La película deCarlos Azpúrua

La película de Carlos Azpúrua

 

Por la ventana de mi cuarto escuchaba las detonaciones del asalto a la residencia presidencial de La Casona, a la una de la madrugada del 4 de febrero de 1992. Una desazón irresoluble me había atrapado, aumentada porque había buscado evitar, sin éxito, lo que ahora se desarrollaba sin clemencia. Varios venezolanos morirían abaleados o bombardeados y no se tenía seguridad acerca del desenlace. En esos momentos era todavía posible que el sistema democrático fallara y fuera interrumpido, que los golpistas desconocidos triunfaran y asumieran el poder en Venezuela. (…) No conocía ni el rostro ni el nombre del líder del conato subversivo, pero ya sentía que me había ofendido de modo muy directo.

Las élites culposas

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El texto promocional en el estuche DVD de Amaneció de golpe, la película sobre el golpe del 4 de febrero de 1992, pone: «…para nuestros personajes marcó un antes y un después en sus vidas». No puedo decir que ése fuera mi caso personal; tenía 15 años a la caída de Pérez Jiménez, y ya había vivido el intento de derrocarlo el 1º de enero de 1958 por la fuerza—el 23 de enero ocurrió una deposición incruenta—; luego vendrían las numerosas intentonas, de diverso signo, contra el gobierno de Rómulo Betancourt (1959-64) y la emergencia de la lucha de guerrillas (1962), que cesaría sólo con la política de pacificación del primer gobierno de Rafael Caldera (1969-1974). Ya estaba, en cierto sentido, vacunado, consciente de los amotinamientos endémicos de nuestra historia. Pero, sin duda, el movimiento de los «bolivarianos» fue algo nuevo para la mayoría del país, que cobró uso de razón después de tan vergonzosos episodios.

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Escribo esto porque, una vez más, el liderazgo chavista-madurista y sus opinadores hablan y escriben en justificación de la asonada del 4F, que continúan celebrando; no dejan de justificar lo injustificable. Miguel Rodríguez Torres, por ejemplo, declaraba ayer al diario El Universal: «El 4F irrumpimos contra un sistema que venía de los tiempos de la Colonia y apenas la revolución lleva 15 años, de los cuales seis años ha sido sobreviviendo a las conspiraciones. Sin embargo, a pesar de esas dificultades, hemos avanzado en masificar la educación, en combatir la pobreza por la vía de la alimentación, entre otros, y aún están pendientes muchos retos. (…) [la Venezuela de los años 80 y 90] tenía millones de venezolanos excluidos en los cerros, en las partes más pobres del país. (…) Por eso, el gran cambio radica de una democracia representativa a una democracia participativa, que hay que profundizarla». Más modestamente, Juan Eduardo Romero se olvida de la Colonia en su artículo El rescate del sentido ético político del 4-F, para afirmar: «El 4-F de 1992, debe ser visto como la continuidad—in crescendo—de la crisis institucional, generada por el agotamiento de las identidades políticas constituidas desde 1958, con el apoyo de los partidos históricos (AD-Copei-URD), mediante la institucionalización de un juego de consenso excluyente, pues se construyeron acuerdos segregando al Partido Comunista de Venezuela (PCV) y todas las organizaciones, políticas o sociales, que significaran una traba para la conciliación de clases propuesta por (y a través) del Pacto de Puntofijo».

Estas justificaciones son tan típicas como aberrantes. Las coartadas ancestrales son frecuentes en la retórica de los socialistas venezolanos:

Erika Farías reconoce que los problemas subsisten, pero dice que eso se debe a que quince años no son suficientes para resolver los que datan de hace tres mil (aparentemente ha logrado precisar cuáles serían, a pesar de que los indígenas que habitaban el territorio de Venezuela dos mil quinientos años antes de los españoles nunca tuvieron escritura y, por tanto, no dejaron registro de su inventario)». (El mercado político nacional, 8 de octubre de 2014).

