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El término «paradigma» y su uso en la expresión «paradigma político» se ha hecho de uso bastante generalizado. El sentido en el que se emplea es el propuesto por Thomas S. Kuhn en su obra de 1962 The Structure of Scientific Revolutions. Kuhn se refiere con el término paradigma al núcleo esencial de una determinada teoría o doctrina científica. Por ejemplo, en materia del fenómeno de la gravitación, el paradigma de la física aristotélica quedaba definido por el concepto de causa final; Aristóteles explicaba que los cuerpos cayesen porque todos los cuerpos buscarían ir hacia su lugar natural, la tierra, dado que todos los cuerpos estarían hechos del «elemento» tierra. Sobre el mismo fenómeno el paradigma de Newton sustituye el concepto de Aristóteles por la idea de «acción a distancia», que permite concebir una «fuerza de gravitación universal» existente entre dos cuerpos cualesquiera. Einstein prescinde de esa noción de acción a distancia y la sustituye, a su vez, por la proposición de que la presencia de masa en el espacio induce una curvatura en éste; sería esta curvatura la que seguirían los astros al girar en derredor de cuerpos de mayor tamaño, y no una fuerza de gravitación.

El famoso ensayo de Kuhn describe el progreso de la ciencia entre épocas de estabilidad conceptual, de permanencia de un determinado paradigma, hasta que una crisis en el poder explicativo del paradigma conduce a la formulación de uno nuevo. Esta idea ha sido extendida para explicar la sucesión en el tiempo de las distintas concepciones sobre lo político.

Los paradigmas, pues, son los marcos mentales básicos a partir de los cuales se interpreta la realidad. Obviamente, de ellos depende la conducta humana. Dice John Stuart Mill: «Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan». (Ensayo sobre el gobierno representativo). En lo que sigue examinaremos algunos de los rasgos del paradigma político predominante en Venezuela y las direcciones en las que deberán ser transformados, a fin de permitir un ejercicio político más eficaz.

El retorno del estratega

La crisis de los paradigmas sociopolíticos tuvo una grave expresión en el descrédito que sufrió la llamada planificación estratégica. Comúnmente se acostumbra fechar la primera derrota importante de los planificadores estratégicos con el embargo petrolero árabe de fines de 1973. Las predicciones dejaron de ser confiables, al generalizarse la impresión de volatilidad o impredecibilidad del mercado petrolero. (En un intento algo humorístico por describir el fenómeno, la firma consultora Arthur Andersen publicó un estudio en el que comparaba las sucesivas “cosechas” predictivas con los resultados reales, siempre distintos a lo previsto).

La discontinuidad, por otra parte, comenzó a manifestarse en el mundo político. La caída del régimen del Shah de Irán fue la primera “sorpresa” de cierta magnitud, la que inicia la serie de acontecimientos “impensables” que incluye cataclismos tales como el derrumbamiento del Muro de Berlín y la desmembración de la Unión Soviética como secuela de la “perestroika” de Gorbachov.

Una turbulencia de tan grande magnitud dejaba mal parados los intentos predictivos de los más sofisticados centros de análisis. Junto con el agotamiento del recetario clásico, esa inestabilidad ha sido la razón principal de que cundiera el escepticismo hacia los intentos de manejar el ambiente social desde marcos generales como guía para la acción.

En Venezuela fue muy intenso el rechazo a los “habladores de paja” de los departamentos de planificación estratégica. Un centro local de doctrinas gerenciales publicó en 1985 un libro (El caso Venezuela) en el que sus dos más notables líderes (Moisés Naím y Ramón Piñango) objetaban a la planificación estratégica del siguiente modo: «El mejoramiento de la gestión diaria del país requiere que los grupos influyentes abandonen esa constante preocupación por lo grandioso, esa búsqueda de una solución histórica, en la forma del gran plan, la gran política, la idea, el hombre o el grupo salvador. Es urgente que se convenzan de que no hay una solución, que un país se construye ocupándose de soluciones aparentemente pequeñas que forman eso que, con cierto desprecio, se ha llamado «la carpintería». Si bien no hay dudas de que la preocupación por lo cotidiano es mucho menos atractiva y seductora que la preocupación por el gran diseño del país, es imperativo que cambiemos nuestros enfoques». Es decir, el remedio propuesto era el de sustituir los estrategas por los tácticos.

Entre 1989 y 1993, muy connotados profesores así como gerentes reconocidamente capaces del sector privado ejercieron importantes funciones públicas. Por esta razón resulta interesante contrastar este caso local de miopía técnica con el juicio que mereció a Tocqueville la ceguera de los funcionarios del gobierno de Luis XVI cuando  la Revolución Francesa estaba a punto de estallar: «…es decididamente sorprendente que aquellos que llevaban el timón de los asuntos públicos—hombres de Estado, Intendentes, los magistrados—hayan exhibido muy poca más previsión. No hay duda de que muchos de estos hombres habían comprobado ser altamente competentes en el ejercicio de sus funciones y poseían un buen dominio de todos los detalles de la administración pública; sin embargo, en lo concerniente al verdadero arte del Estado—o sea una clara percepción de la forma como la sociedad evoluciona, una conciencia de las tendencias de la opinión de las masas y una capacidad para predecir el futuro—estaban tan perdidos como cualquier ciudadano ordinario». (Alexis de Tocqueville: El Antiguo Régimen y la Revolución).

Pero no todos los estrategas estaban perdidos o confundidos. Para el caso venezolano tiene especial relevancia la intuición analítica de Yehezkel Dror, puesto que se trata de un investigador que ha venido constantemente al país y se ha reunido con los miembros más representativos de sus élites. Dror no sólo describió adecuadamente la inestabilidad intrínseca del régimen de Palevi bastante antes de su desplome, sino que caracterizó el problema general de la “endemia” de las sorpresas en un brillante artículo de 1975. (How to Spring Surprises on History: “Eventos considerados como de baja probabilidad ocurren con frecuencia variable y la sorpresa llega a ser endémica” ).

Si bien, pues, era evidente que la mayoría de los analistas no sabían qué decir respecto del futuro en ciertas áreas especialmente volátiles, unos pocos mostraban que era posible manejar satisfactoriamente el problema cambiando el punto de vista y la comprensión de la dinámica propia de los acontecimientos sociales.

