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Haría muchas cosas. En mi corta presidencia haría, creo, muchas cosas. Haría, también, una sola cosa, ejercer mi profesión. Hace ya un buen tiempo que trato de reivindicarme como político general, como cuando se habla de un médico general.

Creer que la política debe entenderse como se entiende a la medicina no es un punto trivial. Es algo muy fundamental, porque lo que se propone es que se trata de profesión, arte, ocupación u oficio, no de una ciencia. Nuestras universidades debieran tener escuelas de política.

No hablo de las escuelas de ciencias políticas, que enfatizan, por un lado, la historia de los acontecimientos políticos tanto como la de las ideas políticas, y que por el otro examinan el fenómeno político desde la perspectiva imparcial de la ciencia, con la intención de formular alguna teoría que explique ese fenómeno más o menos adecuadamente.

Hablo de escuelas de política que capaciten para hacerla, no para explicarla. De escuelas en las que se enseñe cosas útiles al ejercicio de la función pública. Yo sé que se enseña algo de técnicas de decisión y cosas así en las escuelas de ciencias políticas, pero esta carrera no capacita demasiado para ese ejercicio. Lo que necesitamos es una carrera en la que se estudie mucho de lo que hay hoy en día bastante desarrollado, un arsenal de formatos para decidir, para analizar costos y beneficios, para comunicar, para inventar tratamientos, para procurar la salud pública.

Y creo que lo primero que debieran enseñar esas escuelas es que el pueblo es más sabio y poderoso que el gobierno. Que la intervención del político debe ser siempre por la salud del pueblo. Que nunca deja de aprenderse el arte del Estado.

Eso, creo, no tiene nada de trivial. La política no es la búsqueda y preservación y engrandecimiento del poder por cualquier medio eficaz, sino la potenciación de la salud pública.

Este modo de entender la política es un cambio que se dará en el mundo. Es inevitable. Nuestra sociedad está siendo cada vez más informatizada. Eso quiere decir que cada vez más habrá más canales, cada vez más interactivos, cada vez más baratos, a través de los cuales podremos hacer algo con la información, desde recibirla hasta generarla, y a través de esa generación, así sea en un solo voto en un referéndum electrónico, podremos influir cada vez más en nuestros procesos públicos.

Pronto nos daremos cuenta de que los políticos que queremos son los verdaderamente idóneos, que están preparados en las disciplinas pertinentes y que buscan por encima de cualquier cosa la salud de la sociedad. Pronto estaremos en capacidad de exigirlos en la función pública. No habrá modo de ocultar por mucho tiempo la incompetencia. La pregunta es ¿querrá Venezuela estar entre las primeras sociedades en hacer política desde esa perspectiva, o preferirá continuar siendo el terreno de batalla en el que quienes solamente quieren el poder luchan entre sí por poseerlo?

Venezuela puede ser, respetables Electores, la primera democracia electrónica del planeta si se lo propone. Si un gobierno decidiera tender por todo el país una red de fibra óptica que llegara hasta todos los hogares, tendría que gastar mucho menos que lo que se empleó en los auxilios extraordinarios al sistema financiero venezolano, y mucho menos aún de lo que se consume en los planes de Petróleos de Venezuela. Y esto compraría una capacidad de crecimiento de la sociedad cuyos límites no somos capaces de vislumbrar: todo el país conectado interactivamente, como en un inmenso instituto de investigación, de comercio, de tramitación, de estimulación social. Como en una inmensa asamblea ateniense que pueda entonces dar existencia a una verdadera democracia participativa.

Pero es que tal vez ni siquiera sea necesario llegar a una erogación de esa magnitud. El 12 de octubre de este año la agencia de noticias Reuters transmitía una noticia asombrosa y preñada de consecuencias: una empresa canadiense y una inglesa anunciaron que conjuntamente habían desarrollado una tecnología que les permitía conexiones del tipo de Internet a través de las líneas de electricidad convencionales, con mucha mayor capacidad y velocidad y mucho menor costo que el necesario para la operación rentable de las redes de clase telefónica. El mismo año próximo comenzarán a instalar lo necesario para aprovechar el tendido de redes ya existente en Inglaterra.

¿Se imaginan lo que puede pasar si hiciéramos algo así en nuestro país, donde prácticamente llega la electricidad hasta el último rincón de su territorio? ¿Qué pudiera pasar en una sociedad como la nuestra, en la que se encuentran tan frecuentes demostraciones de ingenio y tan marcadas inclinaciones a la cooperación? Yo creo que los planes más audaces podrían entonces ser llevados a la práctica.