 Sellando el Pacto

Sellando el Pacto

Si atendemos al más mesurado Sr. Romero, puede señalarse que el Pacto de Puntofijo no fue en ningún caso una «conciliación de clases», sino una conciliación de partidos políticos para inmunizar la naciente democracia venezolana contra intentos armados de tomar el poder. Y tampoco tiene el articulista las fechas correctas, cuando habla de «las identidades políticas constituidas desde 1958». Acción Democrática fue constituida en 1941, diecisiete años antes del año destacado por Romero; Unión Republicana Democrática en 1945 y COPEI en 1946, y sus principales dirigentes tuvieron destacada actuación política en 1928 y, luego, en 1936.

Por otra parte, ninguno de los socios del pacto buscaba el establecimiento de un régimen de privilegios de clase, negado a la realidad de la pobreza. Acción Democrática, aún en 1959, señalaba en el documento central de su Secretaría de Doctrina—regentada por Domingo Alberto Rangel—que AD era «un partido marxista», Unión Republicana Democrática saldría del pacto en 1961 para repudiar la exclusión de Cuba de la Organización de Estados Americanos (una vez que se probara su apoyo financiero y logístico a la subversión guerrillera en nuestro país), y el más conservador de los pactistas, COPEI, fue declarado oficialmente por Rafael Caldera como partido «de centro izquierda» (en diciembre de 1963).

La Constitución de 1961, ésa que Hugo Chávez calificó desalmadamente de «moribunda» ante su principal redactor, ya declaraba que era su propósito (en el mismo Preámbulo): «lograr la participación equitativa de todos en el disfrute de la riqueza, según los principios de la justicia social y fomentar el desarrollo de la economía al servicio del hombre». También normaba en su Artículo 72: «El Estado protegerá las asociaciones, corporaciones, sociedades y comunidades que tengan por objeto el mejor cumplimiento de los fines de la persona humana y de la convivencia social, y fomentará la organización de cooperativas y demás instituciones destinadas a mejorar la economía popular», y establecía en el 77: «El Estado propenderá a mejorar las condiciones de vida de la población campesina. La ley establecerá el régimen de excepción que requiera la protección de las comunidades de indígenas y su incorporación progresiva a la vida de la Nación». El Artículo 85 mandaba: «El trabajo será objeto de protección especial. La ley dispondrá lo necesario para mejorar las condiciones materiales, morales e intelectuales de los trabajadores. Son irrenunciables por el trabajador las disposiciones que la ley establezca para favorecerlo o protegerlo». La disposición de cierre del artículo siguiente anticipaba: «Se propenderá a la progresiva disminución de la jornada, dentro del interés social y en el ámbito que se determine, y se dispondrá lo conveniente para la mejor utilización del tiempo libre», y el Artículo 87 pautaba: «La ley proveerá los medios conducentes a la obtención de un salario justo; establecerá normas para asegurar a todo trabajador por lo menos un salario mínimo; garantizará igual salario para igual trabajo, sin discriminación alguna; fijará la participación que debe corresponder a los trabajadores en los beneficios de las empresas; y protegerá el salario y las prestaciones sociales con la inembargabilidad en la proporción y casos que se fijen y con los demás privilegios y garantías que ella misma establezca». El Artículo 105 declaraba: «El régimen latifundista es contrario al interés social. La ley dispondrá lo conducente a su eliminación, y establecerá normas encaminadas a dotar de tierra a los campesinos y trabajadores rurales que carezcan de ella, así como a proveerlos de los medios necesarios para hacerla producir». Ni los conjurados del 4 de febrero de 1992 ni sus herederos inventaron la justicia social, y es evidentemente falso que el régimen establecido a partir de 1961 correspondiera, como afirma falazmente Rodríguez Torres, a «un sistema que venía de los tiempos de la Colonia».

El Pacto de Puntofijo era un acuerdo para echar las bases del sistema democrático en un país que, en toda su historia, sólo tuvo elecciones universales en 1947—anuladas rápidamente por otro golpe militar en noviembre del año siguiente—, y difícilmente podía incluir a un partido (PCV) que sostenía como punto de fe programática el esquema marxista-leninista para el establecimiento de una dictadura del proletariado, la negación de la democracia. (El mismo Hugo Chávez se cuidó de aclarar que el PSUV no era marxista-leninista, el 28 de julio de 2007). Pero el Partido Comunista, el Movimiento de Izquierda Revolucionaria, el Movimiento Electoral del Pueblo, el Movimiento Al Socialismo y la Causa Radical, todos marxistas, pudieron actuar políticamente en el país durante todo el período que va de 1958 a 1998, a menos que se involucraran en la lucha política insurreccional y armada. Los partidos que lo hicieron—PCV, MIR, URD—, además, tuvieron espacio para actuar sin trabas dentro de un marco democrático luego de la pacificación calderista. El Sr. Romero no dice la verdad.

