Fichero

LEA, por favor

Quien me introdujera al pensamiento de Paul Ricoeur (1913-2005), es quien tradujo del francés una conferencia del gran filósofo—El conflicto, ¿signo de contradicción o de unidad?—pronunciada originalmente en la Semana Social de Rennes de 1972: el Dr. Nazario Vivero. Es él quien me ha abierto la puerta hacia la luz clarísima de Ricoeur. No se trata de un filósofo abstruso, aunque sí riguroso, pues sus textos llevan la marca del gran pedagogo, aquel que transforma lo confuso en lo obvio.

De esa conferencia, publicada luego en Chronique Sociale de France, Lyon, en la edición de noviembre-diciembre de 1972 (Maîtriser les conflits), se ha extraído la parte descriptiva para componer esta Ficha Semanal #148 de doctorpolítico. La fluida traducción del Dr. Vivero, emprendida originalmente en 1980, pone a nuestra disposición una diáfana descripción de procesos que arroja luz sobre nuestra actual dinámica nacional. (El Dr. Vivero, como buen hermeneuta, me hace notar que esta última publicación formula la disyuntiva como la de ¿contradicción y de unidad? Salvando la posibilidad de un error involuntario, es digno de notar que ambas construcciones—o, y—son apropiadas y significan).

Fue Ricoeur, por cierto, un gran hermeneuta, que aplicó responsablemente el método para la interpretación históricamente correcta de los textos a un punto de partida fenomenológico. (Influido por Martin Heidegger y Gabriel Marcel). De hecho, además de innumerables aportes sustanciales—Ricoeur dejó obra extensa y variada—contribuyó grandemente a la teoría moderna de la interpretación con varios tratados y ensayos.

Más adelante en la conferencia, Ricoeur desmonta con igual rigurosidad las «pantallas ideológicas» del conflicto moderno, de los «neo-conflictos». A una la llama la «ideología de la conciliación a toda costa»; a la segunda la «ideología del conflicto a toda costa». Del pacifismo a ultranza anuncia: «Yo quisiera combatir esta ideología del diálogo (que es una idea cristiana enloquecida o, más bien, convertida en juiciosa) tanto en el plano de los hechos como en el plano de los principios». La aparente contradicción de este comentario ilustra la finura del análisis y el buen humor característico de los textos de Ricoeur.

Pero, al referirse a la acción derivada de una sistemática conflictividad, la describe así: «En cuanto a la acción, o mejor pseudo-acción, está contaminada por la búsqueda de lo espectacular, por la teatralización. Es impresionante ver que cuando la acción se hace ineficaz tiende a convertirse en espectacular. Yo comprendo ciertamente la intención: cuando la palabra ordinaria ha perdido su eficacia, puede parecer hábil aplicar, a las masas cloroformizadas, una terapéutica de choque; pero el efecto es tan desastroso para los que administran la medicina como para quienes la reciben. Es lo que yo llamo la teatralización. Entiendo por esto la sustitución de la política real por una especie de política-ficción, incapaz de separar lo fantástico de lo real, y reducido a una puesta en escena».

Son palabras dichas, hace treinta y cinco años, por el autor de Historia y verdad, en Rennes, la ciudad en la que coincidencialmente fue criado de niño.

LEA

Conflictos inéditos

Quisiera someter a discusión un análisis que no pretende, de manera alguna, ser exhaustivo, sino que se limita expresamente a lo que yo llamaría los conflictos de punta de la sociedad industrial avanzada. Sin duda mi análisis será demasiado parcial y partidario, al no tener yo experiencia directa del mundo del trabajo industrial y habiendo observado sólo un medio limitado y particular, el universitario, con la ventaja, ciertamente, de una comparación bastante amplia de dichos medios, en Europa y en los Estados Unidos, desde hace casi quince años. Es decir, no consideraré directamente el problema de la lucha de clases ni en el seno de nuestras sociedades ni, a escala de continentes, entre pueblos ricos y pobres. No es que niegue este problema; pienso, por el contrario, que si las nuevas contradicciones, que son específicas, plantean un problema difícil a nuestra sociedad, es, precisamente, porque ellas se superponen a aquellas otras, no resueltas, heredadas del siglo pasado. Como si una segunda ola se echara encima de la primera, cuando ésta no se ha retirado aún.

