarias. (…) Hay un trasfondo logístico que garantiza el montaje: ayuda exterior como nunca se vio en el país y empleo a fondo de los medios. Y existe otro aspecto oculto: articulación de una política militar destinada a desestabilizar a la institución y la preparación de grupos de acción para operar en la calle al conocerse resultados adversos».

El luctuoso incidente en la mayor refinería del país puede deberse, en principio, a tres clases distintas de factores: deficiencias de mantenimiento o de los sistemas de seguridad; un accidente imprevisible, eso que las compañías de seguros llaman «acto de Dios» (un rayo, una iguana…); un sabotaje criminal. Debiera una investigación responsable y exhaustiva, libre de sesgo electoral, determinar a cuál de esas causas se debió el holocausto.

Hay sólo una manera de acercarse a tal desiderátum: la conformación de una comisión nacional con participación de oficialistas y opositores, tal como la que jamás llegó a constituirse para dilucidar lo acontecido el 11 de abril de 2002. La iniciativa debe partir del gobierno. Si entrare la sensatez en la cabeza presidencial, si quisiera el actual presidente ser un verdadero jefe de Estado, debiera invitar a la Mesa de la Unidad Democrática para integrar el cuerpo de investigación.

Claro que el tratamiento mediático, con intención electoral de parte y parte de la contienda, es, lamentablemente, el curso más probable, para aumento de la crispación de una psiquis nacional ya neurotizada. Pero el país agradecería gestos recíprocos de elevación en esta hora de dolor. Con ocasión del atentado asesino contra el fiscal Danilo Anderson, escribí en la Carta Semanal #113 A (Extra) de doctorpolítico (País desconocido, 21 de noviembre de 2004):

José Vicente Rangel estaba allí, también Isaías Rodríguez, Juan Barreto. Jesse Chacón y Andrés Izarra, Cilia Flores e Iris Varela, Vladimir Villegas y Nicolás Maduro, Jorge Rodríguez y Darío Vivas. Todos estaban allí, en el sitio del atentado. Es natural que allí estuvieran.

Pero eché en falta las caras de Julio Borges, de Pompeyo Márquez, de los alcaldes de Baruta, Chacao y El Hatillo, de Enrique Mendoza, de Henry Ramos Allup y Eduardo Fernández. Allí debieron estar y no estuvieron. Tan sólo aparecieron los opositores José Luis Farías, diputado de Solidaridad, y Claudia Mujica, defensora de los ex fiscales del ministerio público destituidos por el fiscal general Isaías Rodríguez, para expresar su repudio al crimen. Tal vez los otros llamaron a celulares del gobierno para un contacto humano.

Cuando ocurrió el «carmonazo», no hubo de parte de los más ostensibles líderes de la oposición una condena suficiente, contundente e inequívoca de ese vergonzoso episodio. Esta vez no puede pasar lo mismo. Si algo quedase de Coordinadora Democrática, debiera convocar hoy mismo a una de esas marchas que antes preconizaba, para expresar el más claro y amplio repudio al asesinato monstruoso del fiscal Danilo Anderson. Si alguna sensatez y responsabilidad política reposaran en los que una vez fueron—ya no lo son—los líderes de la oposición, hoy mismo debieran aproximarse al gobierno y acercarse al pueblo para un gesto de patria, para una elevación por sobre las terribles diferencias y para la construcción de unanimidad nacional en la condena a tan criminal y estúpida acción. Para condenar que hace nada salía en prensa nacional un obituario y conmemoración del manco coronel von Stauffenberg en el que se sugería, con obvia intención local, que el magnicidio de tiranos, con palabras de ilustres romanos y hasta de un doctor de la Iglesia, es de suyo moralmente meritorio. Para cesar en este juego demencial de muerte.

Sin esguinces, sin condicionamientos. Eso le sale a cualquier liderazgo ejercido o por ejercer en Venezuela. Eso le sale al país entero. A cada venezolano, pero muy en especial a quienes forman opinión, a quienes hacen vida pública. Desde la Conferencia Episcopal Venezolana, que seguramente hablará de inmediato, hasta los feligreses de cualquier religión; desde los dueños de cada medio de comunicación del país hasta el más íngrimo de los reporteros; desde el más grande y próspero empresario, el más encumbrado académico o el más cotizado cantante, hasta el pulpero más sencillo, el maestro más humilde y el más alcanzado serenatero.

Quiero ver páginas enteras de comunicados de repudio en los periódicos. Quiero ver allí las firmas de Elías Pino Iturrieta y Pedro León Zapata, las de Albis Muñoz y Rafael Alfonzo, las de Teodoro Petkoff y Tulio Álvarez, las de María Corina Machado y Gerardo Blyde. Quiero oír a cada ONG condenar la brutalidad y el abuso, quiero ver el programa Aló Ciudadano con una banderita nacional a media asta, quiero una llamada de Silvino Bustillos para ofrecer su llanto, y la valiente asistencia de Napoleón Bravo y Ángela Zago a las exequias del fiscal preincinerado.

No hay ganancia ninguna en tan abominable atentado. Sólo en mentes enfermas puede caber la noción de que una puñalada tal al corazón venezolano, tal vergüenza y tal rabia, pueden servir a algún propósito. Hasta el nazi periférico Carl Schmitt escribía: «No existe objetivo tan racional, ni norma tan elevada, ni programa tan ejemplar, no hay ideal social tan hermoso, ni legalidad ni legitimidad alguna que puedan justificar el que determinados hombres se maten entre sí por ellos».

Pero también puse:

Y uno se pregunta entonces: ¿es esto, Hugo Rafael, lo que tú querías? Porque Hugo Chávez ha venido preparando, abonando, sembrando, criando, estimulando, detonando la violencia. Es este país que ya no reconocemos el que su incontrolado e irresponsable verbo ha traído. Tú, Hugo Rafael, eres muy responsable de la muerte del fiscal Anderson. Tú inoculaste la fiebre.

Ahora veremos si es que de verdad puede llamársete líder. Si ahora que la muerte ha alcanzado a otro venezolano, esta vez a uno de tus más destacados oficiales políticos, eres capaz de erguirte, avergonzado de tu obra y refrenado en tu cólera, e impedir que este innecesario episodio se convierta en una escalada de violencia. ¿Es que necesitas otra comprobación de que nos llevas por rumbo equivocado? Si, como dices, el 11 de abril morigeró en algo tu terquedad ¿cuál es la lección que esta muerte te ofrece? ¿Serás capaz de aprenderla, o actuarás como aquellos a quienes criticas desde tus hábitos histriónicos?

Hay, es evidente, personas en nuestro país que razonan desde el odio y el desprecio. En estos días algunas han expresado: «¡Ojalá hayan muerto en Amuay un poco de negros chavistas!» Tan desalmada postura puede encontrarse—no es monopolio nuestro—en el país que muchos de ellos envidian: la nación que alojó la invención y los desmanes del Ku Klux Klan y los asesinos de Martin Luther King y los Kennedy. Hay opositores ultrosos como los que denuncia Rangel.

Pero el gobierno no puede entenderse a sí mismo como el gestor monolítico de una «revolución bonita». En sus filas hay también gente de inclinación asesina, así como caimanes al acecho del poder que hoy detenta su líder nominal. Más de uno busca, desde dentro del gobierno, su caída—ver en este blog Infidencias riesgosas—, y si hubo un atentado criminal en Amuay es posible que oficialistas extraviados fueran los verdaderos responsables.

Es por encima de esa capa perversa que los venezolanos queremos ver, ahora mismo, la elevación de sus líderes; de bando y bando. LEA

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