El Pacto de Puntofijo, pues, no fue nada vergonzoso; por lo contrario, estableció unas reglas de convivencia democrática y el compromiso de defenderla de cualquier intento de reventarla mediante acciones militares por parte de gente que se autoatribuye la propiedad del poder. Tan sólo en el siglo XX, el país había vivido siempre bajo la dominación de algún dictador militar, con el breve receso del Trienio Adeco de 1945 a 1948; de los cincuenta y siete años que el siglo llevaba, cincuenta y cuatro fueron de dictadores.

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En más de una ocasión se ha defendido en este espacio la validez del derecho de rebelión, pero también que el único e insustituible titular de ese derecho es una mayoría de la comunidad. Por ejemplo, se recordó el concepto en El Gran Referendo (6 de abril de 2014):

El titular del derecho de rebelión es una mayoría de la comunidad, como lo formulara con la mayor claridad la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776):  “…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indudable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública”. (Sección Tercera). El 3 de marzo de 2002,  un mes y ocho días antes del Carmonazo, escribí para la Revista Zeta:

…el sujeto del derecho de rebelión, como lo establece el documento virginiano, es la mayoría de la comunidad. No es ése un derecho que repose en Pedro Carmona Estanga, el cardenal Velasco, Carlos Ortega, Lucas Rincón o un grupo de comandantes que juran prepotencias ante los despojos de un noble y decrépito samán. No es derecho de las iglesias, las ONG, los medios de comunicación o de ninguna institución, por más meritoria o gloriosa que pudiese ser su trayectoria. Es sólo la mayoría de la comunidad la que tiene todo el derecho de abolir un gobierno que no le convenga. El esgrimir el derecho de rebelión como justificación de golpe de Estado equivaldría a cohonestar el abuso de poder de Chávez, Arias Cárdenas, Cabello, Visconti y demás golpistas de nuestra historia, y esta gente lo que necesita es una lección de democracia.

 Las primeras cuentas

Las primeras cuentas

La asonada militar del 4 de febrero de 1992 fue un acto criminal inexcusable que no puede ser justificado en ningún caso. La retórica de los socialistas de cuño reciente en Venezuela, naturalmente, es resbalosamente falaz y se contradice a sí misma. A su salida del Penal de Yare, Hugo Chávez concedió una entrevista a la revista Newsweek en la que afirmó que la Constitución de 1961 «prácticamente» lo obligaba a rebelarse. Aludía irresponsablemente a este fragmento de su Artículo 250: «…todo ciudadano, investido o no de autoridad, tendrá el deber de colaborar en el restablecimiento de su efectiva vigencia». Convenientemente, escamoteaba nada menos que la declaración de apertura de ese preciso artículo: «Esta Constitución no perderá su vigencia si dejare de observarse por acto de fuerza…» Y la mismísima constitución prescribía en sus artículos 119 y 120: «Toda autoridad usurpada es ineficaz, y sus actos son nulos» y «Es nula toda decisión acordada por requisición directa o indirecta de la fuerza, o por reunión de individuos en actitud subversiva». Siendo que el derecho de rebelión sólo puede ser esgrimido por la mayoría del Pueblo para «abolir un gobierno que no le convenga», el frustrado golpe del 4F fue un intento infructuoso de usurpación de su titularidad.

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Cuando, en medio de su campaña electoral primera (1998), Hugo Chávez disertaba ante los circunstantes de un desayuno en las oficinas de la agencia publicitaria J. Walter Thompson, tomé la palabra para hacerle ver su abuso y proponerle que más nunca glorificara su crimen de ese día. Chávez evadió referirse siquiera a mi planteamiento, aunque concluido el acto se acercó para invitarme a conversar. Tampoco acogió mi condición para el diálogo: sólo si renegaba de su abusiva intentona me avendría a la conversación.