Primero lo primero

El presidente en Venezuela es, esencialmente, el jefe del Estado, lo que a su vez significa, otra vez esencialmente, que es el jefe de los funcionarios públicos nacionales. Y el primer deber del jefe es preocuparse por sus funcionarios.

Un buen amigo me hizo conocer la filosofía de la muy exitosa empresa FEDEX. Es muy simple: FEDEX cree que los accionistas de la empresa percibirán ganancia cuando los clientes de la empresa estén satisfechos, y cree que los clientes estarán satisfechos cuando los empleados de la compañía estén satisfechos. Por tanto, FEDEX cree que la primera tarea de sus jefes es la de asegurarse que sus empleados estén satisfechos.

Lo mismo es con el Estado. Si nuestros empleados públicos no están satisfechos, rendirán un servicio público deficiente y los venezolanos no estarán satisfechos. Y esto incluye una dignificación económica del servicio público, un marcado aumento en la remuneración del funcionario público.

¿De dónde, se preguntará, van a salir los fondos para pagar eso? De parte de las reservas, para algo son, que servirán para compensar, a quienes no se queden en la administración pública, con adecuadas indemnizaciones.

Así se tendrá por fin un Estado más pequeño, operado por menos personas, más capacitadas, mejor motivadas y mejor remuneradas.

El uso de parte de las reservas para ese fin está perfectamente justificado. Las predicciones de los mismos economistas que antes pronosticaban recesión ahora indican años de significativa expansión económica a partir de 1998. Es decir, las reservas se recuperarían y aun crecerían con mucha rapidez. En balance neto se reduce el activo para reducir el pasivo, dejando intacto el patrimonio. Esto es así incluso si se estima la disminución del significativo intangible que se deriva del mero hecho de tener mayores reservas, puesto que igualmente significativo, si no más, es el importante activo que se obtiene con un Estado más esbelto y ágil, más eficaz y menos costoso. Tal vez sea posible reducir en un 30% su tamaño actual en el lapso de dos años. De modo que no se habla de proporciones exorbitantes de las reservas. No se puede hacer todo de inmediato, sin alguna preparación, lo que facilita el pago del pasivo que se absorbe con la operación.

Pero un significativo aumento en su remuneración no es suficiente para satisfacer a nuestros empleados públicos. Más allá de eso necesitan un respeto, una estima propia, un significado. Y nada mejor para ese mal que el remedio de saberse partícipe de una transformación trascendente y benéfica. Yo he visto de cerca los efectos.

La gran mayoría de nuestros empleados públicos preferiría ser estimada por el público. Y por tanto quisieran poder servir mejor, puesto que el más lerdo se da cuenta de que de eso depende que se le estime.  Por tanto estará esa mayoría interesada en aprender, en disponer de mejores instrumentos de trabajo, y el Estado podrá darle enseñanza y herramientas mejores porque así aumentará su productividad y disminuirá su costo fijo.

Pero no se puede negar que hay funcionarios públicos, lamentablemente, que parecieran preferir el temor y la ira impotente del ciudadano que requiere sus servicios. Como si se sospechara que todo lo que necesita un trámite con el Estado es de suyo indebido, porque las cosas que se puede hacer no necesitarían permiso. El Estado no puede tolerar una actitud de esa naturaleza, y debe procurar en máximo grado transmutarla o suprimirla.

Y tampoco puede ocultarse que hay funcionarios públicos que extraen indebidamente beneficios a costa de los ciudadanos, directamente por extorsión al usuario público o indirectamente a través del dispendio y el desvío de fondos. Es natural esperar una moderación de esta odiosa enfermedad general cuando se reconozca mayor dignidad económica a la función pública, cuando los funcionarios estén mejor remunerados y satisfechos en más de una dimensión. Sería iluso suponer que así desaparecería tan vieja práctica, pero al menos se reduciría la presión por tratar el asunto con terapéutica exclusivamente penal, pues alguna disminución de la frecuencia y monto del mal uso de los fondos y las discrecionalidades públicas, es esperable de un funcionario a quien se le brinde respeto.

Quienes hoy forman parte del empleo público y no vayan a quedarse en él no sólo deberán contar con la compensación antes mencionada, sino con mayores oportunidades de desarrollo profesional o empresarial. Debiera facilitárseles su transformación en profesional independiente, empresario, empleado por privados. El Estado debe procurar devolverle a la sociedad un contingente humano mejor preparado, y por eso tendrá que enseñar también a quienes se separen de sus filas. En las proporciones señaladas es posible organizar el logro de las metas propuestas en dos años.