En este sentido, admito que las nuevas contradicciones, las que han nacido del desarrollo, están mal planteadas y son difíciles de resolver, porque crecen sobre el terreno de las anteriores, heredadas del siglo XIX. Por lo  tanto, con todas estas reservas, propongo el análisis de esas contradicciones que tienen un carácter novedoso y que Marx,  por ejemplo, no pudo analizar porque el desarrollo aún no las había producido.

1.- Ausencia de proyecto colectivo

Un primer rasgo me impresiona, como profesor y como educador, y es la ausencia de proyecto colectivo en nuestras sociedades. Se ve muy bien el de los pueblos sub-desarrollados: alcanzar a los países llamados desarrollados—o hacer otra cosa, como China—. Pero ¿y los super-desarrollados? Su ausencia de proyecto colectivo se conjuga con el eclipse de las normas y el olvido de las herencias tradicionales. Digo que se conjuga; no queriendo zanjar entre una interpretación que acusaría al colapso de las normas y otra que acusaría a la ausencia de proyecto. Hablemos más  bien de un fenómeno de agotamiento; una herencia sólo se mantiene viva, en efecto, mientras puede ser reinterpretada, creativamente, en situaciones nuevas. Pero la experiencia dramática de nuestro tiempo es la convicción difusa, invasora, de que por primera vez nuestra herencia cultural  no parece ya capaz de una reinterpretación creadora, de una proyección hacia el futuro. De ahí  el recurso a la experiencia “salvaje”, a partir de  la tabla rasa, ésta es, al menos, la impresión que he recogido, sobre todo en los Estados Unidos, en  los medios universitarios más tocados por los modos de vida desintegrados de los marginados.

Ahora bien, yo digo que hay aquí una situación conflictiva y grávida de nueva violencia, porque es ella la que provoca la polarización que caracteriza particularmente a las sociedades más avanzadas: polarización entre lo que yo llamaría las ilusiones de la disidencia y las tentaciones del orden.

Ilusión de la disidencia

Ilusiones de la disidencia: todas las instituciones aparecen como un bloque indivisible de poder y de represión; todas las autoridades son el «establishment»: desde los bancos hasta las iglesias, pasando por las empresas, la universidad y la policía.

La sociedad, así esquematizada, sólo puede hacer surgir una estrategia del afrontamiento y la polarización, destinada a revelar el rostro represivo que se oculta detrás de toda máscara liberal. Y si la palabra misma, cautiva del poder, ya no es escuchada, queda entonces la acción puntual, la violencia muda. Así se instala en la disidencia una de las juventudes más inteligentes y más honestas: ella despliega sus campamentos fuera del aparato de la democracia formal, al margen de la burocracia de los partidos y de los sindicatos, y, a su vez, es corroída por la grupusculización, que introduce la disidencia en la disidencia. De todo ello, el resto de la sociedad no ve apenas más que el exterior pintoresco: los vestidos, las costumbres, el nomadismo y la anti-cultura; en resumen, un rostro a la vez tierno y agresivo.

Tentación del orden

El otro polo lo conocemos muy bien: esencialmente reactivo, se alimenta de miedo y odio. Lo más pavoroso es que la tentación del orden parece afectar hoy totalmente a la clase media puesta en posición defensiva. A primera vista es una curiosa paradoja que la entrada en la abundancia esté acompañada de tanta inseguridad; como si quienes han franqueado la frontera de la abundancia resintiesen toda ventaja social como una adquisición amenazada por el menor signo de recesión, y  que es preciso defender contra el estrato social inmediatamente inferior. De ahí la defensa avariciosa de todo privilegio y el apetito obsesivo de seguridad.