Durante toda su vida política, Chávez sostuvo que su criminal aventura había sido un acto heroico, por supuesto «histórico» y «protagónico». Él no era un «golpista», era un «rebelde». La tramposa distinción le permitía condenar en otros lo que él mismo había hecho. Por algún encargo divino, él y sus compañeros de conjura estaban por encima de la moral republicana. Rodríguez Torres argumenta: «la revolución lleva 15 años, de los cuales seis años ha sido sobreviviendo a las conspiraciones».  Pero los golpistas de 1992 conspiraron durante nueve; se nombraron «Movimiento Bolivariano Revolucionario 200» porque iniciaron su complot en 1983, cuando se cumplían 200 años del nacimiento de Simón Bolívar. Más tarde Chávez mentiría una vez más, al asegurar que su confabulación se justificaba por la acción represiva del gobierno de Carlos Andrés Pérez ante el Caracazo, el que ocurrió ¡seis años después de la fundación de su cábala! (Tengo un amigo que me hizo notar que Chávez no fue un simple mentiroso; nunca me ha autorizado a identificarlo para acreditar públicamente su autoría, pero su tesis es que el difunto teniente coronel fue más bien un mojonero, alguien que construye elaboradas patrañas).

Fórmula de Ceresole

Fórmula de Ceresole

Y también dijo Rodríguez Torres que el chavismo había representado «el gran cambio (…) de una democracia representativa a una democracia participativa». En 1998, el chavismo ofreció convocar por iniciativa popular, mediante la recolección de las firmas necesarias, un referendo sobre la elección de una constituyente. Avanzado el año, las encuestas comenzaron a mostrar que Chávez ganaría la elección, y súbitamente la democracia participativa dejó de ser necesaria; le bastaría al líder firmar un decreto en Consejo de Ministros para el mismo fin. Y en los proyectos de reforma constitucional que rechazara la mayoría en 2007, se contemplaba elevar el requisito de 10% de electores para convocar un referendo consultivo—figura creada por el Congreso de la República en diciembre de 1997—para exigir 20%, dificultando así la cacareada democracia participativa. Y cuando de nuevo quiso contar con la posibilidad de reelegirse indefinidamente mediante enmienda que sería planteada a consulta en febrero de 2009—posibilidad exclusiva para la Presidencia de la República en los mismos proyectos de 2007 porque los gobernadores y alcaldes que la deseaban ¡sólo pretendían «perpetuarse en el poder»! (extendida en la enmienda por conveniencia política a los mismos gobernadores y alcaldes)—, desechó de nuevo la participación popular—“La vía de la Asamblea Nacional tiene una ventaja: que es más rápida”, dijo el 3 de diciembre de 2008—, después de asentar que él era quien daba permiso al Pueblo y no al revés, como registró la Carta Semanal #314 de doctorpolítico (4 de diciembre de 2008):

Primero, él mismo prometió—¿cuánto vale su palabra de hombre?—que no promovería la enmienda. A los pocos días de que dijera esto, dejando magnánimamente que el PSUV y el pueblo rumiaran si convenía promoverla, el Vicepresidente de ese partido, el oportunista Alberto Müller Rojas, declaró que el asunto de la enmienda no estaba planteado en el seno de la organización. Al señalársele que algún poetastro gobernador oriental ya se hallaba en campaña por la enmienda, Müller Rojas expuso que era él quien mandaba en el PSUV. Media hora después de ese atrevimiento, el jefe máximo del partido lo contradecía y se contradecía a sí mismo, al ordenar la operación “Uh, Ah, Chávez no se va”. En sus palabras mostraba desfachatadamente su aberrante concepción de la democracia: “Les doy mi autorización al Partido Socialista Unido de Venezuela y al pueblo venezolano [en ese orden] para que inicien el debate para la enmienda constitucional, para que tomen las acciones que haya que tomar para lograrlo. Sí lo vamos a lograr, vamos a demostrar quién manda en Venezuela”. Ahora, pues, no es el pueblo quien autoriza al mandatario; ahora somos nosotros quienes debemos solicitar su majestuosa autorización, su real permiso.

