¡Quedaba uno!

 

Farolito de Madrid (Alfredo Sadel)

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Mi primer argumento feminista quedó registrado en el #228 (abril-mayo-junio de 1969, Año XXX) de la revista El Farol, que editaba en Caracas la Creole Petroleum Corporation. Era un artículo pretencioso de filosofía metafórica barata, típico de un articulista de 26 años de edad que fuera inesperadamente honrado con espacio en las venerables páginas de la primera revista corporativa del país.

Dediqué el artículo a la psicóloga Alba Fernández de Revenga, a quien conocía de su paso por el Centro Infantil Altamira de la Fundación Neumann, que yo gerenciaba. El trabajo de Alba en ese centro fue la base del establecimiento formal de la educación preescolar en la estructura del Ministerio de Educación, por decisión del ministro Enrique Pérez Olivares durante el primer gobierno de Rafael Caldera. En ese mismo período, la Dra. Fernández desarrolló el programa de televisión educativa Sopotecientos, y poco después me encomendó que explorara el Children’s Museum de Boston; ya entonces soñaba con el Museo de los Niños que terminaría diseñando e instalando en Parque Central. (En 1986—Krisis – Memorias prematuras—rendí este testimonio: «Alba es probablemente la mujer más inteligente y capaz que conozco. Sin ánimo de comparaciones, cuando he pensado en mujeres venezolanas que podrían desempeñar muy bien la Presidencia de la República, el nombre de Alba viene a mi mente junto con el de Mercedes Pulido de Briceño»).

Una vez en el futuro* le escribí sobre mi recargada pieza en El Farol, «mi primer alegato feminista», y registré:

Unos cuantos años después quebré de nuevo lanzas por la mujer; en los primeros eventos del Grupo Santa Lucía (iniciado en 1977), se sentaba a las mujeres asistentes todas juntas en un «Grupo Cero» ubicado al fondo del salón de reuniones y se les negaba el derecho de palabra. Fue en la reunión de Barbados donde propuse públicamente que cesara esa discriminación, cerrando mis palabras así: “No las defiendo porque sean mujeres, sino porque son personas”.

Acá está el texto de aquel artículo farolero.

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La juventud de mañana o ¿es posible el móvil perpetuo?

 

juventud f. (lat. juventus). Edad entre la niñez y la edad viril.

Diccionario Larousse

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«¿Qué día es hoy?» Aureliano le contestó que era martes. «Eso mismo pensaba yo», dijo José Arcadio Buendía. «Pero de pronto me he dado cuenta de que sigue siendo lunes, como ayer». El viernes, antes de que se levantara nadie, volvió a vigilar la apariencia de la naturaleza, hasta que no tuvo la menor duda de que seguía siendo lunes.

Gabriel García Márquez – Cien Años de Soledad

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Para el pobre alienado de la novela de García Márquez no existía el mañana. Todos los días eran un eterno e inmóvil «hoy».

Su desesperación y angustia crecían sin cesar. Cada vez que amanecía era lunes. Escudriñaba las flores, el color de las paredes, la trayectoria del sol… No había nada que hacer. Era lunes.

Macondo, el pueblo fundado por José Arcadio Buendía, era un pedazo de tierra y selva sustraído al caminar del tiempo. Sólo cuando entró el ferrocarril, y la luz eléctrica, y el teléfono, fue cuando Macondo pudo despertar de su sopor. Porque incluso antes, cuando los gitanos irrumpían en el pueblo a mostrar la ignota maravilla del hielo, su presencia no era más que un punto que señalaba el transcurso del tiempo en redondo, em un ciclo que se repetía obstinadamente.

Hoy no tenemos recuerdos de nuestros «Macondos». Están muy distantes los días en los que alguien podía enloquecer porque todo siguiera inmutable. Por eso, cuando nos topamos con algún descendiente de José Arcadio, aunque le oigamos repetir que todos los días son lunes, no digamos apresuradamente que se trata de la misma locura. ¡No señores! Hoy también es lunes, sí, pero es el lunes de la próxima semana. Ahora es al contrario. Ahora nada es igual. En el vórtice del remolino secular que nos hace danzar inclementemente, el único reloj, el único metro, el único centro de gravedad, es sólo posible en nosotros mismos.

Ya no hacemos guerras como aquellas de los Cien Años. Ahora somos más eficientes. Si quisiéramos lograr una suma histórica hasta alcanzar las vidas perdidas en la Segunda Guerra Mundial, deberíamos añadir a los muertos de la Guerra de los Cien Años los que ocurrieron en la Guerra del Peloponeso, y los de Troya, y los de la Campaña de las Galias, y los de la Guerra de Las Dos Rosas. (¡Y faltarían!) Pero no sólo de mal enloquece el hombre, sino también del bien desordenadamente aislado. Tampoco podríamos alcanzar ni con mucho las vidas salvadas de la malaria en los últimos decenios, si sumásemos todas las que pudieron ser rescatadas de la misma enfermedad en los seis milenios de civilización que precedieron al presente siglo. Hasta nos anuncian los nuevos profetas de la sociedad (ahora se llaman sociólogos) que pronto tendremos que preocuparnos por la cantidad de tiempo ocioso del que dispondremos, porque el principal subproducto del sistema superindustrial será el tiempo libre. La muerte y la vida, pues, a ritmo industrial. La automatización vendrá a librarnos de la ancestral maldición (?) de tener que trabajar.