Metamorfosis

Pero los funcionarios más capacitados, más motivados y mejor pagados no pueden hacer demasiado si deben operar dentro de un contexto organizativo y legal que les constriña e impida. Para que el Estado venezolano pueda valer la pena para el ciudadano, será preciso sujetarlo a un cambio bastante marcado en su arquitectura jerárquica, en su composición esencial, en su organización.

Una parte de ese cambio excede las facultades actuales del Presidente de la República. Este funcionario no puede modificar leyes orgánicas ni formulaciones constitucionales que prescriben su forma al Poder Ejecutivo Nacional. Pero, por una parte, aun dentro del marco vigente es factible establecer prácticas que aproximen la estructura actual a lo mejor y, por la otra, nada obsta para que el Presidente de la República presente al Congreso un “paquete”, como ahora es moda decir, en el que solicite la aprobación de varias enmiendas constitucionales, cuya vigencia comenzará tan pronto como quieran las Asambleas Legislativas de los Estados, puesto que es ése el procedimiento pautado para la enmienda constitucional. (Y luego habrá que pensar en la tarea más de fondo de un órgano constituyente a ser convocado para la redacción de un texto constitucional absolutamente nuevo).

De hecho, el Presidente de la República que asuma una misión metamórfica, solónica, debe tener el derecho de solicitar de los Electores un apoyo suficiente a la hora de introducir las solicitudes de facilitación del Ejecutivo a las que hemos aludido. Habrá podido explicar a los Electores lo que se propone, y en la medida en que haya sido votado tendrá autoridad para requerir del Congreso y los órganos legislativos estatales respeto a la intención de los votantes.

Por ejemplo, una enmienda constitucional podría autorizar al Congreso de la República a “suspender temporalmente el efecto de disposiciones de las leyes orgánicas de la Administración Pública a petición del Ejecutivo Nacional, siempre y cuando éste presente un código orgánico ejecutivo que supla el vacío legal temporal y regule la estructura y funciones del Poder Ejecutivo Nacional. Esto deberá proceder dentro de un lapso fijo, dentro del cual el Ejecutivo deberá someter los proyectos de reforma orgánica necesarios para que el Congreso pueda legislar definitivamente… Sin una libertad de esta naturaleza el Gobierno Nacional continuaría en la muy impedida situación actual, enmarañado dentro de sí mismo, tratando de manejar una realidad cada vez más compleja desde un aparato engorroso, recrecido y en gran medida obsoleto”. (Propuesto en febrero de 1996).

¿Qué es lo que se busca con esto? Dar la posibilidad real de reacomodar con rapidez  la configuración del “alto gobierno”, respecto de la cual existe la fama de su grave inadecuación a las necesidades de la toma de decisiones públicas, al tiempo que se respeta la legalidad orgánica y constitucional. Esto mientras procede la inexorable reforma a fondo.

En nuestra doctrina constitucional hay un cierto germen de un desdoblamiento fundamental del quehacer público nacional. Por una parte, el Poder Ejecutivo Nacional es el guardián de la República, su representante en la interlocución con otros Estados y el proveedor de condiciones generales para que su población prospere, las que incluyen la regulación del clima económico y la construcción de la infraestructura nacional. Por la otra, el Estado presta o debe prestar a través del Ejecutivo una amplia gama de servicios a la ciudadanía. Se trata de dos tareas muy diferentes: las funciones propias de preservación y engrandecimiento del Estado general y aquellas que se expresan como servicio directo a los ciudadanos individuales.

La distinción se evidencia en las facultades diferenciales que el Constituyente de 1961 otorgó a las dos cámaras del Poder Legislativo Nacional. El Senado tiene que ver con las sanciones a los presidentes y los diputados con las sanciones a los ministros. Los diputados son quienes inician las leyes de presupuesto e impuestos. El Senado considera los tratados internacionales y la composición del Alto Mando Militar, autoriza la enajenación de inmuebles propiedad de la Nación, la aceptación por funcionarios públicos de distinciones de gobiernos extranjeros, el empleo de misiones militares nuestras en el exterior o extranjeras en el país, la salida del Presidente de la República del territorio nacional, el nombramiento del procurador General de la República y de los jefes de misiones diplomáticas permanentes; el acceso, finalmente, a los honores del Panteón Nacional.

Evidentemente se confía al Senado facultades de mucha mayor importancia. Es porque se trata de asuntos de Estado.

También son asuntos de Estado, naturalmente, los que día a día manejan los siguientes ministros: de Relaciones Interiores, de Relaciones Exteriores, de Defensa, de Hacienda, aunque este último también desempeña funciones de otro nivel, administrativas, en su carácter de tesorero, y por esto el presupuesto es primero asunto de los diputados. En tanto ministros la posible sanción de estos verdaderos ministros de Estado está en manos de los diputados, aunque debiera estar, como la del presidente, en manos del Senado.