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Y nos aseguró Juan Eduardo Romero que «a pesar del acto violento del intento de golpe, su accionar despertó simpatías». Ninguna encuesta de 1992 registró apoyo significativo a la asonada chavista—las mediciones previas al 4F mostraron un rechazo mayoritario al gobierno de Pérez y un repudio a posibles salidas de fuerza—; una plancha del MBR quedó de última en elecciones estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela luego del sobreseimiento de la causa contra los sublevados y, a un año de las elecciones de 1998, Chávez obtenía cifras de intención de voto a su favor que oscilaban entre sólo 6% y 8% de los encuestados. (La candidata favorita, Irene Sáez, que inicialmente fue vista como una posibilidad que no procedía del rechazado bipartidismo, se dejó postular por COPEI, y Henrique Salas Römer por la «carne de la guanábana»—Acción Democrática—, lo que movió a la mayoría tras la opción del golpista). El Sr. Romero no dice la verdad.

Por lo menos no la dice siempre; en otro punto de su artículo en defensa del crimen del 4F, reconoce a un «mal llamado ‘chavismo’, que ha desarrollado una ‘derecha endógena’, tan corrupta, tan clientelar, tan burocrática y tan anti-revolucionaria y dogmática». Si fuera admisible, que no lo es, la práctica de derrocar gobiernos mediante la fuerza sobre la base de la coartada de los «mal llamados» socialistas, el gobierno de Chávez y el de Maduro han debido ser depuestos mediante un golpe de Estado, puesto que todos los vicios atribuibles al segundo gobierno de Pérez han estado presentes en los chavistas, sólo que en bastante mayor grado.

A Bernard-Henri Lévy, el líder de la Nouvelle Philosophie de los años setenta, le preguntó La Nación de Argentina al salir su libro de 2008 (Left in Dark Times): “¿Usted no cree que Chávez sea de izquierda?” Lévy contestó así: “Naturalmente que no. ¿Cómo puede ser de izquierda un hombre que ejerce un poder personal, que sueña con que ese poder sea vitalicio, que amordaza a los medios de comunicación de su país, que está sentado sobre una montaña de oro que su población no aprovecha y que es el aliado de Ahmadinejad en la guerra planetaria que libran los demócratas y los antidemócratas? Hay actualmente una izquierda que piensa que Chávez es de la familia, el niño turbulento de la familia. Yo no. Yo soy de izquierda y creo que Chávez es mi adversario”.

Fidel Castro imitó a Eduardo Fernández

Fidel Castro imitó a Eduardo Fernández

Ni siquiera la figura política paterna de Hugo Chávez, Fidel Castro, derramó sus bendiciones sobre la intentona del 4 de febrero de 1992; todo lo contrario, se apresuró a mandar a Carlos Andrés Pérez una clarísima misiva para apoyarlo. En ella dijo: «Confío en que las dificultades sean superadas totalmente y se preserve el orden constitucional, así como tu liderazgo al frente de los destinos de la hermana República de Venezuela». Chávez tampoco «despertó simpatías» en Cuba, al menos en ese momento; éstas vendrían después, con la ayuda petrolera y lo obsecuente del chavismo con su propia dictadura.

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Pero todavía ofreció Romero un argumento con pretensión de teoría científicamente persuasiva:

Chávez, en su condición de sujeto subalternizado-excluido (pues era un zambo, eso es un híbrido entre afrodescendiente e indígena) elevó en su acto de insurgencia del 4-F, la voz de los silenciados. Eso fue posible por su múltiple condición histórica: 1) zambo, que representaba a los dos sujetos ahistóricos (por la exclusión), a saber: indígenas y afrodescendientes; 2) campesino marginado, al provenir de una zona rural (Barinas) y 3) militar, que formaba parte de un estamento social clave para la “estabilidad”.