Es sólo muy recientemente que la “teoría de la complejidad”, que incluye la llamada “teoría del caos”, ha podido proporcionar un paradigma adecuado. Los primeros ejercicios analíticos de predicción eran fundamentalmente proyecciones en línea recta. (La estadística había proporcionado la herramienta de la “regresión lineal”, mientras el “determinismo histórico” de las doctrinas marxistas contribuía a esa opinión de que el futuro era único e inevitable). Obviamente, sólo pocos fenómenos pueden ser adecuadamente descritos como una línea recta.

El reconocimiento de la multiplicidad del futuro llevó, más tarde, al desarrollo de la técnica de “escenarios” (principalmente por la Corporación RAND, en la década de los sesenta), en los que se exponía intencionalmente un conjunto de descripciones diferentes del futuro en cuestión. Sin embargo, aún la técnica de escenarios tiende a estar asociada con una percepción del problema en forma de “abanico” de futuros, según la cual se presume una continuidad de la transición entre los distintos futuros, al desplazarse por el área continua del abanico. Este modo de ver las cosas supone, por tanto, una enorme cantidad de incertidumbre, pues los futuros serían, en el fondo, infinitos.

El formalismo matemático (fractales) sobre el que se asienta la teoría de la complejidad, en cambio, permite describir el futuro como una estructura arborificada o ramificada, como una arquitectura discontinua en la que unos pocos futuros posibles actúan como cauces o “atractrices” por los que puede discurrir la evolución del presente. (Benoit Mandelbrot, investigador del Thomas Watson Research Center de la compañía I.B.M., presentó en 1982, en su libro The Fractal Geometry of Nature, la noción de “fractal”—en términos generales una línea que exhibe “autosimilaridad”, que se parece a sí misma. La matemática fractal reproduce, con ecuaciones de extrema simplicidad, estructuras ramificadas complejas, sea ésta el perímetro de un helecho o la forma del aparato circulatorio humano. Cuando los investigadores de fenómenos caóticos—el clima, la turbulencia de los líquidos, los ataques cardíacos, etcétera—buscaban una herramienta analítica que les permitiera describir estos procesos, encontraron que la matemática fractal era justamente lo que necesitaban. Las “atractrices”, o cauces del orden subyacente a los fenómenos caóticos, son líneas de tipo fractal).

Un modelo sencillo de un sistema de atractrices lo constituye un péndulo que oscila a poca distancia de una base hexagonal, en cuyos vértices se han colocado imanes de aproximadamente igual intensidad magnética. Tomando el péndulo entre los dedos se le dota de un impulso inicial que, al soltarlo, lo hace describir una trayectoria que bajo la acción de los imanes es típicamente errática. Al agotarse el impulso inicial el péndulo se detiene sobre uno de los vértices (una de las atractrices). Incluso en un sistema tan sencillo como éste, no es posible predecir cuál será la atractriz que predominará al final.

Incertidumbres de este tipo han llevado a la desesperante noción de que la predicción social es imposible. El hecho de que por lo atrayente del nombre, se haya popularizado más la teoría del caos que la teoría de la complejidad que la engloba, ha contribuido aún más a la desesperanza.

Pero esto es un conocimiento y una aplicación superficiales de tales teorías. Por una parte, aun los fenómenos caóticos transcurren por cauces que siguen un orden subyacente estricto. Por la otra, ya a niveles prácticos se ha tenido éxito en introducir estímulos que “sincronizan” procesos caóticos para hacerlos seguir trayectorias estables. En otras palabras, es posible dominar el caos. (Ver William L. Ditto y Louis M. Pecora, Mastering Chaos, Scientific American, agosto de 1993 y antes Elizabeth Corcoran, Ordering Chaos, Science and Business, Scientific American, agosto de 1991). Más aún, la proporción de caos dentro de los sistemas complejos es usualmente pequeña, y predomina en éstos un proceso opuesto y más poderoso de autorganización, especialmente en sistemas que, como el social, son capaces de intercambiar información. (Ver Stuart A. Kauffman, Antichaos and Adaptation, Scientific American, agosto de 1991).

Naturalmente, ciertos episodios caóticos pueden tener consecuencias lamentables en magnitudes enormes. Los acontecimientos del 27 y el 28 de febrero de 1989, por ejemplo, son más fácilmente comprensibles si se les interpreta como un caso de proceso caótico, antes que como resultado de una acción subversiva intencional. En muchos sistemas físicos la transición de una fase ordenada a una fase caótica se produce al aumentar la magnitud de algún parámetro, la velocidad, por ejemplo. En el caso del más reciente crash del mercado de valores de Nueva York (octubre de 1987), ese parámetro ha podido ser la mayor velocidad de transmisión de datos que se había logrado luego de la completa computarización de las transacciones. El 27 de febrero de 1989 pudo observarse la propagación de la avalancha desde Guarenas, exacerbándose por la transmisión del evento a través de los medios de comunicación social, pero también a través de una cadena informal de transmisión de información: los mensajeros motorizados, que exhiben desde hace mucho una rápida solidaridad de conducta y que fueron propagando el descontento desde Guarenas a Petare, de allí a Chacaíto, a la estación del Metro en Bellas Artes, y así sucesivamente.

En contraposición a estas posibilidades caóticas, los sistemas sociales aprenden y se autorganizan. A pesar de la larga acumulación de tensiones sociales en el país, el apagón masivo del sistema eléctrico venezolano del pasado 29 de octubre no condujo a disturbios dignos de ser mencionados. La ciudadanía intuyó tal vez que los disturbios, de producirse, proporcionarían un pretexto para la toma del poder político por autoridades militares. La comunicación telefónica sirvió esta vez para generalizar la impresión de que se estaba frente a la preparación de un golpe de Estado: la conciencia política lograda en estos últimos años de tanto sufrimiento social evadió la posible trampa.

Es así como aun en condiciones de extrema complejidad es posible tanto predecir el futuro como seleccionarlo. Por el lado de la predicción social, el problema es ahora un asunto de identificación de las atractrices actuantes en un momento dado. Por el lado de la acción, se trata de evitar ciertas atractrices indeseables y de seleccionar alguna atractriz conveniente o, más allá, de crear una nueva atractriz altamente deseable. Eso es, fundamentalmente, la esencia de una imagen-objetivo. Eso es lo que deben proporcionar los estrategas políticos.