Por supuesto que no nos acordamos de nuestros «Macondos». ¿Quién de entre nosotros podría decir que se acuerda de cuando instalaron la luz eléctrica o el teléfono?

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La diferencia posiblemente más substancial entre la juventud y la «edad viril» estriba en su distinta percepción del tiempo. Para el hombre entrado en años el tiempo pasa demasiado rápido y quisiera que las cosas fueran poco a poco. Para el joven el tiempo es desesperadamente lento y no tiene la paciencia de aguantarlo. El hombre de edad es más lento que el tiempo. El hombre joven es más veloz que el tiempo. Y el tiempo pareciera burlarse de los dos. El joven es el cohete que debe ascender rápido para escapar a la gravedad que le aprisiona y para colocar a la cápsula en su meta. El de edad es el satélite que ya encontró su apacible órbita. Sí. Es posible colocarse en órbitas más altas, pero llega un punto en el que la órbita, para ser más alta y lejana del origen, ya no puede hacerse alrededor del mismo planeta. Hay que mudarse a otro mundo. El joven es aquel que quiere emprender el viaje desde Macondo hasta la Utopía.

El año pasado quedará señalado en la Historia por mucho tiempo. La agitación estudiantil jamás se había distribuido tan raudamente por el globo. Y este fenómeno puede contemplarse desde dos puntos de vista. Desde uno de ellos esta multiplicación de erupciones representaría una especie de cáncer explosivo, cuyas metástasis aparecen en simultaneidad en puntos distantes. Desde el otro, los mismos acontecimientos podrían verse como una eclosión primaveral. Con este lente optimista podría antojársenos que vemos flores. En realidad, muchas de las críticas a los recientes movimientos juveniles lo que hacen es reafirmar el hecho de que sólo fueron flores, porque en aquéllos no se encontraba la carne, el contenido que caracteriza al fruto. Los defensores dirán: «Esperen, que ya vendrán los frutos». El problema reside en averiguar si tales frutos van a seguir el ciclo de desarrollo y muerte que siguieron las banderas que los hombres de edad enarbolaron cuando ellos eran jóvenes. Banderas que flamearon activamente al soplo de pasadas ilusiones y ahora han quedado estáticas en los colores planos de las calcomanías. Mucho ímpetu al principio. A reformar la sociedad. A cambiar las cosas viejas. Como dice el Evangelio, no puede colocarse el vino nuevo en odres viejos. En esta etapa, las metas son ambiciosas y arriesgadas. No importa, la juventud acepta los riesgos. El riesgo está en el núcleo de la polaridad juvenil.

Pero a medida que las metas se colman (a medida que se entra en órbita) pareciera que los bríos se cancelan. La energía desaparece. Ahora, en la etapa senil, el propósito de la existencia es perdurar, sobrevivir. «¿Para qué cambiar, por Dios? Estamos tan bien así. No hay seguridad de que podamos hacerlo mejor».

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Seguridad.

El método más «seguro» de obtener la paz es hacer la guerra.

Seguridad.

Ya no se quiere riesgo. Lo mejor es la seguridad.

¿Cómo obtener la seguridad? Hay un medio muy eficiente para hacerlo. Se trata de eso que llaman sistemas. Normas, cánones, reglamentaciones. La ley de esto y la ley de lo otro. Las leyes y los sistemas no tienen existencia real. Son abstracciones. Son formulaciones del deber ser. Son las instrucciones para el manejo de la máquina social, si es que puede convertirse a la sociedad en una máquina.

El diseño de Nedo M. F. para mi trabajo

Todas las máquinas del mundo siguen dos peculiares principios de la física moderna. El primero de ellos dice que la energía total de un sistema cerrado no varía de magnitud (el aforismo aquél de que «nada se crea, nada se pierde, todo se transforma»). El segundo principio mantiene que la cantidad de energía utilizable dentro de ese mismo sistema va disminuyendo. Esto es así porque los intercambios de energía ocurren—prácticamente en todos los casos—en una sola dirección. Es decir, se espera que si se coloca a dos cuerpos con distintas temperaturas en contacto, fluirá calor desde el que tiene mayor temperatura hacia el que la tiene menor. Pero este proceso tiene un límite que lo detiene. Cuando se igualan las temperaturas ya no es posible intercambiar más energía; ya no es posible ejercer más trabajo porque los desniveles han sido aplanados. Ya no existen un polo positivo y un polo negativo. Más aún, desde el punto de vista de la organización material, el proceso que acabamos de describir se caracteriza por un aumento paulatino del desorden. Porque al mismo tiempo la energía va sufriendo una degradación. El estado más organizado, el cristalino, utiliza más energía que un estado gaseoso. Todos sabemos lo que cuesta ordenar las cosas. Todos sabemos que, a menos que un agente exterior introduzca un trabajo con propósito ordenador, con la máxima probabilidad nuestras habitaciones se desordenan.