Entonces hay dos niveles fácilmente distinguibles en la acción del Ejecutivo: el del Estado propiamente dicho, el de la preservación y enriquecimiento –sustentable interna y externamente– de la República; el de la prestación de los servicios públicos nacionales.

No se trata de distinguir entre un jefe de Estado y un jefe de “gobierno”. Si a ver vamos, la sola idea de que es el Estado quien gobierna contradice en los términos a la democracia, pues este concepto significa que es el Pueblo quien gobierna, y nunca debe confundirse el Estado con el Pueblo.

De lo que se trata es de reunir bajo una sola coordinación los distintos servicios nacionales, de considerar labor de Estado la prestación de estos servicios y de, por tanto, confiar a un Ministro de Estado en el sentido empleado la totalidad de los servicios del Estado. ¿Es eso demasiado para una sola persona? Pues de hecho eso es lo que se carga sobre los hombros del Presidente de la República, además de ocuparlo con las restantes funciones de Estado. Y en una configuración en la que se reúnen, bajo la autoridad de un solo ministro de Estado, la totalidad de los servicios nacionales, no se desentiende el presidente de éstos, pues él es el jefe de un ministro de Estado de los servicios públicos nacionales

Para que el presidente pueda hacer una labor eficaz es preciso desdoblar en dos pisos o niveles la organización que está inmediatamente bajo su dirección. Ese desdoblamiento en dos niveles no es sino otra versión, en este caso dentro de la administración pública, de una configuración comúnmente observada en organizaciones de distinta naturaleza, pero que por su escala han requerido la focalización de su ejecutivo máximo en el problema estratégico y designan un jefe operativo máximo—que responde al anterior—y en quien descargan la dirección de las operaciones: el problema táctico. (En el lenguaje gerencial norteamericano, se tiene un Chief Executive Officer—CEO—y un Chief Operating Officer—COO).

Probablemente se dio esta configuración en el campo militar por primera vez, lo que, dicho sea de paso, no es poco común. Muchas de las prácticas y modelos gerenciales en el campo privado se han dado primero en el campo militar. Lo cierto es que, por ejemplo, una distinción de este tipo era clarísima en la división de funciones del comando aliado que inició el asalto final contra las fuerzas de Adolfo Hitler en 1944: Dwight Eisenhower era, desde Londres, el máximo estratega y jefe de las fuerzas de invasión, mientras que oficiales superiores como el famosísimo general Patton debían ocuparse de las operaciones reales en el más concreto campo de batalla.

Al crearse esa lógica división de funciones tiende a darse también la gravitación de comités o consejos separados para ambos niveles alrededor de cada jefe: un comité de estrategia y un comité de operaciones. Y algo de este tipo es lo sensato asimismo para el manejo ejecutivo del Estado.

Es así como, si yo fuera presidente electo con un mandato para la transformación del Estado venezolano, procuraría aproximar, lo más rápidamente posible, la jerarquía de ministros a una configuración cuyo organigrama se presenta gráficamente en la siguiente página. Un presidente a quien respondieran directamente sólo ocho ministros de Estado, uno de los cuales es el ministro de Estado de los servicios públicos, a quien responden, a su vez, doce ministros de servicio. Por tanto, se daría un consejo de Estado compuesto por el presidente y los ocho ministros de Estado, al que en principio pudieran o debieran asistir el Procurador General de la Nación y una nueva figura: la del Auditor General del Estado. (Otra vez, las funciones de este nuevo funcionario están prefiguradas en la práctica de la organización privada. Las compañías privadas, además de ser auditadas por auditores o firmas de auditores externos, tienen su propio auditor interno, el que está allí para procurar una correcta administración de los bienes corporativos y de este modo proteger los derechos de los accionistas. Por eso como tal no pertenece al equipo gerencial, y por eso mismo no es usualmente muy bien recibido. El Contralor General de la República es más bien un auditor externo, nombrado como es por el Poder Legislativo).

Dos pisos ejecutivos para el Gobierno Nacional

Dos pisos ejecutivos para el Gobierno Nacional (clic amplía)

Bajo el ministro de Estado de los servicios públicos, en cambio, operarían una docena de ministros de servicio. En el organigrama mostrado en la página que sigue se muestra un posible conjunto de ministros de servicio, cada uno de los cuales se ocuparía de uno de los ministerios existentes en este momento o de algunos no existentes, como el de ciencia y tecnología, pero que asumirían despachos públicos existentes, como en ese caso, bajo la forma de institutos autónomos. Los ministros de servicio constituirían, bajo la presidencia del ministro de Estado de los servicios públicos nacionales, su propio consejo nacional de los servicios.