La preeminencia de lo programático

Existe ahora, pues, un marco teórico y analítico—la teoría de la complejidad, el concepto de fractales, la teoría del caos—que permite entender los sistemas políticos desde una nueva perspectiva, así como, por el lado del «análisis de políticas», un arsenal de instrumentos para una producción racional de políticas específicas. Pero también existe el factor favorable de un aumento de la conciencia del electorado. Esto es importante porque forma parte del paradigma político clásico, como basamento de una teoría de la dominación social, la insidiosa noción de que «el pueblo» es incapaz de opciones políticas racionales. Según ese errado punto de vista, el común de los electores haría sus escogencias con base en factores puramente emocionales, egoístas y ligados a necesidades muy básicas. De allí, en gran medida, el desprecio por lo programático como parte de alguna importancia en el proceso político.

Todos los candidatos presidenciales de la recién concluida campaña electoral emitieron sus «programas» hacia la fase final de la misma. El 25 de abril de 1993, el mismo día en que Oswaldo Álvarez Paz resultara electo candidato presidencial de COPEI en elecciones primarias, el flamante candidato declaró en el programa Primer Plano que ahora se dedicaría a conformar los equipos que tendrían que elaborar su programa de gobierno. Esto es, admitió que hasta ese momento su preocupación política fundamental era polémica, y que su legitimación como candidato copeyano tenía origen en el combate a un adversario interno a través de la retórica, no un origen programático.

Para los partidos tradicionales, para sus candidatos, el asunto del programa ocupa un lugar secundario respecto del problema «práctico» de obtener la candidatura o la magistratura. Por esta razón es tan desproporcionadamente grande la porción de los recursos que se dedica a las actividades típicas del combate electoral: encuestas, movilizaciones, publicidad. En 1992, un importante precandidato, aún reconociendo que programáticamente estaba muy débil, consideró excesivo destinar, para un año de trabajo de un equipo programático, una cantidad que por ese entonces se gastaba en menos de una semana de propaganda televisada. En su explicación de esta postura esgrimió que acababa de regresar de los Estados Unidos, una semana antes de sus últimas elecciones presidenciales, y que allí ganaría un candidato que no había presentado programa. No había considerado que el problema de ganar las elecciones era menos importante que el problema de gobernar.

En gran medida esta actitud se explica por la muy difundida noción que se expresaba en el trabajo citado de Naím y Piñango. Que el «gran diseño» es imposible o inútil, y que los programas vienen a ser más bien la sumatoria de un cúmulo de proposiciones específicas, las que deben ser generadas por especialistas. Obviamente, los candidatos no son especialistas, y por tanto la labor del programa no les correspondería a ellos.

En Venezuela, el modelo de la reconciliación, de la negociación, del pacto social o de la concertación, resulta ser todavía el modelo político predominante. En análisis relativamente modernos, como en el caso del tantas veces mencionado trabajo de Naím y Piñango, la recomendación implícita es la de continuar en el empleo de un modo político de concertación, al destacar como el problema más importante de la actual crisis el manejo del conflicto.

Visto de otro modo, se trata aquí de la tensión entre dos conceptos acerca de la política. William Schneider, en Para entender el neoliberalismo, describe el punto de este modo: “…la división era entre dos maneras distintas de enfocar la política, y no entre dos diferentes ideologías.”… La generación del 74 rechazó el concepto de una ideología fija… En The New American Politician el politólogo Burdett Loomis emplea el término empresarial para describir la generación del 74: «De una manera general, los nuevos políticos pasaron a ser empresarios de política que vincularon sus carreras a ideas, temas, problemas y soluciones en perspectiva (…) Adoptaron el punto de vista de que las cuestiones políticas son problemas que tienen respuestas precisas, a la inversa de los conflictos de intereses que deben reconciliarse”.

Esto es, se trata de una oposición entre la idea de que la política consiste en obtener el poder para conciliar intereses, y la idea de que ésta consiste en imaginar soluciones a problemas de carácter público para llevarlas a cabo con el poder. Si la cuestión es formulada como oposición excluyente, el problema queda mal planteado y, en la práctica, domina la conciliación de intereses sobre la solución a los problemas.

¿Significa esto que el político tradicional no tiene el menor interés por lo programático? No, eso no es cierto. Lo que ocurre es que los políticos tradicionales piensan como Schneider describe la postura habitual de un presidente de los Estados Unidos: «Después de todo, siempre puede contratar a alguien que le solucione los problemas».  El trabajo típico de un político tradicional es el de someterse a una agenda inmisericorde de reuniones y reuniones de conciliación de intereses. En esa agenda no hay espacio para el diseño de soluciones. Pero ésta es una situación que debe ser vista comprensivamente. Una vez más Schneider, refiriéndose a los demócratas en Estados Unidos: «…los miembros de la generación del 74, han emprendido la tarea de liberar al Partido Demócrata de la tenaza de los intereses especiales. Pero en su búsqueda de una política libre de intereses les ha faltado comprender una verdad básica: que los conflictos de intereses son parte legítima de la vida política».

El mismo autor del presente artículo ha incurrido en el error de despreciar el término de la conciliación de intereses. Este es un proceso ineludible, no hay duda; la equivocación reside más bien en haberlo hecho predominante. El cambio más importante en el paradigma político, en el discurso político que Úslar ha declarado obsoleto, deberá ser el de subordinar la conciliación de intereses a la solución de los problemas, el de adjudicarle su lugar correcto de herramienta, que no de finalidad, de la actividad política.

De la herramienta al producto

La confusión de la herramienta con el fin explica mucho de los resultados de la política nacional. La discusión pública venezolana se halla a punto de agotar los sinónimos castellanos del término conciliación. Acuerdo, pacto, concertación, entendimiento, consenso, son versiones sinónimas de una larga prédica que intenta convencernos de que la solución consiste en sentar alrededor de una mesa de discusión a los principales factores de poder de la sociedad. Nuevamente, no hay duda de que términos tales como el de conciliación o participación se refieren a muy recomendables métodos para la búsqueda de un acuerdo o pacto nacional. No debe caber duda, tampoco, que no son, en sí mismos, la solución.

