Cartas

Era septiembre u octubre de 2002, hace casi dos años. Un grupo que consideraba la dinámica política nacional, tras los traumáticos acontecimientos de abril, escuchaba a un alto ejecutivo de finanzas, reconocido experto en macroeconomía. El grupo recibió, atónito, la paradójica conclusión del expositor: a pesar del grave desarreglo e irresponsabilidad de las finanzas públicas evidentes en el momento, el equipo de analistas de la empresa para la que trabajaba creía que la estabilidad de las cuentas nacionales sería mayor con la permanencia de Chávez en el poder que con su salida. Reservamos para más adelante en este análisis la identificación de la empresa en cuestión.

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Por supuesto, como dice un amigo, a Joaquín Pardavé lo enterraron vivo; y añadimos: «Sí, y al cuerpo de Walt Disney lo tienen congelado para revivirlo cuando la tecnología médica haya aprendido a resucitar cadáveres preservados de la corrupción».

A cuarenta años del informe de la Comisión Warren sobre el asesinato de John Fitzgerald Kennedy todavía surgen «explicaciones» alternas del dramático crimen. Alguien destapa, cada cierto tiempo, una nueva conspiración, ya no «en busca de la excelencia», sino de la truculencia. Cada autor se exhibe como el más astuto, y no pocos intuyen ingresos considerables, a la espera de que sus especulaciones se conviertan en best seller. Ninguno ha podido probar que Hitler estaba vivo en Brasil—donde le habrían clonado—en 1963, cuando seguramente fue el autor intelectual del magnicidio de Dallas, o que Lyndon Johnson ordenara, para literalmente matar dos pájaros de un tiro, disparar sobre el marido de Jacqueline Bouvier y sobre la persona de John Connally, que a fin de cuentas, gobernador del estado de Johnson y competidor político de éste, le estorbaba en sus hegemónicos designios.

Tampoco nadie pudo demostrar jamás que el recordado actor cómico mexicano, el bonachón de Joaquín, había sido sepultado vivo, por más que se encontrara quien jurase que el interior del féretro en el que yaciera Pardavé revelaba la tétrica huella de arañazos claustrofóbicos y desesperados, a pesar de que nunca fuera exhumado el cadáver. ¿Y Disney? El cuerpo difunto del genio de los dibujos animados fue, en verdad, completísima e irreversiblemente cremado al acaecer su muerte, de modo que en cualquier caso lo que pudiera encontrarse hoy a temperaturas criogénicas sería un montoncillo de cenizas.

Pero habrá quienes llevarán hasta la tumba la convicción de que un día Disney resucitará de su defunción, que Pardavé sufrió la más terrible y angustiosa de las muertes, y que Kennedy fue asesinado por cábala de Beria—quien, claro, en realidad no pereció por orden de Stalin y puso a un doble en su lugar—en asociación con la archiprincesa Anastasia Romanov, de incógnito en algún perdido pueblo de Minnesota.

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Una mezcla cambiante de explicables sentimientos, en la que en un instante predomina la rabia, en otro la depresión, en otro la desesperanza, en otro la incredulidad más refractaria, se ha aposentado en el corazón de amplias capas de la población venezolana desde la madrugada del 16 de agosto. Como aquél esposo que se niega a aceptar la muerte de la más adorada esposa, aferrado al cadáver, ido de juicio, y dice entre desconsolados gimoteos, una y otra y otra vez: «No es verdad. Ella no está muerta. No puede estar muerta». Así discurren ahora centenares de miles de venezolanos, impedidos emocionalmente de considerar la realidad del resultado referendario.

Hasta el último minuto los líderes coordinadores decían al pueblo que fuera a votar confiado, porque el sistema era confiable y, además, la observación internacional así lo garantizaría. («Sólo aceptaremos los resultados que la OEA y el Centro Carter certifiquen»). En cuarenta y ocho horas se corea que el sistema impenetrable ha sido contaminado con fraude y la observación internacional se ha dejado engañar mansamente o, en más siniestra hipótesis, nos ha vendido, como Judas Iscariote a Jesús de Nazaret, en aquiescencia a recóndito pacto conspirativo de Bush, Haliburton, la casa real saudita y Gustavo Cisneros, los pretendidos amos del Dr. Gaviria y Jimmy Carter. (Cuando Chávez denunciaba el «consenso-país» como el «consenso-Bush», en realidad nos estaba engañando: ya él estaba, sotto voce, encompinchado con George. Eso era para que creyéramos).