En el organigrama expuesto se menciona un ministro de Estado para el análisis y desarrollo de políticas, el que viene a modificar la figura del habitual ministro de Cordiplán. Éste es un despacho que ha venido cambiando con el tiempo su misión original de introducir, en el mucho más sencillo Estado de Rómulo Betancourt, la racionalidad y la coherencia en la acción del gobierno. Es la oficina pública encargada de formular “la Estrategia de Desarrollo Económico y Social a largo plazo, el Plan de la Nación y el Plan Operativo Anual”. (Ley Orgánica de la Administración Central, Art. 47, Ordinal 3º). Pero la misma ley le atribuye funciones que hoy en día se supone estarían adjudicadas a otros despachos, como es el caso de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado—COPRE—creada durante la presidencia de Jaime Lusinchi, pues el Ordinal 13º del mismo Art. 47 de la LOAC establece que es una función de Cordiplán el elaborar planes para “reestructurar la Administración Pública Nacional, central y descentralizada, en todos sus niveles, sistemas y sectores, con vista a su adaptación a las exigencias de la planificación del desarrollo económico y social y dirigir la reforma administrativa”. Y como con frecuencia ocurre con nuestras leyes, también se encuentra entre sus funciones tareas que pudieron ser asignadas mediante decreto, pues parecen ser trabajos que debiesen completarse en un cierto plazo, lo que se configura como transitorio. (Por ejemplo, el Ordinal 15º dice que corresponde a la oficina Central de Coordinación y Planificación establecer “un sistema de procedimientos y recursos administrativos”).

Lo cierto es que el producto fundamental de la labor de Cordiplán, el llamado “Plan de la Nación”, aparte de ser en buena medida un rezago de épocas en las que una planificación central todavía se concebía como viable—no lejana del estilo de planificación central del Estado soviético, en razón de la tradición socialista y aun marxista de los líderes de Acción Democrática—ha llegado a ser un documento que mal puede llamarse “de la Nación”, puesto que ésta ni participa en su confección ni lo conoce. De hecho, ya es bien conocida la resistencia dentro de la propia administración pública al Plan de la Nación, al menos desde la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez.

En cambio, de lo que se trata es de enfatizar las funciones de Cordiplán que tienen que ver con la invención y el análisis de políticas que sean propuestas, para lo que seguramente necesita un equipo bastante más compacto del que ahora dispone.

Con una configuración como la descrita sería posible que el presidente tenga más tiempo para dedicarse a las tareas más estratégicas del nivel de Estado, sin por eso perder su carácter de jefe supremo del tren ejecutivo nacional.

Transplantes

Tradicionalmente es posible distinguir dos aproximaciones al problema de la reforma del Estado o de la reforma de la administración pública en Venezuela. O se ha procedido de forma incremental, poquito a poco, o se ha pretendido reformar prácticamente la totalidad del aparato estatal. En este último caso la intención no ha pasado de los volúmenes contentivos de los estudios realizados. (Por ejemplo, dos gruesos tomos de la Comisión de Administración Pública del primer gobierno de Rafael Caldera). También puede decirse que cuando los intentos de reforma han pretendido ser más ambiciosos han tendido a enfocarse como si la transformación fuese casi exclusivamente un problema de derecho público.

La estrategia incrementalista de ir cambiando poco a poco casi nada puede hacer, como es obvio, para reparar fallas gruesas de organización y concepto. La velocidad de complicación de los asuntos públicos supera, usualmente, los paños calientes que los expertos en sistemas y procedimientos pueden colocar sobre un complejo burocrático que hace agua por todas partes. En cambio una reforma total es poco menos que imposible, tanto porque no disponemos de capacidad gerencial suficiente como para acometer una cantidad de cambio de tal magnitud, como porque demasiado cambio de una sola vez es seguramente traumático. (Pregúntesele a un cirujano que le puede pasar a un paciente al que en la misma oportunidad se le trepana el cráneo, se le reseca la vesícula, se le reduce una fractura de fémur, se le opera a corazón abierto y se le transplanta un hígado. Lo más probable es que el paciente muera de shock por exceso de trauma sobre un organismo demasiado agredido).

La estrategia correcta de cambio ha sido recomendada desde hace tiempo por el experto asesor y teórico político Yehezkel Dror. Él la llama radicalismo selectivo. Esto es, seleccionar un número no demasiado grande de organizaciones o componentes del Poder Ejecutivo y en ellos llevar a cabo una reforma a fondo, la que podrá contemplar, en algunos casos, la eliminación total de algún despacho o dependencia.