Tomemos el caso, por ejemplo, de la insistente proposición de una asamblea constituyente, bandera de lucha del llamado Frente Patriótico, asumida como lema electoral de José Antonio Cova, repropuesta por Oswaldo Álvarez Paz al término de las elecciones, voceada por Eduardo Fernández después del 4 de febrero de 1992, admitida como posibilidad por Rafael Caldera en su «Carta de Intención». El problema es que el Frente Patriótico no ha presentado un proyecto de constitución, y tampoco los demás actores mencionados. Es decir, se insiste en hablar de la herramienta sin hablar del producto que ésta debe construir.

Por otra parte, el método mismo tiende a ser ineficaz. Los ideales de democracia participativa, la realidad de la emergencia de nuevos factores de influencia y poder, han llevado, es cierto, a la ampliación de los interlocutores de las «mesas democráticas» de las que debe salir el ansiado «acuerdo nacional». Así fue diseñado, por ejemplo, el consejo de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), al combinar en él la presencia tradicional de líderes empresariales y líderes sindicales, con representantes de partidos, de la iglesia, de las organizaciones vecinales, etcétera. Así buscó conformarse el «Encuentro Nacional de la Sociedad Civil» organizado por la Universidad Católica Andrés Bello, cuando su rector tomó el reto que pareció recaer, a mediados de 1992, sobre la Iglesia Católica venezolana, en respuesta a un estado de opinión nacional de gran desasosiego, que buscaba en cualquier actor o institución que pudiera hacerlo la formulación de una salida a la aguda y profunda crisis política. Pro Venezuela, la Mesa Democrática de Matos Azócar, los encuentros que organizó José Antonio Cova, y la constante prédica de los partidos, todos fueron intentos de alcanzar ese ya mítico gran entendimiento nacional.

La evidencia es, pues, suficiente. La oposición de intereses en torno a una mesa de discusión difícilmente, sólo por carambola, conducirá a la formulación de un diseño coherente. Es preciso cambiar de método. Y es preciso cambiar el énfasis sobre la herramienta por el énfasis en el producto.

La licitación política

Si el Ministerio de Sanidad se encontrase ante la necesidad de construir un nuevo hospital público, seguramente no convocaría a una masiva reunión de arquitectos, médicos, pacientes, enfermeros, administradores de salud, a celebrarse en un gran espacio como el Parque del Este para que, «participativamente», se pusieran de acuerdo sobre el diseño del hospital.

En cambio, determinaría como primera cosa, técnicamente, los criterios de diseño: debe ser un hospital para 1.500 camas, debe cubrir las especialidades tales y cuales, no debe pasar de un costo de tanto… etcétera.

Una vez con tales criterios en mano, procedería a llamar a licitación a unas cuantas oficinas de arquitectura demostradamente capaces. Las oficinas de arquitectos que participaran en la licitación desarrollarían, cada una por su lado, un proyecto completo y coherente. No serían admitidas, por ejemplo, proposiciones que sólo diseñaran la sala de partos o la admisión de emergencias. Cada oficina tendría que presentar un proyecto completo. Sólo así podrían competir, la una contra la otra, en una licitación que contrastaría una proposición coherente y de conjunto contra otras equivalentes.

Este es el mismo método que debe emplearse para la emergencia de una imagen-objetivo del país. Lo que el espacio político nacional debe alojar es una licitación política con claras reglas para la contrastación de proposiciones de conjunto.

¿Cuáles son estas reglas? Si a la discusión se propone una formulación que parece resolver un cierto número de problemas o contestar un cierto número de preguntas, la decisión de no adoptar tal formulación debiera darse si y sólo si se da alguna o varias de las siguientes condiciones:

a. cuando la formulación no resuelve o no contesta, más allá de cierto umbral de satisfacción que debiera en principio hacerse explícito, los problemas o preguntas planteados.

b. cuando la formulación genera más problemas o preguntas que las que puede resolver o contestar.

c. cuando existe otra formulación—que alguien debiera plantear coherentemente, orgánicamente—que resuelva todos los problemas o conteste todas las preguntas que la formulación original contesta o resuelve, pero que además contesta o resuelve puntos adicionales que esta no explica o soluciona.

d. cuando existe otra formulación propuesta explícita y sistemáticamente que resuelve o contesta sólo lo que la otra explica o soluciona, pero lo hace de un modo más sencillo. (En otros términos, da la misma solución pero a un menor costo).

Esto es el método verdaderamente racional para una licitación política. No se trata de eliminar el «combate político», sino de forzar al sistema para que transcurra por el cauce de un combate programático como el descrito. Valorizar menos la descalificación del adversario en términos de maldad política y más la descalificación por insuficiencia de los tratamientos que proponga.

Este desiderátum, expresado recurrentemente como necesidad, es concebido con frecuencia como imposible. Se argumenta que la realidad de las pasiones humanas no permite tan «romántico» ideal. Es bueno percatarse a este respecto que del Renacimiento a esta parte la comunidad científica despliega un intenso y constante debate, del que jamás han estado ausentes las pasiones humanas, aun las más bajas y egoístas. (El relato que hace James Watson—ganador del Premio Nobel por la determinación de la estructura de la molécula de ADN junto con Francis Crick—en su libro La Doble Hélice—1968—es una descarnada exposición a este respecto).

Pero si se requiere pensar en un modelo menos noble que el del debate científico, el boxeo, deporte de la lucha física violenta, fue objeto de una reglamentación transformadora con la introducción de las reglas del Marqués de Queensberry. Así se transformó de un deporte «salvaje» en uno más «civilizado», en el que no toda clase de ataque está permitida.

En cualquier caso, probablemente sea la comunidad de electores la que termine exigiendo una nueva conducta de los «luchadores» políticos, cuando se percate de que el estilo tradicional de combate público tiene un elevado costo social.

Y tal vez ya haya comenzado a hacerlo. Los resultados del 5 de diciembre no fueron favorables a los candidatos que exhibieron mayor pugnacidad—Álvarez Paz y Velásquez—los que arribaron en tercer y cuarto lugar.

Aristodemocracia

Las consideraciones anteriores llevan a la cuestión de la forma más democrática de conducir las licitaciones políticas. Por lo expuesto, se entiende que la producción de una imagen-objetivo requiere el concurso profesional de pequeñas unidades, de un número reducido de cerebros pensando en el tema como problema complejo, interconectado. En los Estados Unidos se emplea el término think tanks para referirse a esas unidades compactas. Tal vez una buena traducción sea la de «centros de política aplicada». ¿No hay acá un riesgo de aristocratización del proceso político?