El fraude habría sido consumado, dicen algunos, mientras se produjo una interrupción—un apagón, aseguran—de una hora en la red de transmisión de datos de CANTV, al cabo de la cual la totalización había sido invertida en sus valores previos. O, afirma Tulio Álvarez en exquisito ejercicio nominalista, que la gran estafa tuvo que ocurrir porque hace dos años él escribió un libro en el que explicaba con abundancia de detalles cómo podía hacerse trampa con máquinas de votación.

También se conjetura que un cierto número de máquinas imprimían «1. Sí», cuando debían imprimir «2. Sí». («A mi mujer le pasó». «A mi primo Rogelio le ocurrió lo mismo»). El rector electoral Ezequiel Zamora adelantó la explicación del conteo especular: «Las máquinas contaban por cada voto por el ‘Sí’ otro voto por el ‘No’»). Y luego, por supuesto, han aparecido en ciertos estados papeletas de votación regadas por las aceras, y el Plan República ha tenido tiempo de sustituir la mitad de seis millones de vouchers afirmativos por el equivalente de negativos y colocarlos exactamente en las cajas correspondientes y resellar éstas. («Hemos visto, y hasta filmado, movimientos sospechosos en las guarniciones, y nos impiden el paso para constatar que las cajas estén incólumes»).

Son tantas las ingeniosas teorías que su mera profusión llama a la sospecha. No sería posible enumerarlas y considerarlas acá una por una, aunque sólo sea porque sin duda no las conocemos todas. El asunto ha rebasado ya los límites del absurdo. Una economista ha tenido la ocurrente iniciativa—ignoramos si ha prosperado—de ofrecer un concurso para premiar a quien tenga éxito en comprobar efectivamente el fraude. Y sugiere el monto del premio y el modo de sufragarlo. Como Súmate habría dicho—jamás lo ha hecho—que hubo seis millones de votos revocatorios, bastaría que cada escuálido aportara una moneda de 100 bolívares para que el ganador obtuviera el jugoso premio de 600 millones de bolívares. («Se busca fraude: vivo o muerto. Recompensa: 600 millones»). Se da por sentado que el fraude existió y el gélido cadáver de Disney descansa en una cripta criogénica.

Probablemente el concursante más aventajado sea todavía J. J. Rendón, quien asegura saber cómo se habría configurado la descomunal estafa y que Smartmatic, para decir lo más prudente que se le ocurrió, habría sido al menos tonto útil al doloso plan del gobierno. (Lo que tal vez haya contribuido a que una turba, similar a un Ku Klux Klan en ánimo de linchamiento en Alabama, parecida a la que sitió con violencia la Embajada de Cuba el 12 de abril de 2002, se haya presentado ante las oficinas de Smartmatic ayer para gritar, democrática, constitucional, electoral y pacíficamente, «Mugica, ladrón» y otras menudencias por el estilo).

Rendón llevó ayer a canales de televisión su hallazgo: en dos centros del estado Bolívar encontró que había siete coincidencias exactas de votos por el «Sí»—en un acta tres veces el número 133, en otra del mismo centro dos veces el número 127, en otra de centro diferente dos veces el número 122. Luego ha afirmado, en sucesión, que tenía un total de 9 actas en la que se observaba este extraño fenómeno; más tarde que eran 15; luego que eran 24 y, antenoche, en el programa Rendón-Rondón, que le habían reportado anomalías similares en otros estados.

Pues bien, lo que sería verdaderamente anómalo es que en un universo total de 19.664 máquinas de votación no aparecieran centenares de actas con resultado idéntico. En sí mismo, cada caso parece extraño y, de hecho, considerados individualmente, los casos reportados resultan repugnantes a la intuición.