El Catire Romero

El Catire Romero

José Antonio Páez (militar) fue llanero portugueseño, Rómulo Betancourt guatireño, Rafael Caldera yaracuyano, Leoni guayanés (de El Manteco), el «Indio» Jesús Ángel Paz Galarraga de los zulianos Puertos de Altagracia, Juan Vicente Gómez (militar) andino y muy rural, Jóvito Villalba margariteño, como Luis Beltrán Prieto Figueroa, a quien no por su blancura—propia de celtas, habitantes primitivos de la Península Ibérica—apodaban redundantemente el «Negro» Prieto. (DRAE: prieto. Dicho de un color: Muy oscuro y que casi no se distingue del negro). Este último señor fue Presidente de la Federación Venezolana de Maestros (la profesión de los padres de Hugo Chávez), Miembro de la Junta Revolucionaria de Gobierno en 1945 (junto con Betancourt, Leoni, Gonzalo Barrios, Valmore Rodríguez y Edmundo Fernández), Ministro de Educación, Senador y Presidente del Congreso de la República por cinco años seguidos; nunca se entendió a sí mismo como «silenciado». Se me pone que esa interpretación de Romero proviene de su propia discriminación racial, de un complejo de culpa racista y discriminadora que no debiera ser tomado seriamente en cuenta para juzgar con objetividad la arrogancia de golpistas. Por lo demás, «como han destapado en sucesión cronológica un editorial del diario Tal Cual, un artículo de Manuel Caballero en El Universal y otro de Agustín Blanco Muñoz en el primero de los periódicos, no parecieran ser consideraciones como las de Delahaye las que impulsaron la intervención del hato La Marqueseña, sino un reconcomio ancestral del Presidente de la República, quien confió al último de los nombrados que las tierras poseídas por la familia Azpúrua serían en realidad de sus antepasados. (De los de él, Hugo Chávez Frías)». (Carta Semanal #156 de doctorpolítico, 22 de septiembre de 2005). Parece que hubo un tiempo en el que los ancestros de Chávez no eran «campesinos marginados» sino terratenientes.

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Ni uno solo de los desaguisados de Carlos Andrés Pérez en su segundo período era imposible de solucionar mediante procedimientos democráticos. Como ocurrió poco después del levantamiento de Chávez et al., Pérez fue removido de su cargo por un proceso constitucional; no se necesitaba para nada una intervención quirúrgica sin anuencia del paciente, que interrumpió el proceso civil que por entonces hervía, en usurpación abusiva y asesina del derecho exclusivo del Pueblo. El 21 de julio de 1991, seis meses y medio exactos antes de la sublevación militar, yo solicitaba el abandono de su cargo en El Diario de Caracas: «El Presidente debiera considerar la renuncia. Con ella podría evitar, como gran estadista, el dolor histórico de un golpe de Estado, que gravaría pesadamente, al interrumpir el curso constitucional, la hostigada autoestima nacional».

Si no pido hoy la renuncia a Nicolás Maduro para que deje de presidir la República es porque, a diferencia de entonces, ahora hay formas de lograr lo mismo con nuestra democracia participativa—Rodríguez Torres asegura que «hay que profundizarla»—, como con la revocatoria de su mandato en la oportunidad que la Constitución prevé, o mediante la expresión de la voz de la Corona, del Pueblo, en un referendo consultivo que puede celebrarse junto con las venideras elecciones de Asamblea Nacional. No creo que Rodríguez Torres quiera ir tan profundamente, pero lo extraño es que la Mesa de la Unidad Democrática no haya acogido esta última posibilidad, que conoce perfectamente, a pesar de que Henrique Capriles Radonski dijo el 14 de enero que «éste es el momento perfecto para cambiar de gobierno». Por lo que respecta a los salidistas, tal vez prefieran la engorrosa convocatoria y elección de una asamblea constituyente (más democracia representativa, más curules y más sueldos).

Todos ellos se llenan la boca con la palabra Pueblo—que piensan y escriben con inicial minúscula—, pero no se dan por aludidos a la hora de permitirle que resuelva la crisis desde su poder superior. En este tiempo excepcional en sus problemas, consideran que el Pueblo no debe decir nada; sólo elegir a otros para que hablen por él. LEA

Para descargar esta entrada en formato .pdf: Retórica cuatrofeísta

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