En 1991 fue publicado el libro The Idea Brokers: Think Tanks and the Rise of the New Policy Elite, escrito por James Allen Smith. Allí se encuentra una evaluación según la cual los think tanks norteamericanos se han alejado del público y, según él, de los propósitos de los patrocinantes originales, que esperaban que esas organizaciones de política aplicada sirviesen para educar al público y para proveer bases libres de valores desde las cuales se pudiera juzgar la eficacia de las políticas públicas. Los think tanks se limitan, por regla general, a comunicarse con los miembros de las élites, mientras el público permanece ausente de los debates.

Contra este «gobierno de expertos» alertaba Woodrow Wilson: «¿Qué nos espera si va a ocuparse científicamente de nosotros un reducido número de caballeros que serían los únicos en comprender las cosas?»  O como lo pone John H. Fund: «Las políticas públicas son demasiado importantes para dejarlas en manos de los expertos».

La invención política, naturalmente, no puede ser coto exclusivo de centros de política aplicada, pero es obvio según el análisis del punto anterior que tampoco puede esperarse que surja coherentemente de una deliberación colectiva. La salida al problema estriba en que los «brujos» se entiendan a sí mismos como responsables ante la «tribu» y no únicamente ante los «caciques». Es decir, que el producto de sus análisis tenga carácter público.

La comunicación entre «brujos» y «caciques» es no sólo necesaria, sino el cauce habitual para tramitar y ejecutar la invención política. Toda organización, incluyendo acá las organizaciones biológicas, exhibe una estructura de «cogollo», como han debido comprobarlo ya las organizaciones políticas de reciente cuño, que han surgido con el pretexto de suplantar las viejas organizaciones por «cogolléricas». Todas han generado sus propios cogollos, como se vio en las recientes elecciones.

De modo que el problema no reside en negar el hecho incontestable de que cualquier organización requiere un órgano de dirección y que éste debe estar compuesto por un número reducido de personas. El punto está en si ésta es una aristocracia cerrada o una aristocracia abierta al «demos»: una aristodemocracia.

En una concepción clínica de la política, esto es, en una política entendida como actividad de carácter médico, el político no es el «jefe» del pueblo. Es un experto que de todos modos debe someter al paciente la consideración del tratamiento. El que debe decidir en última instancia si se toma la pastilla es el pueblo. El político debe limitarse a ser el ductor del aparato del Estado. Elegimos un jefe de Estado, no un jefe de los venezolanos.

La metáfora cortical

Resulta científicamente válido estudiar la arquitectura de los sistemas biológicos para obtener claves que orienten el diseño de sistemas políticos viables. Desde la emergencia de la cibernética como cuerpo teórico consistente ha demostrado ser muy fructífero el análisis comparativo de sistemas de distintas clases, dado que a ellos subyace un conjunto de propiedades generales de los sistemas. El descubrimiento de la «autosimilaridad», en el campo de las matemáticas fractales, refuerza esta posibilidad de estudiar un sistema relativamente simple y extraer de él un conocimiento válido, al menos analógicamente, para sistemas más complejos. Esto dista mucho de la ingenua y ya periclitada postura del «organicismo social», que propugnaba una identidad casi absoluta entre lo biológico y lo social. Con esta salvedad, vale la pena extraer algunas lecciones del funcionamiento y la arquitectura del cerebro humano, el obvio órgano de dirección del organismo.

Para comenzar, el cerebro humano, a pesar de constituir el órgano nervioso más desarrollado de todo el reino de lo biológico, no regula directamente sino muy pocas cosas. Más específicamente, la corteza cerebral, asiento de los procesos conscientes y voluntarios de mayor elaboración, sólo regula directamente los movimientos de conjunto del organismo a través de su conexión con el sistema músculo-esquelético. La gran mayoría de los procesos vitales es de regulación autónoma (muchos de ellos ni siquiera son regulados por el sistema nervioso no central, o sistema nervioso autónomo). La analogía con lo económico es inmediata. La economía, según la observamos, tiende a funcionar mejor dentro de un ambiente de baja intensidad de regulación.

La corteza cerebral puede emitir órdenes incuestionables al organismo… por un tiempo limitado. Puede ordenar a los músculos respiratorios, por ejemplo, que se inmovilicen. Al cabo de un tiempo más bien breve esta orden es insostenible y el aparato respiratorio recupera su autonomía. Este hecho sugiere, por supuesto, más de una analogía útilmente aplicable  para la comprensión de la relación entre gobierno y sociedad.

Más aún, es sólo una pequeña parte de la corteza cerebral la que emite estas órdenes ineludibles. La circunvolución prerrolándica, o área piramidal, es la única zona del cerebro con función motora voluntaria, la única conectada directamente con los efectores músculo-esqueléticos. La corteza motora, la corteza de células piramidales, abarca la extensión aproximada de un dedo sobre toda la superficie de la corteza cerebral.

Un tercio de la corteza restante es corteza de naturaleza sensorial. A través de los cinco sentidos registra información acerca del estado ambiental o externo; a través de las vías sensoriales propioceptivas se informa acerca del estado del medio interno corporal.

La gran mayoría de la superficie cortical del cerebro humano es corteza asociativa. Emplea la información recibida por la corteza sensorial, coteja recuerdos almacenados en sus bancos de memoria, y es la que verdaderamente elabora el telos, la intencionalidad del organismo humano. Es interesante constatar este hecho: en la corteza cerebral hay más brujos que caciques.

En cambio, en nuestro aparato político la participación de actores de tipo asociativo es muy reducida, a pesar de que cada vez su necesidad sea mayor. (Úslar y Liscano, en los artículos citados en la introducción de este estudio, no estaban pidiendo caciques, ni conciliadores de intereses. Estaban expresando la necesidad de la asociación de ideas políticas, de la invención política). A fines de 1991, el presidente Pérez, no sin razón, se quejaba de las críticas a su «paquete» económico y retaba: «Bueno, si no es éste el paquete ¿entonces cuál es el que debemos aplicar?»