Las ciencias de la administración o la gerencia no son en absoluto ciencias exactas. Mucho menos aún las ciencias políticas. Una buena dosis de humildad, por tanto, es altamente recomendable. No sabemos a ciencia cierta muchas cosas del arte del Estado, por lo que una estrategia radical-selectiva tiene además la ventaja siguiente: los puntos seleccionados para una reforma a fondo sirven como prueba piloto, como ensayo parcial que no pone en riesgo la totalidad del aparato público. A partir de la experiencia práctica en los casos seleccionados será posible entonces extrapolar conclusiones y resultados, progresivamente o con mayor velocidad si el éxito ha coronado el esfuerzo, hacia el resto del aparato ejecutivo.

Pero además de esta previsión u orientación general es necesario tomar en cuenta que en muchos casos, si no en todos, la reforma a fondo de una dependencia del Poder Ejecutivo Nacional se convierte en una tarea prácticamente imposible si se la intenta desde dentro de la misma dependencia. Las resistencias mayores al cambio se producen, precisamente, en el seno de las organizaciones que requieren urgentemente de una reforma. (Nuevamente, este fenómeno no es exclusivo de la administración pública. Numerosos estudios del comportamiento organizacional de las empresas privadas detectan la tendencia a la autoperpetuación de departamentos o unidades que contribuyen muy poco o casi nada a la misión empresarial. Sus emplea dos desarrollan un conjunto de conductas defensivas para preservar sus trabajos, a costa de un desempeño sano de la organización).

Es por esto que en ciertos casos será necesario proceder a la reforma de alguna dependencia o servicio del Estado con arreglo a un esquema como el siguiente: creación de un servicio completamente nuevo, con reglas de funcionamiento diseñadas desde cero y que coexista por un tiempo con el servicio ya obsoleto. El nuevo servicio podrá entonces captar del anterior aquellos empleados que realmente necesita y desea en razón de su capacidad y méritos. Una vez terminada la transición, se elimina por completo el servicio desahuciado.

Un caso que salta a la vista es el de la antigua Dirección de Identificación y Extranjería del Ministerio de Relaciones Interiores, cuya directora ha reconocido reiteradamente las pésimas condiciones del servicio que presta. El tragicómico y fallido intento de establecer desde allí un nuevo sistema de cedulación revela que habría sido mucho más limpio y expedito contar con una unidad completamente nueva—como se dio en el caso del SENIAT—que desarrollara el nuevo sistema. Se habría podido entonces contar con personal idóneo y adiestrado en un sistema más moderno que el engorroso sistema actual, para transplantar hacia allí el personal rescatable de la antigua dependencia.

Seguramente varios otros casos pueden ser tratados del mismo modo. En mi opinión este es el tratamiento que debiera darse al Instituto Venezolano del Seguro Social. Es tan grande el grado de deterioro y concentración de vicios en su funcionamiento, que reformarlo desde adentro es una estrategia condenada al fracaso. El Estado venezolano debe definir un nuevo concepto de seguridad social y alrededor de éste establecer un servicio completamente nuevo, el que absorberá aquello que pueda servir del antiguo instituto.

Donde se pueda valdrá la pena ensayar, por otra parte, la noción y el método del “presupuesto cero”. El concepto fue introducido en la administración federal norteamericana en la cartera de defensa por Robert MacNamara durante el gobierno del extinto John Kennedy. En esencia consiste en exigir de las unidades de la organización del gobierno, cada año, una justificación completa de su misión. Lo habitual es que los controladores de presupuesto revisen sólo las variaciones o incrementos del gasto.

En suma, el Estado venezolano debe sufrir una transformación considerable para ser adecuado a las necesidades de una sociedad más compleja que aquella existente al comienzo de la década de los sesenta, cuando cobró forma un cierto concepto constitucional y los lineamientos generales de su operación hasta estos días. Esta conversión o metamorfosis requerirá, a su vez, un cambio en el estilo de dirección del Estado, con una dosis importante de inversión en un liderazgo motivador de los funcionarios públicos. Es preciso que el funcionariado público venezolano rescate para sí el aprecio y respeto de los ciudadanos, de modo que el ejercicio de la función pública sea una actividad digna y estimulante y que sea de nuevo un honor—y no causa de vergüenza—ser empleado del Estado.

Opinión constitucional

Pero las modificaciones profundas al Estado venezolano no son competencia del Poder Ejecutivo, ni siquiera con una habilitación de facultades por parte del Congreso de la República. La verdadera transformación a fondo sólo puede darse a partir de un marco constitucional enteramente nuevo.