Sin embargo, la estadística es ciencia sosegadamente implacable que con frecuencia nos presenta aparentes paradojas o, en todo caso, sorpresas contraintuitivas. Por ejemplo, el famoso caso—entre los estadígrafos, naturalmente—del cumpleaños duplicado. En teoría, cualquier persona tuvo una probabilidad de nacer en un día específico del año calendario equivalente a 1/365—para no considerar años bisiestos—o, en términos porcentuales, 0,27%, o un poco más de un cuarto de uno por ciento. Consigamos entonces un grupo constituido por 23 personas elegidas al azar. ¿Cuál es la probabilidad de que dos personas de ese grupo cumplan años exactamente el mismo día? Nuestros lectores seguramente se sorprenderían si se les dice que esa probabilidad es de 50,7%, o 187 veces la probabilidad de que alguien haya nacido en un día específico del año.

La verdad es, entonces, que lo esperable estadísticamente es que en varios centenares de casos se registre lo que al Sr. Rendón parece «matemáticamente imposible», incluyendo, por supuesto, la aparición de «insólitas» coincidencias en un mismo centro de votación. Cualquier jugador de dominó registra en su memoria más de una vez en la que en un mismo partido tres o cuatro manos seguidas arrojan un resultado de, digamos, 22 puntos. («¡Qué casualidad!») Y más de uno entre nosotros ha observado la improbabilísima distribución de siete blancos en una misma mano, durante amistoso juego en el que a ningún miembro del Comando Maisanta se le ha permitido barajar las piedras.

Pero es que la necesidad emocional exige que nuestra hipótesis favorita—el fraude electoral masivo ante las narices de los observadores internacionales que se chupaban el dedo—encuentre asidero, y nuestra psiquis anda automáticamente—no es un ejercicio consciente y voluntario—a la caza de cualquier hábil pseudoexplicación que la corrobore. Estamos persuadidos de que el Sr. Rendón cree inocente y honestamente en su «explicación». Pero no podemos estar de acuerdo conque de su involuntariamente defectuoso razonamiento extrapole acusaciones gravísimas. A él no le consta en absoluto que en verdad se haya producido la alevosa «programación» de los «topes» que postula.

Ah, pero entonces vuelven los detectives de la megaestafa a la carga. Acabamos de recibir un archivo de hoja electrónica de cálculos con más de 4.500 centros en los que se manifestaría un tal «gradiente del fraude». ¿En qué consiste? Pues en un listado de centros en los que el voto por el «Sí» habría presuntamente sido inferior a las solicitudes interpuestas en los mismos centros para exigir el referendo revocatorio. Es decir, en el «Reafirmazo». Y esto, arguyen, es «claramente imposible».

¿Por qué es imposible? ¿Es que no hubo en el revocatorio muchos más centros habilitados que en el «Reafirmazo» y por tanto la población de solicitantes estuvo distribuida entre más centros, bajando la proporción original promedio en cada uno? ¿Es que no ha podido haber ningún factor que disminuyera la voluntad de los firmantes originales, por ejemplo, el temor que la Coordinadora Democrática decía saber que las «cazahuellas» impartirían a los votantes, y que quiso combatir asegurando que el sistema era inviolable, o el real amedrentamiento del régimen a pobladores que temieron perder sus becas u otras dádivas? ¿De dónde se obtiene el impepinable teorema de que las solicitudes establecían un piso inamovible a los votos?

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Al lado de estos argumentos pretendidamente técnicos se escucha muy razonables preguntas. ¿Cómo es posible que el «No» haya ganado en el Yaracuy o el Zulia? ¿Por qué no ha salido a las calles el 60% del país a celebrar la continuación de la hegemonía del déspota? («Si hubiéramos revocado el mandato de Chávez la gente estaría desbordada en su alborozo y habría inundado las calles del país»). Son, sin duda, argumentos cualitativos muy admisibles.

En un simplismo maniqueo, dicotómico, se proyecta sobre los votantes del «No» conductas que nos serían propias. Pero no necesariamente cada voto por el «No» fue un voto feliz. Mucha gente, con el corazón atribulado, con las sienes reventando de tensión, ha podido rechazar la revocación, impedida de pulsar en la pantalla una inexistente celdilla marcada «Ni-ni», porque nunca fue convencida de que la restauración «borbónica» que parecía estar implicada en el «Sí» sería mejor que esta folklórica y mediocre revolución que nos sojuzga. (Sospecha que pareció confirmarse cuando, luego del madrugador anuncio de Carrasquero el general derrotado, Enrique Mendoza, cedió el podio protestante a nadie menos que Henry Ramos Allup, representante evidente del más antonomásico partido de la «Cuarta República», para que gritara, a esa prematura hora: ¡Fraude!)