Dijo Isaac Asimov: «Encontramos así una extraña y de hecho paradójica simetría en este libro. Comenzamos viendo cómo los filósofos griegos realizaron el primer intento sistemático para el establecimiento de las generalizaciones subyacentes al orden del universo. Ellos estaban seguros de un orden tal existía, y de que era básicamente simple y comprensible. Como resultado de la línea continua de pensamiento a la que dieron origen, tales generalizaciones fueron en efecto descubiertas. Y de éstas, la más poderosa de todas las generalizaciones hasta ahora descubiertas—las primeras dos leyes de la termodinámica—tuvieron éxito en demostrar que el orden del universo es, en primer lugar y por encima de todo, un desorden perpetuamente en aumento». Ése es el destino de los mecanismos. Y ése es el destino de los sistemas, sean filosóficos, políticos o científicos.

El fenómeno humano es un mentís global a esta ley de la entropía, o ley del incremento del desorden. Todo el hombre nos revela un increíble grado de organización material. A nivel social las cosas no han llegado todavía hasta este punto. Todos los intentos de ordenamiento han sido estructurales y externos, nunca existenciales e internos. El tratar de gobernar a una sociedad basándose en un sistema de normas es característico de la búsqueda de seguridad. No se confía en el hombre, y es preciso entonces abandonar el control a un sistema normativo que regulará nuestra conducta. Lo más tragicómico del asunto es que normalmente hacemos poco caso a esos sistemas que nosotros mismos inventamos. ¿Hemos de extrañarnos acaso de que la juventud, aparentemente sin metas y sin sentido, reaccione en contra de esa deshumanización? Porque el instaurar un sistema social de normas rígidas es procurar que la sociedad se asemeje lo más posible a un mecanismo físico, y ya hemos visto cómo estos mecanismos «progresan» inevitablemente hacia el desorden. Hasta ahora, estas crisis de juventud son de carácter cíclico, y las seguirá habiendo mientras haya generaciones. Y nuestro progreso seguirá siendo espasmódico.

La sociedad se asemeja a un gas. Cuando medimos la temperatura de un cuerpo en estado gaseoso obtenemos sólo un promedio, porque las moléculas individuales poseen distintas temperaturas. Asimismo, es sólo en promedio que la sociedad no se ha puesto metas suficientemente altas, y es por eso que las agota y se detiene cuando «entra en órbita», y es por eso también que presenta ciclos y polaridades opuestas de vejez y juventud. Ha habido muchas personas que individualmente han poseído miras elevadas. Es éste es el más amplio sentido del concepto de «santo», sin incluir en él ciertas notas folklóricas que lo describen como ser apartado del mundo. Pero se debe pasar a una «sociedad santa» en el sentido que hemos utilizado para esta palabra. En el sentido de obtener metas que sean capaces de entusiasmar al grupo humano y que al mismo tiempo no se agoten en un relevo generacional.

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Necesitamos nuevos mitos y nuevas utopías. Que apelen al hombre del siglo XX, con todas sus complicaciones. Que tampoco sea cuestión de colocar vino viejo en odres nuevos.

El reclutamiento debe comenzar por la búsqueda de una meta instrumental: el secreto de la eterna juventud. Ése es el verdadero y único móvil pertetuo. Se invirtió tanto esfuerzo para inventarlo… ¿Qué nos decía el Larousse? «Juventud es la edad entre la niñez y la edad viril». Y reflexionamos diciendo que las mujeres son siempre jóvenes, porque ninguna de ellas llega a la edad «viril».

Vale la pena hurgar en el misterio femenino para encontrar el secreto de la eterna juventud. Muchas veces se compara a las civilizaciones occidental y oriental. La pujanza material y racionalista de la civilización occidental es la que ha hecho el mayor espectáculo. La callada civilización oriental—se dice—ha alcanzado mientras tanto profundas intuiciones.

En nuestra sociedad, la quinta columna de la civilización oriental es la mujer. Mientras estuvo sometida, reprimida, amordazada, mirada con condescendencia, rumiaba tranquilamente sus secretos. De éstos el más importante es el de la flexible intuición. Lo que más importa a una mujer no es la máquina, sino aquello que se mueve dentro de ella y la anima.

Quizás feminizar un poco al mundo sea la salvación. ¿Por qué no pedimos a la mujer que venga a parir para nosotros esta nueva moviente-perpetua juventud?

luis enrique ALCALÁ

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*La nota introductoria de esta entrada—ubicada en este blog en su fecha original de 1969—es del 21 de marzo de 2019, a cincuenta años de distancia. Mi comentario para Alba Fernández de Revenga acerca del Grupo Santa Lucía es de un correo del precedente Día de San José, 19 de marzo de 2019.

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