Volveré más adelante  sobre la expresión política de este miedo: la ley y el orden. Es asombroso, en efecto, que las democracias liberales ofrezcan tan poca resistencia a esta amenaza. Yo propondré, en su momento, una hipótesis. La reacción moral, que es la que nos interesa particularmente aquí, es más significativa, aunque más disimulada. Ante lo que aparece como la disolución de las normas bajo la acción corrosiva de los grupos disidentes, la tendencia es a reafirmar esas normas de un modo no creador y puramente conservador: la concepción puramente defensiva del cristianismo que se ha apoderado de los medios religiosos es otro aspecto impresionante de esta reacción moral. La religión institucionalizada tiende a re-centrarse sobre grupos establecidos homogéneos, frente a la amenaza que representa, para ellos, el desarrollo de los grupos informales, subterráneos, no estructurados; y a ripostar, por medio de un reforzamiento institucional, a las intrusiones de lo imprevisto.

Es así como la tentación del orden se insinúa en lo profundo de la vida personal: cada cual se crispa sobre aquello que le parece que conserva alguna consistencia en medio de la confusión general: familia, profesión, tiempo libre, concebidos a la medida privada; la misma vida espiritual está infectada por un sentimiento de falta de esperanza y de impotencia ante grandes peligros e incertidumbres. Frente al nomadismo más o menos agresivo de los disidentes, el hombre del orden se concibe a sí mismo como un sedentario sitiado o un náufrago en una isla batida por amenazas.

Esta es la polaridad mayor que me parece caracteriza a la sociedad contemporánea. Me he cuidado muy bien de identificarla con un conflicto de generaciones, el cual, si bien real, es sólo la expresión, en términos de edad, de una polarización fundamental que tiene aspectos económicos, sociales, políticos, culturales y espirituales.

2. El mito de lo simple

Con este trasfondo, quisiera plantear un segundo gran tema: somos testigos del agotamiento del sueño tecnológico y del renacimiento de lo que Alfred Sauvy llama el “mito de lo simple».

Tal vez estemos, en efecto, al final de un sueño de dominación de la naturaleza, añadido a un sueño de crecimiento cuantitativo ilimitado de los goces. Es destacable, a este respecto, que la crítica del sistema, sobre todo entre los izquierdistas americanos, se dirija directamente a este aspecto de nuestra situación. Saltándose, acaso injustamente, la crítica propiamente económica y social de esta sociedad, toman directamente este aspecto del agotamiento del sueño de dominación; y si ellos atacan el lucro, lo hacen menos como la tara del sistema económico que como síntoma de una enfermedad más profundamente enraizada que el mismo capitalismo y que alcanza al conjunto de los comportamientos colectivos e individuales en relación con los hombres y con la naturaleza. Como todos saben, la denuncia de Marcuse del “hombre unidimensional” es el testimonio más ostensible de esta clase de crítica. El éxito fulminante de las campañas contra la polución y la exagerada admiración por la ecología son otros índices de ello. Sobre la base de esta crítica, se ve renacer temas románticos que, en el siglo pasado, en la época de la industrialización naciente, pasaban por reaccionarios: juicio contra la ciudad, contra la cultura civilizada y libresca. De todo esto se alimenta el “mito de lo simple”; por ello, entiendo la tentación de reconstruir, al lado de la sociedad global demasiado compleja, una sociedad neo-arcaica, artesanal y agreste, débilmente institucionalizada (volveré sobre este punto) o al menos instituida al nivel de una economía de subsistencia y de trueque.

No hay nada más peligroso que el “mito de lo simple”. La sociedad del porvenir no será más simple que la nuestra: tendrá también ciudades y computadoras; los problemas de comunicación serán cada vez más complejos, en el sentido material de la palabra, pero también en el plano administrativo y político.

Pero no se puede subestimar el potencial de violencia que se acumula en esta frontera entre la sociedad organizada y la sociedad “alternativa”. Por violencia entiendo, no sólo ni aún principalmente, lo que a veces se llama la “subversión”, sino también, y tanto más, la masa de intolerancia que la sociedad organizada comienza ya a acumular: el acoso a los jóvenes, el odio a los disidentes, son signos precursores de ello. Por segunda vez, hemos vuelto a este círculo vicioso de la disidencia y de la represión.

3. Agotamiento de la democracia representativa

Una tercera fuente de conflictos resulta de otro fenómeno: el agotamiento de la democracia representativa, al cual responden diversas tentativas de democracia directa.