Todo venezolano sabe que se ha hablado extensamente del asunto, que al menos desde hace una década data la proposición de una Asamblea Constituyente, que el Congreso de la República del quinquenio 1989-1994 acometió, primero bajo el liderazgo de Rafael Caldera y luego bajo el de Luis Enrique Oberto, un proyecto de reforma de nuestra Carta Fundamental. También sabe que este trabajo no llegó hasta su conclusión y que el Congreso de 1994-1989 no ha hecho y no hará nada práctico al respecto. (El trabajo de la comisión presidida por Luis Enrique Oberto se condujo dentro de un clima de presión y angustia a raíz del primer intento de deponer por la fuerza al gobierno de Carlos Andrés Pérez. El mismo hecho de que el proyecto de reforma en esa ocasión –aprobado por los Diputados el 28 de julio de 1992– contuviese 103 artículos y muchas más modificaciones, es evidencia clara de que con el texto constitucional hay un problema de conjunto y de que se requiere en verdad uno completamente nuevo).

El Congreso actual ha congelado en la práctica el proceso de reforma constitucional, y al menos tres tipos de causa pueden explicar esta mora legislativa: primero, el que el Congreso de 1994 se caracteriza por un mayor grado de fraccionamiento y disensión que los anteriores; segundo, que una buena parte de los congresistas ya está convencida de que se necesita una nueva Constitución antes que una reforma de la existente; tercero, que la presunción prevaleciente es la de que los Electores rechazarían cualquier proyecto de reforma proveniente de ese Congreso en el referéndum que ineludiblemente es el paso final de todo proceso de reforma, según lo estipulado por la Constitución de 1961. Ante esa suposición los congresistas no desean, naturalmente, exponerse a una desautorización tan grave.

Estas cosas apuntan, pues, a la necesidad de un nuevo texto constitucional y, comoquiera que según la propia Constitución vigente el Congreso de la República sólo está facultado para reformar la existente, no para crear una nueva, también es ineludible la convocatoria a elecciones para una Asamblea Constituyente. Creo, de nuevo, que el trabajo de este órgano puede y debe estar completado en el lapso de dos años.

En otra parte he expuesto mi opinión respecto de las condiciones para que tal aventura de rediseño macropolítico pueda desenvolverse exitosamente: “¿Quiénes debieran formar parte de esa Asamblea Constituyente? ¿Cómo elegirlos? ¿Para cuándo debiera convocarse a las elecciones del cuerpo que debe remodelar los poderes públicos venezolanos, que debe llevar a cabo la reingeniería del Estado?

Entre las razones para oponerse a la convocatoria de una constituyente ha sido esgrimida la predicción de que un órgano tal no sería muy diferente del Congreso actual, de que estaría compuesto más o menos por el mismo tipo de actores que hoy en día son diputados o senadores. Pero la composición de la Constituyente puede ser diferente si se fuerzan ciertos criterios que graviten sobre la elección de sus miembros. Estos son criterios para ser blandidos por los Electores mismos, que son quienes pueden, en definitiva, cambiar las cosas.

En primer término, los diputados a la Asamblea Constituyente deben ser elegidos uninominalmente. (No como lo preveía el proyecto Oberto: “El sistema electoral para elegir a los Representantes a la Asamblea Constituyente será el vigente para elegir a los Diputados al Congreso de la República”).

En segundo lugar, los Electores debemos tener cuidado de procurar el acceso de nuevas experiencias y trayectorias personales a la condición de miembros de esa asamblea. Si se mantuviese la “tendencia” a considerar capacitados políticamente tan sólo a abogados y cronistas (Uslar recomienda expertos en derecho constitucional, derecho administrativo e historiadores) estaríamos perdiendo el necesario aporte de perspectivas más científicas y futuristas.

En tercero y último término, los Electores deberemos desconfiar de candidatos cuya “campaña” se restrinja a discursos en los que estén muy presentes fáciles alusiones a problemas tales como el del costo de la vida, la seguridad ciudadana o los servicios públicos, y de los que estén ausentes conceptos constitucionales. Tendremos que exigir que estos candidatos busquen legitimar su participación a través de la exposición de su idea de constitución preferible.

Otros obstáculos provienen de la resistencia a considerar al texto del 61 como desechable, sobre todo en cabeza de quienes, hoy todavía vivos, consideran que como constituyentes de esa época, hicieron un buen trabajo, arribaron a una muy buena constitución hace ya casi 35 años.