COPEI recogió el reto, anunciando que en breve presentaría un «paquete alternativo». La presentación anunciada se produjo a mediados de febrero del año siguiente, un tanto retrasada por los acontecimientos del día 4. La formulación alternativa consistió en propugnar una «economía con rostro humano» y en la proposición de constituir un «consejo consultivo» que debiera proponer soluciones. Como recogió el punto un periodista local, «En síntesis, el Dr. Fernández ha propuesto que otros propongan».

En el fondo, la proposición del consejo consultivo va en la dirección correcta. El político convencional se ocupa del exigente proceso de la conciliación de intereses, del delicado asunto piramidal de emitir instrucciones, y no tiene ni el tiempo ni el adiestramiento requerido por una función de corte asociativo. Que el Consejo Consultivo nombrado con alguna resistencia por el presidente Pérez no haya tenido mucho éxito se debe a otros factores. Por un lado, a la enorme presión y al acusado grado de inestabilidad del régimen en esos momentos, cuando la natural reacción del Presidente era la de sostener sus puntos de vista so pena de pérdida de autoridad. Por el otro, al método y al concepto empleados en la operación y la composición del consejo mismo. Se trató de un cuerpo de acción temporal que se dedicó a ensamblar una lista inorgánica de medidas puntuales, mediante el expediente de entrevistarse con un número reducido de notables personalidades de la vida nacional. Todavía el presidente Velásquez, que había formado parte del Consejo Consultivo de 1992, creyó que ésa era una fórmula correcta y que debía incluso ampliarla. Así, a las pocas horas de asumir la Presidencia de la República, anunció la formación de «cuatro o cinco» consejos consultivos—nunca fueron creados—e indicó su esperanza de que los futuros miembros de los mismos dedicaran un tiempo importante a su labor, «al menos unas dos horas semanales».

La necesidad de una «corteza asociativa» del Estado venezolano es evidente, pero su espacio debe ser determinado como permanente, y su composición y métodos establecidos según lo conocido ahora en materia de la disciplina denominada policy sciences (ciencias de las políticas, no ciencias políticas), luego de varias décadas de elaboración conceptual y metodológica a este respecto. He aquí un campo para que Venezuela logre distinguirse como pionera, a nivel mundial, en un rediseño de la arquitectura del Estado que aloje, de modo permanente y adecuado, la función asociativa de la generación de políticas.

El continuo del bien y el mal

Ya apuntamos anteriormente que las elecciones del pasado 5 de diciembre mostraron una baja preferencia de los electores por los planteamientos furibundos. El primero y el segundo lugar correspondieron a los candidatos de prédica menos agresiva, mientras quedaron de tercero y cuarto los que habían usado en sus campañas un tono regañón o constantemente pugnaz. Puede que esto haya correspondido a lo que medía una encuesta de la empresa Data Sigma, C. A. en la segunda quincena de noviembre respecto de la deseabilidad de cambios en el país: 77,8% se pronunciaban por cambios graduales o profundos en ausencia de conflictos. Los radicales que propugnaban cambios profundos aun en presencia de conflictos sólo representaban el 11,3% de las respuestas, mientras que los conservadores que postulaban una gradualidad en los cambios aun a costa de conflictos representaron el 7,3%.

Nuevamente, la inteligencia colectiva supo aprender su lección de los últimos años del debate político nacional, caracterizado en gran medida por denuncias, por posturas «justicieras». Algunos candidatos parecían entender que el país buscaba no tanto un jefe de Estado como un buen sheriff o un Robin Hood. Así, sus campañas eran menos apropiadas para buscar la Presidencia de la República que para alcanzar el cargo de Fiscal General.

No hay duda de que los casos de corrupción, presunta, cierta o falsa, han venido irritando constantemente el estado de la opinión nacional. Tampoco es aventurado afirmar que entre los activos indudables de Rafael Caldera está su imagen de hombre probo, y que esto fue uno de los factores que contribuyeron decisivamente a su victoria electoral.

Pero también puede pensarse que la profusión de denuncias no hizo otra cosa que mostrar al país que las conductas ilícitas en el manejo del patrimonio público estaban difundidas en todos los grupos sociales, en todas las instituciones: no había institución o grupo sin mancha.

En 1986 analizábamos el tema del modo siguiente:

«No son soluciones a este complejo político patológico las soluciones moralistas. Es de la mayor importancia captar este concepto y sus consecuencias, pues durante mucho tiempo se ha creído que un tratamiento adecuado de nuestras dolencias políticas consistiría en una «moralización» de la política nacional… La orientación más reciente a este respecto es la siguiente: «También se acordó en la reunión de ayer, en el despacho presidencial, que se concretarán modificaciones para la moralización de la judicatura».  (El diario El Nacional en su edición del viernes 6 de junio de 1986, al reportar la reunión del Presidente Lusinchi con el Comité Coordinador de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado).

Este tratamiento está destinado al fracaso, no sólo porque su aplicabilidad es harto dudosa, sino porque, más fundamentalmente, aun cuando se encontrase una forma práctica de «moralizar» la política nacional (para lo que habría que inventar un modo cierto de medir la moralidad individual, que permita cerrar el paso a los individuos de baja moralidad), todavía una alta densidad de políticos muy morales pero esclerosados paradigmáticamente tendría como resultado el mismo grado de ineficacia e insuficiencia políticas. No es con buenas intenciones como puede resolverse el problema central de la política venezolana actual: la insuficiencia.

Por esta razón no tienen posibilidad terapéutica real los tratamientos que postulan que el problema judicial se resolvería con la elección de jueces «más honestos», que el problema de la corrupción sería subsanado mediante la aplicación más estricta de las regulaciones de salvaguarda del patrimonio público, y así sucesivamente. Estos tratamientos, en apariencia nuevos, son absolutamente ineficaces. La distribución de cualidades morales en una población lo suficientemente grande tiende a seguir una distribución normal. Es decir, la gran mayoría de su población, en su producto moral promedio, no será ni heroica ni malévola, mientras los miembros de comportamiento consistentemente heroico y aquellos de comportamiento antisocial constante serán muy pocos. Una consecuencia que se desprende directamente de esta interpretación realista sobre la moralidad social es la de que nunca podrá contarse con suficiente «gente honesta» como para garantizar que su asunción al poder significaría un cambio verdaderamente radical en la conducción de la política». (Luis Enrique Alcalá. Dictamen. Versión preliminar, junio de 1986).