Más de uno barruntaría que la salida de Chávez pudiera representar una inestabilidad mayor que su permanencia. Ese pueblo que muchos desprecian por su presunta ignorancia ¿no estaría juzgando como los inteligentísimos y preparadísimos analistas de los mercados internacionales que juzgaban exactamente eso? ¿No era eso, acaso, lo que los altos ejecutivos financieros del Banco Mercantil, aludidos justo al comienzo de este texto, y en posible gran penetración profesional que muy bien habla de ellos, creían entrever ya a las alturas de fines de 2002?

Yehezkel Dror ha empleado un terrible término para describir aquella situación en la que un decisor se halla ante únicas opciones todas espantosas: «opción trágica». Y nadie celebra una tragedia. Nadie está celebrando, si a ver vamos ni el gobierno mismo, este trágico portento de la reconfirmación de Chávez en el poder.

Y por lo que respecta al Zulia, Carabobo, Yaracuy, asiento de Rosales, Salas-Roemer (ex Feo) y Lapi, ¿quién puede garantizar que los gobernadores más cercanos al «carmonazo» tenían los votos amarrados? ¿Por qué es que en esos territorios era imposible que ocurriese lo que serísimos e intelectualmente honestos encuestadores decían que estaba ocurriendo en general en el país, que el «No» avanzaba y el «Sí» retrocedía?

La verdad es que quienes pensamos, con sobradísimas razones, que Chávez es un mandatario funesto y pernicioso, quisimos esperar el voto oculto que Keller responsablemente asomó, acuciado, como un mero tal vez, pero que la autoridad de Ibsen Martínez convirtió, por aquello de la Chamorro, en certificación de inevitabilidad. Quisimos creer que la Virgen María nos protegería, en tan mariano país, con su manto, y que San Isidro Labrador había dado señales de que los cielos estaban con nosotros porque retuvo la esperada lluvia el día de la enorme concentración en el Distribuidor de Altamira y el mismísimo 15 de agosto. Quisimos creer en exit polls que veían ganador al «Sí», quién sabe en qué centros, cuando sólo había votado a lo sumo un 30% de la población, según admisión de voceros de la propia Coordinadora Democrática.

A estas alturas hasta los Estados Unidos de Norteamérica han reconocido, algo a regañadientes y sin precocidad, el triunfo de Chávez. Adam Ereli, vocero del Departamento de Estado, habló el martes por el gobierno norteño: «Creemos que los resultados—los resultados preliminares—indican que una mayoría de electores votó no sobre la pregunta formulada en el referéndum. Basados en estos resultados preliminares, creemos que el asunto está saldado». Nosotros, todavía, nos negamos a aceptarlo.

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Si tuviéramos, Dios no lo permita, un pariente con tan grave dolencia que ameritara la atención de toda una junta médica; si este cuerpo de facultativos intentase primero una cierta terapéutica y con ella provoca a nuestro familiar un paro cardiaco; si a continuación prescribe un segundo tratamiento que le causa una crisis renal aguda; si, finalmente, aplica aún una tercera prescripción que desencadena en nuestro deudo un accidente cerebro-vascular, con toda seguridad no le querremos más como médicos.

Y ésta es la estructura del problema con la Coordinadora Democrática. La constelación que se formó alrededor de ella, no sin méritos que hemos reconocido, nos llevó primero a la tragedia de abril de 2002, luego a la sangría suicida del paro, finalmente a la enervante derrota del revocatorio. (Para no agregar al inventario una nutrida colección de derrotas menores). No hay vuelta de hoja. No podemos atender más nunca a esa dirigencia.

El Informe Stratfor, publicación electrónica norteamericana, a todas luces conservadora, insospechable de chavismo, dictaminó de ella, lapidariamente, el pasado 6 de agosto: «Afortunadamente para Chávez, si hay algo que la oposición venezolana ha demostrado es que es estratégicamente torpe, profundamente impopular y moralmente cuestionable».