Quisiera insistir aquí en un aspecto de nuestra sociedad que me inquieta considerablemente. Todos hemos oído hace algunos años, y aún lo oímos de tiempo en tiempo, el slogan: elecciones-traiciones. Antes de protestar, comprendamos. ¿Por qué este agotamiento de la democracia representativa? He dicho antes que propondría una hipótesis; aquí está: la democracia anglo-sajona ha dado al mundo un modelo institucional que tiende esencialmente a hacer prevalecer la ley de la mayoría sobre la minoría por medio de elecciones libres destinadas a designar a los representantes del pueblo; este principio democrático, y la práctica más o menos fiel que lo ha puesto en obra, han sido la gran conquista y el gran logro en el plano político, sobre todo en los países anglo-sajones en los dos o tres últimos siglos. Pero este principio no ha conservado un valor progresivo, e incluso progresista, más que cuando la misma mayoría ha representado la conjunción entre los explotados y la parte ilustrada de la opinión, ávida de cambio, de libertad y de justicia.

Se podría preguntar si la tendencia actual no es totalmente distinta.

Parece que la idea mayoritaria, por la extensión inmensa de la clase media, tiende a identificarse con la defensa de lo adquirido y con la resistencia al cambio. De aquí la tentación inversa de una militancia deliberadamente minoritaria y los intentos esporádicos de democracia directa.

Más allá de las instituciones, lo que tal vez habría que poner en el banquillo de los acusados es al «hombre liberal», que es quien las ha generado.

Se puede legítimamente acusar a los liberales de haber tolerado la injusticia en la misma medida en que su libertad de expresión ha sido salvaguardada, entendiendo por esto, esencialmente, la libertad de palabra, de reunión, de publicación, en beneficio, ante todo, de quienes pueden hablar. Hay una traición de los liberales: han sido ellos quienes han hecho las guerras coloniales y quienes, hasta muy recientemente, han apoyado la guerra de Vietnam. Ha ocurrido como si la tolerancia mutua entre gentes de palabra se cambiase, subrepticiamente, en tolerancia a la injusticia y en ceguera frente a los estados de violencia, mientras se exacerbaba la sensibilidad hacia las acciones de violencia.

Tentación de democracia directa

De ahí el sueño de la democracia directa, que es, a la política, lo que el mito de la vida simple es a la tecnología, y, de modo más general, lo que la experiencia salvaje es a la ausencia de proyecto colectivo, al eclipse de las normas y al olvido de las herencias.

Ahora bien, este mismo sueño de democracia directa, está cargado de violencia. La tentación es grande de poner en cortocircuito los procedimientos jurídicos e ir directamente a los tribunales populares. También es grande la tentación de hacer lo mismo con todas las delegaciones del poder e ir directamente a la reivindicación salvaje y sin intermediarios. Se olvida entonces que la democracia política ha sido una conquista muy laboriosa y muy frágil, basada en sutiles procedimientos de discurso y en complejas convenciones de arbitrio de conflictos. Un autor ha dicho: “la democracia es el procedimiento”; y es verdad. Si se pierde dicho sentido, surgen temibles ilusiones: las de una política directa de las masas sin intermediarios organizados. Tal vez se viola entonces una regla insuperable de la acción política eficaz. El precio a pagar es bien conocido: es el prurito de depuración que acecha a todo ejercicio del poder que desprecia el procedimiento. De igual forma, la manera en que tal o cual grupo político lucha por el poder permite presagiar bastante bien el modo en que lo ejercerá. Hegel describe esta situación en la Fenomenología del Espíritu, cuando analiza el fenómeno del Terror de 1793; a ese propósito habla del “furor de destrucción” que se apodera de la libertad sin institución.

Pero, por la otra parte, del lado de la sociedad institucional, las tentaciones de réplica no son menos temibles: de este modo, la sombra del Estado policiaco, acrecentada por todas las reacciones defensivo-agresivas de la clase media—y, tal vez también, de una parte de la clase obrera—se extiende sobre las viejas democracias.

Estos son, pues, los análisis que propongo con respecto a los neo-conflictos de la sociedad industrial avanzada.

Paul Ricoeur

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