Lo que antecede—excesivamente radical—puede ser confundido fácilmente con una suerte de autorización «realista» de la corrupción. No es esto, no obstante, lo que queremos justificar en este análisis. Por lo contrario, nos interesa la moderación muy significativa de ese grave morbo político. Para que esto sea posible es preciso enfocar el tema políticamente, esto es, mediante percepciones correctas acerca de la naturaleza de los grupos humanos y sus componentes. La Madre Teresa de Calcuta en Miraflores no es la solución al problema de la corrupción. Y no lo han sido tampoco—ya está comprobado hasta la saciedad—las exhortaciones moralistas.

Menos aún lo son cuando tales exhortaciones son negadas por actuaciones posteriores que las invalidan. A comienzos del crítico año de 1991, los venezolanos pudimos ver en los televisores de nuestras casas un terrible espectáculo: el video del intento de extorsión del Sr. Lamaletto por parte del abogado Jattar, asesor del entonces Presidente de la Comisión de Contraloría de la Cámara de Diputados, el diputado Douglas Dáger. Ese episodio costó el cargo a Dáger. Pocos días después, el diputado Tarre Briceño exhortaba moralistamente al respecto y proponía la aprobación de un «código de ética del parlamentario». Al año siguiente, por las mismas fechas, el Secretario General de COPEI visitó al Fiscal General de la República para manifestarle que COPEI expulsaría de sus filas a cualquier militante del partido contra quien existiesen indicios de manejo indebido. Y enfatizó que no necesitaría pruebas. Los indicios serían suficientes. Poco antes había nombrado al Presidente de los actos del aniversario del partido para ese año: Douglas Dáger, de quien se podía pensar que tenía indicios en contra suya, o necesitaba una mejor defensa desde su partido.

Para que pueda darse en Venezuela un eficaz tratamiento al grave problema de la corrupción política, es preciso plantearlo correctamente. Correctamente planteado, el aspecto judicial del asunto no es prerrogativa del Ejecutivo Nacional, sino del Poder Judicial de la República. El Presidente de la República no debe entenderse a sí mismo ni siquiera como Fiscal.

Las divisiones dicotómicas de los grupos humanos, admisibles en ciertos momentos para facilitar o simplificar su descripción, son siempre inexactas y con frecuencia injustas. El país no está dividido en un grupo de gente honesta y otro de gente deshonesta, en uno de corruptos y uno de gente «decente». Entre los extremos del bien y el mal, que prácticamente nadie alcanza, se despliega todo un continuo de conductas morales con una gradación casi infinita.

Realpolitik R. I. P.

El texto de John A. Vásquez, The power of power politics, destaca la crisis de ineficacia explicativa y predictiva del paradigma que concibe a la actividad política como proceso de adquisición, intercambio y aumento del poder detentado por un sujeto de cualquier escala. (Individuo, corporación, estado). Aun cuando su investigación se centra sobre la inadecuación de esa visión en el campo académico de las ciencias políticas, este fenómeno tiene su correspondencia en el campo de la política práctica. (A fin de cuentas, lo que la baja capacidad predictiva de ese paradigma significa es que en la práctica política el estilo de la Realpolitik parece, al menos, haber entrado en una fase de rendimientos decrecientes).

Una de las razones para esta situación de crisis del paradigma del poder por el poder, puede ser encontrada en la informatización acelerada del planeta y sus consecuencias. La Realpolitik ha necesitado siempre del secreto para garantizar su eficacia. Pero en los últimos tiempos hemos sido testigos del descubrimiento y exposición pública de los más elaborados planes de ocultamiento político. Un caso particularmente notable fue el del financiamiento de la Administración Reagan a los «contras» en Nicaragua. Un complicadísimo y retorcido esquema de ocultamiento, que involucraba a insospechables aliados momentáneos (Irán, que para los efectos de relaciones públicas era enemigo de los Estados Unidos), resultó ser imposible de ocultar.

Por esto es que el glasnost, la política de «transparencia» declarada por Gorbachov en la antigua Unión Soviética, más que un deseo inspirado en valores éticos, era una necesidad. Ante el asedio de los medios de comunicación, que se ha unido a las previsibles acciones de los adversarios políticos que intentan descifrar las intenciones del contrario, el actor político de hoy se ve forzado, cada vez más, a determinar sus planes suponiendo que van a ser, a la postre, conocidos públicamente. La política de hoy tiende a parecerse cada vez más a un juego de ajedrez, en el que cada oponente posee información completa acerca de la cantidad, calidad y ubicación de las piezas del contendor.

Otra razón, más de fondo, para explicar la pérdida de eficacia de una postura de Realpolitik, consiste en la simple constatación de que una versión cínica de los actores políticos es decididamente una sobresimplificación, Esto es, constituye un error teórico y perceptual, a la vez que práctico, considerar que todo actor político tiene como único objeto la procura del engrandecimiento de su propio poder como un fin en sí mismo, y como si estuviese convencido de que la base de su poder descansa sobre la amenaza y el empleo de la fuerza física o la coerción económica. Los actores políticos, en tanto personas, son bastante más complicados y ricos que lo que esa simplista descripción postula que son. Entre sus motivaciones entran no sólo los fines egoístas o maquiavélicos; también poseen motivaciones altruistas, limitaciones éticas, interés por un juicio favorable de la historia, etcétera.

Pero también explica la erosión del paradigma de la Realpolitik la admisión, cada vez más amplia, de que la bondad tiene un valor funcional. La práctica gerencial redescubre a cada momento el valor motivante de los estímulos positivos, y este conocimiento pasa con rapidez a los predios de la doctrina de la gestión.

No obstante, no puede caber duda de que la práctica de la Realpolitik está todavía muy generalizada, sobre todo en los casos agudos de aquellas personalidades que experimentan un placer patológico en la destrucción del adversario.

En La Marcha de la Insensatez, Bárbara Tuchman nos presenta cuatro estudios a fondo de cuatro grandes casos de insensatez política. La autora entiende este término como el designante de la conducta de un actor político que, en contra de reiterados consejos y evaluaciones que le muestran que sigue un curso equivocado, persiste en él, aun a costa de sus mejores intereses. Uno de los más interesantes capítulos, dentro de la parte que dedica a la Iglesia del Renacimiento, trata de las actuaciones de Julio II, Sumo Pontífice entre 1503 y 1513. Papa guerrero, Julio II atendió poco o nada a las proposiciones internas de reforma, preocupándose más por conquistas territoriales que por componer el deplorable estado de corrupción de la Iglesia de la época. A su equivocada política se debe en gran medida la explosión de Lutero y su Reforma Protestante.