Nunca hemos sido tan implacables con la dirigencia opositora autoungida en esta publicación, aunque ya antes hemos hecho algunas caracterizaciones por las que la considerábamos constitucional o genéticamente impedida de producir lo que fue necesario y no se hizo, a pesar de reiteradas y longevas advertencias y recomendaciones. En el fondo del problema hay una raíz paradigmática: sus más connotados directivos operan, como Chávez, dentro del paradigma de la Realpolitik, el que propugna que la política es en realidad la procura del poder mientras se impide que el adversario lo asuma. Ellos creen, la mayoría honestamente, que «la política es así», y desechan cualquier otra conceptualización, por ejemplo una según la cual la Política es el arte u oficio de resolver problemas de carácter público.

Justo al conocerse que la valla de los reparos había sido vencida y el referendo revocatorio presidencial quedaba convocado, los factores actuantes en la central opositora arrancaron en pescueceo desesperado por incluirse dentro del grupo de trece miembros del comité coordinador de la campaña revocatoria. Así se consumieron días preciosos. La ironía del asunto es que, una vez dilucidado quién estaba y quién no, sólo asistía un promedio de seis pescueceantes a las reuniones matutinas del comando. La principal responsabilidad ejecutiva sobre el crucial elemento de la publicidad, entendemos, fue confiada a Juan Fernández, totalmente novicio en las difíciles tareas de una propaganda con pegada.

Así, la torpeza estratégica señalada por Stratfor se filtró hasta el nivel táctico, y la campaña de la Coordinadora, obviamente con mucho menos recursos que los disponibles al gobierno, aunque en tándem con la actividad de la mayoría de los medios privados de comunicación, no pudo causar efecto discernible.

Ayer decía un editorial en The New York Times: «Es hora de que los opositores del presidente Hugo Chávez dejen de pretender que hablan por la mayoría de los venezolanos. No lo hacen, como el fracaso de un referendo revocatorio, promovido por la oposición, demostrara decisivamente el domingo. La razón por la que el Sr. Chávez sobreviviera al reto a pesar de sus impulsos autoritarios no es difícil de entender. A diferencia de muchos de sus predecesores, ha hecho de programas dirigidos a los problemas cotidianos de los pobres –analfabetismo, hambre de tierra y cuidado sanitario inferior– el tema central de su administración, y ha sido capaz de emplear ingresos petroleros mayores que los esperados para promover el bienestar social. Algunos de sus programas han sido pobremente diseñados y desvergonzadamente usados para edificar y movilizar apoyo político. En todo caso, son comprensiblemente apreciados por los millones de venezolanos que se sienten como hijastros diferidos del boom petrolero del país». El periódico neoyorquino se apresura a aclarar: «La clase de democracia del Sr. Chávez no es una que esta página apruebe. Está afectada por acaparamiento de tribunales, intimidación judicial de oponentes políticos y discursos demagógicos y fraccionalistas, incluyendo la frecuente e inflamada demonización de los Estados Unidos, el mayor cliente petrolero de Venezuela». Y al final regresa sobre la oposición: «La oposición, entretanto, necesita dejar de cantar foul. Condujo una campaña referendaria generalmente inepta, fallando en unirse en torno a un único y creíble retador del Sr. Chávez y fallando en distanciarse adecuadamente de las políticas oligárquicas del desacreditado pasado. Una sana democracia venezolana requiere no solamente un Sr. Chávez menos divisionista. También requiere una oposición más realista y eficaz».

Hay que decir estas cosas, no para encontrar cabezas de turco, chivos expiatorios o dueños de la derrota, sino para destacar que tan desastrosos traspiés no son atribuibles a la ciudadanía que, como han dicho con razón muchos analistas, ha trascendido a sus líderes ostensibles y asistido heroicamente a cuanta batalla le propusieran quienes se suponía más duchos que el ciudadano común en asunto político.

Ahora insiste esa dirigencia en cantar foul. Esto es una gravísima y criminal irresponsabilidad, porque entendiendo que su propia y egoísta conveniencia política, su única oportunidad de supervivencia es tener éxito en difundir la especie del fraude, en vocear por cuanto medio les abre sus espacios la tesis de la estafa con la esperanza de convertirla, como parecen lograr, en generalizada matriz de opinión, no hacen otra cosa que exacerbar la golpeada psiquis nacional, presa de una neurosis negadora que amenaza con convertirse en histeria destructiva, de proporciones tan grandes como las que alcanzara, en trágicamente famosa ocasión, el pánico generado por inconsciente radiodifusión de Orson Welles.

El ex presidente Carter dijo con todas sus letras el martes: «No tenemos motivo para dudar de la integridad del sistema electoral o la exactitud de los resultados del referéndum. No existe evidencia de fraude, y cualquier alegato de tal cosa es completamente injustificable». Y añadió luego, refiriéndose al «liderazgo» opositor: «Es naturalmente humano que estén profundamente perturbados y se nieguen a abandonar la débil esperanza de que pudieran ser exitosos».

¿Cómo era aquello que decía a Boabdil su madre, cuando el hijo sollozaba al entregar las llaves de su perdida Granada a los Reyes Católicos? «No llores como mujer lo que no supiste defender como hombre».

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De modo que ahora el país necesita nuevos líderes y una nueva especie, con código genético diferente, de organizaciones políticas. No porque Chávez haya sobrevivido al referendo su proyecto ha dejado de ser societalmente maligno, en el sentido oncológico del término. Su gobierno se ha mostrado en contumacia contrario a los fines de la paz y la prosperidad de la nación, «al enemistar entre sí a los venezolanos, incitar a la reducción violenta de la disidencia, destruir la economía, desnaturalizar la función militar, establecer asociaciones inconvenientes a la República, emplear recursos públicos para sus propios fines, amedrentar y amenazar a ciudadanos e instituciones, desconocer la autonomía de los poderes públicos e instigar a su desacato, promover persistentemente la violación de los derechos humanos, así como violar de otras maneras y de modo reiterado la Constitución de la República e imponer su voluntad individual de modo absoluto». El pueblo de Venezuela necesita articular una oposición eficaz a tal ejecutoria.

En la Ficha Semanal #4 de doctorpolítico (20 de julio de este año) rescatábamos un grueso diseño para un tipo diferente de asociación política, en el que se postula que tal entidad debiera estar conformada por un componente sensorial (registra y canaliza la opinión ciudadana sobre asuntos públicos y posibles soluciones), un componente elaborador (inventa tratamientos y educa políticamente al público y a quienes tengan manifiesta vocación pública), y un componente operativo (lleva a cabo programas y operaciones decididos por la asociación). Todo esto en el entendido de que una organización que aspire a expresar el noble oficio de la Política, no tiene autoridad para tal pretensión a menos que entienda a ese arte como actividad que resuelva los problemas que atañen a todos, y que no bastará entenderse a sí misma como un aparato para la mera búsqueda del poder.

Pues bien, tal construcción puede imaginarse partiendo de cero, si es que hemos desahuciado la organización hasta ahora predominante. Pero quizás pueda procederse como han aprendido a hacerlo la robótica y la inteligencia artificial, antes empeñadas en construir de una vez un autómata que simulara el comportamiento del complejísimo organismo humano. Ahora su estrategia es otra: toman algún mecanismo simplísimo—uno que por ejemplo ejecuta eficazmente, inerrante, la función de la pata articulada de un insectoide—y lo combinan con otros módulos igualmente exitosos para arribar a la composición de un organismo cada vez más complejo.

Es evidentísimo que Súmate es uno de esos módulos altamente exitosos (el componente sensorial, y también módulo operativo). Alguna vez dijimos que su excelencia merecía mejores estrategas que los que le impuso por clientes la Coordinadora Democrática. Dicho sea de paso, en nueva demostración de madurez y tino político, ha sido la más serena y sosegada de las voces políticas del momento, al formular sus observaciones sin estridencia y con la valiente honestidad de admitir que sus propios «conteos rápidos» arrojaban las mismas cifras que las obtenidas por la misión de la OEA y el Centro Carter, que a su vez eran las mismas cantadas por el Consejo Nacional Electoral.