Al cierre del capítulo que le dedica, Bárbara Tuchman recapitula su tránsito por el papado en los siguientes términos: «Los defensores de Julio II le acreditan el haber seguido una política consciente que se basaba en la convicción de que ‘la virtud sin el poder’, como había dicho un orador en el Concilio de Basilea medio siglo antes que él, ‘sólo sería objeto de burla, y el Papa romano, sin el patrimonio de la iglesia, sería un mero esclavo de reyes y de príncipes’, que, en breve, con el fin de ejercer su autoridad, el papado debía lograr primero la solidez temporal antes de emprender la reforma. Este es el persuasivo argumento de la Realpolitik que, como la historia ha demostrado a menudo, tiene este corolario: que el proceso de ganar poder emplea medios que degradan o brutalizan al que lo busca, quien despierta para darse cuenta de que el poder ha sido poseído al precio de la pérdida de la virtud y el propósito moral».

Ventajas cooperativas

Cada cierto tiempo, una moda doctrinaria irrumpe en el ámbito de la gestión de organizaciones. Cada una deja su huella, como los estratos de una formación geológica puesta al descubierto. La organización científica del trabajo, los T groups del sensitivity training y el tema más general de la dinámica de grupos, la organización matricial, «the managerial grid», el desarrollo organizacional, la «teoría Z», la búsqueda de la «excelencia», la «calidad total». Cada tema domina la atención como panacea efímera por un breve lapso, durante el cual ingresan sumas considerables a los escritores de libros y manuales, a los conferencistas, a los asesores y a las empresas que se dedican al adiestramiento de personal ejecutivo. Más de una moda gerencial termina por la creación de departamentos completos dentro de las empresas y otras organizaciones.

Dado que en un grado significativo el manejo del gobierno requiere la aplicación de criterios y técnicas gerenciales, muchas de estas teorías de moda logran pasar al ámbito de la administración pública, Otras son formulaciones más ambiciosas, generadas dentro del campo más amplio de la economía.

Un caso de este último tipo lo constituyen las tesis de Michael E. Porter en La ventaja competitiva de las naciones, la más reciente versión de la ya vieja teoría del darwinismo social y una modificación de la clásica explicación del desarrollo en términos de ventajas comparativas.

El énfasis de Porter en la competitividad—previamente a su obra más conocida Porter escribió Competitive Strategy en 1980 y Competitive Advantage en 1985—se ha difundido hasta el punto de convertirse en un credo de aceptación prácticamente universal, aunque en el fondo poco hay de nuevo en sus planteamientos generales.

Al mismo tiempo, no obstante, el mundo progresa en dirección de una planetización o «globalización» de las economías. En una decisión histórica, ciento diecisiete países han acordado ya aprobar el Acuerdo General de Tarifas y Comercio, mejor conocido como GATT, luego de siete años de discusiones de la llamada «Ronda Uruguay». El impacto de este hecho debe ser, en términos generales, enorme, y es previsible un efecto benéfico debido al aumento global del comercio mundial.

¿Está realmente preparada Venezuela para este nuevo período de la economía planetaria, en el que bajo los criterios de Porter todo país intentará competir con base en ventajas propias?

La noción de las ventajas comparativas ha sido empleada en Venezuela desde hace ya bastante tiempo para determinar la orientación de la política económica, principalmente en lo concerniente a la actividad del Estado como inversor. No otra cosa es la actividad petrolera del Estado, o su impulso a la explotación y el procesamiento del hierro y el aluminio, basados en la disponibilidad de yacimientos y energía relativamente barata. En la teoría predominante en los estratos dirigentes de nuestra industria petrolera, ha sido dogma de fe la ventaja comparativa (y competitiva) que nos proporcionaría la cercanía a nuestros principales mercados de exportación.

Pero este dogma se ha visto duramente cuestionado por factores de tipo geopolítico, derivados en buena parte de la alianza saudita-kuwaití-norteamericana, sobre todo a partir de la guerra con Irak. Ya Venezuela no es el país que más coloca petróleo en los Estados Unidos, pues el primer suplidor es ahora Arabia Saudita, a pesar de las distancias. Y el mismo día en que se anuncia una era de liberalización planetaria de barreras aduanales, se anuncia también la puesta en vigencia de restricciones a la importación de gasolina de procedencia venezolana a los Estados Unidos, por razones de tipo ambiental.

Un desplazamiento del foco sobre lo económico a un foco sobre lo político conduce, no obstante, a otro tipo de lectura. La planetización no es sólo económica; es también, y tal vez sobre todo, comunicacional y cultural y, por ende, política. Y he aquí que entonces resulta procedente reflexionar con detenimiento sobre lo que pueden ser nuestras ventajas para la cooperación: nuestras ventajas cooperativas.

El planeta va hacia la construcción de un nivel político de escala planetaria, a partir de las estructuras revisables de la Organización de las Naciones Unidas, impulsado por la consideración de realidades que trascienden fronteras nacionales y aun continentales, como son, por ejemplo, las de naturaleza ecológica. El mismo acuerdo del GATT ha creado una nueva organización global: la Organización Mundial del Comercio.

Venezuela tiene un cierto carácter nacional. Un carácter o personalidad que la marcan como actora constructiva en la próxima fase de planetización: la política. La construcción política del planeta requerirá de un grado muy considerable de cooperación y de un excedente neto de la cooperación sobre la competencia. Y he aquí que Venezuela, protagonista de una historia de desprendimiento político, generosa, a veces ingenua, más allá de cualquier ventaja competitiva que llame la atención de Michael Porter, es titular de muy señaladas ventajas cooperativas. Venezuela, que desdeñó establecer la dominación de buena parte de América del Sur, que ha cedido territorio en lugar de conquistarlo, que ha compartido riqueza y ha manifestado solidaridad sostenida con los pueblos de la Tierra, es un municipio del planeta que puede facilitar en mucho la feliz constitución de la polis del mundo. LEA

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