Pero incluso sería salvable al menos parte del aparato operativo que comandó con tanto denuedo y constancia, con tanto sacrificio y faena el mismo Enrique Mendoza, pues a fin de cuentas lo que ya sabemos es que no es Eisenhower, el estratega, aunque sí Patton, el experimentado táctico de campo.

Faltaría entonces el módulo elaborador, el think tank, en gringa terminología. Pero esto no es la comisión del «consenso-país»—al que llamáramos en noviembre de 2003 «consenso bobo»—porque una vez más creyó que el método para arribar a un conjunto de políticas correctas es la transacción consensual. Y tampoco intentos compuestos por perogrulladas bien impresas, como es el caso de «Un sueño para Venezuela». Esto es asunto de verdadera organización profesional de creadores de políticas.

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Al menos desde 1999 creíamos saber que la oposición a Chávez no podía reducirse a su sola negación. Uno no niega, decíamos, a un fenómeno telúrico que tiene por delante. Ante él cabía, primero, una oposición por contención. La represa del Guri que impide que el Caroní se desborde. Esta oposición era posible desde el mismo inicio del gobierno chavista. Al asumir el poder Chávez intentó una primera redacción de la pregunta con la que se consultaría a los Electores sobre la conveniencia de convocar una constituyente. Hemos perdido de los archivos la construcción exacta, pero se trataba de algo como lo siguiente: «¿Está Ud. de acuerdo conque yo, Hugo Chávez Frías, decida todo lo concerniente a este asunto de la constituyente?» La redacción era tan obviamente autocrática que el país entero entró en helado mutismo, y seguramente Rangel y Miquilena le habrán aconsejado al ensoberbecido comandante: «Caray, Hugo, eso no puede ser, preguntemos el asunto de otro modo». Y el mandamás, sin que ningún opositor se lo reclamara firmemente, se vio obligado a modificar el decreto-pregunta.

Ahora más que nunca es esta estrategia necesaria. Algún amigo apostaba a que luego de su triunfo Chávez ofrecería—al menos hasta la nueva confrontación de las elecciones regionales, a las que tendrá que acudir una Coordinadora Democrática ya definitivamente en desbandada, atomizada, imposibilitada de convencer al mecenas más generoso—paz y amor, promesas de diálogo e inclusión. Ya voceros del Comando Maisanta se han pronunciado en este sentido.

Sería ingenuo suponer que ahora Chávez no apretará una tuerca más. La ley de policía nacional, la amenaza de renacionalizar la CANTV (tiene los reales), la ley de contenidos, una nueva ley de cultos, la toma de las universidades y nuevas represiones penales contra sus más detestados oponentes, están a la vuelta de la esquina. Urge encontrar el modo de tomarle la zurda muñeca que empuñará la llave inglesa y dificultarle el opresivo giro con el que querrá expandir su totalitaria y quirúrgica manera de «gobernar».

Pero también decíamos en 1999 que esa contención no sería suficiente, y que más que una oposición habría que ejecutar una superposición, una elaboración discursiva desde un nivel superior de lenguaje político, que flotara sobre sus agendas, sobre su nomenclatura, sobre sus concepciones, sobre los terrenos que siempre escogió astutamente para la batalla y a los que llevó, casi sin esfuerzo, a un generalato opositor incompetente, y que pudiera, esa interpretación alterna, ese discurso fresco, ser convincente para el pueblo. Este discurso es perfectamente posible. Ese discurso existe, y entre él y unos Electores hambrientos de liderazgo eficaz, sólo hay que interponer los medios que hasta ahora sólo han estado disponibles para actores ineficaces.

Por esto viene ahora una nueva etapa, preñada de posibilidades, más aprendida. Venezuela, herida, desconcertada, desilusionada y nihilista, tiene que recuperarse de la desazón y el fracaso. Y al cabo de un tiempo más bien corto, encontrará el camino correcto y verá sus tribulaciones de ahora como el principio de su metamorfosis creadora. No nos avergonzamos de nuestras tribulaciones, decía San Pablo, porque a la postre transmutan en esperanza, y no nos avergonzamos de nuestra esperanza.

LEA

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