Es muy explicable esta postura en quienes fueron proponentes o redactores de las provisiones constitucionales de 1961, pero su impresión de que la constitución que compusieron era muy buena es perfectamente compatible con la noción de que hoy en día requerimos otra. La Constitución Nacional vigente era, en efecto, muy buena para comienzos de la década de los 60, momento en el que eran inadvertibles muy poderosos procesos sociales que posteriormente modificaron profundamente la anatomía y la fisiología de las sociedades políticas en muchas partes del planeta. No era exigible a los legisladores del 61 la previsión del significado de lo ecológico, cuando el propio Hermann Kahn, el supergurú de los futurólogos de entonces, ignoraba la dimensión ambiental en su biblia de 1966: “The Year 2000”. No era exigible que anticiparan el impacto que el desarrollo de la informática llegaría a tener sobre los modos humanos de tomar decisiones, cuando en 1961 todavía  no existían las técnicas de miniaturización que darían paso a los microtransistores de hoy. Es así como un legislador o político actuante en 1961 pudiera muy bien entender la necesidad de una constitución ulterior, sin que por eso deba perder el orgullo por un trabajo bien hecho en aquel importante año de la democracia venezolana. Y no es sino después de esa fecha que una nueva concepción del universo, la vida y la sociedad, comienza a formarse con el auxilio de las interpretaciones de la teoría de la complejidad. (Teoría del caos, teoría de la autorganización de los sistemas complejos, geometría fractal). La computadora en la que el reconocido pionero de este vastísimo y penetrante paradigma, Edward Lorenz,  halló el motivo para su revolución conceptual en los modelos del clima atmosférico ni siquiera había sido adquirida a la caída del gobierno de Marcos Pérez Jiménez.

La gigantesca transformación societal de las últimas tres décadas no estaba en los mapas de los mejores predictores de 1960.

Finalmente, la razón última y más poderosa para oponerse a la culminación de un proceso constituyente –descripción de Arturo Sosa S.J.– es la pérdida de poder o de vigencia que una asamblea constituyente pudiera acarrear a los detentadores del poder político establecido.

En efecto, como ha sido resaltado en varias ocasiones anteriores, una Asamblea Constituyente legítimamente constituida tiene precedencia absoluta sobre cualquier otro género de poder político, incluyendo el Congreso y el mismo poder Ejecutivo Nacional, y puede prescindir de éstos si así lo estima conveniente. Es por tal razón que antes hemos propuesto la idea de un Senado Uninominal Constituyente, para conjugar las siguientes tres condiciones: primera, un tamaño compacto; segunda, la representación uninominal; tercera, la suplantación de al menos una de las dos Cámaras legislativas de la actualidad, con lo que se añade a la facultad constituyente el carácter de cámara legislativa ordinaria, con veto sobre la legislación procedente de los diputados y por otra parte se ofrece todavía una participación al «ancien régime» como posibilidad transicional de adaptarse o preparar su cesantía.

No hay, pues, razones de peso para continuar negando la posibilidad de una Asamblea Constituyente en Venezuela. Al contrario, hay razones poderosísimas para apresurar su diseño, su convocatoria y su elección. Auxiliada técnicamente, puede proveernos la salida orgánica que precisa el país, con relativa rapidez, si es que se franquea el paso a nuevas concepciones y nuevos orígenes de la legitimidad”. (Octubre, 1995).

Y en otro documento argumentaba la necesidad del apoyo técnico así: “…debe disponerse que el Senado Uninominal Constituyente esté asistido por una Secretaría Técnica que prepare un texto básico de Constitución Nacional, lo que puede también aliviar la carga constituyente… En la composición de esta Secretaría Técnica, cuya tarea primordial debe ser, entonces, la preparación de una suerte de “metaconstitución”, a ser desarrollada luego dentro de todo su ropaje jurídico, debe evitarse la confusión con una consultoría jurídica o una comisión asesora de juristas. El trabajo constituyente es mucho más que un acto de técnica jurídica, por lo que debe formarse tal secretaría con expertos de áreas diversas, principalmente con personas idóneas en materia de diseño organizacional, de sistemas, de percepción científica del proceso civilizatorio de esta etapa de la humanidad. Los juristas tendrán su puesto, sin duda imprescindible, pero no deberán dominar el proceso de la redacción constitucional”. (Septiembre, 1994).

Y previamente escribí la siguiente opinión relacionada: “No resulta recomendable el establecimiento de un órgano constituyente sin que pueda proporcionársele un texto o documento base, puesto que un diseño coherente del Estado no puede darse en el debate atomizado de un grupo relativamente numeroso de inteligencias, por más que éstas hayan sido puestas allí en unas elecciones uninominales de procedimiento inobjetable”. (Junio, 1994).

Toda esta larga explicación viene al caso por varias razones. Primero, no es nada probable que el Congreso actual, que ha congelado la tarea menos exigente de una reforma y que ha vuelto a negar la escogencia uninominal de los senadores, consienta en producir la legislación necesaria para la creación de un Senado Uninominal Constituyente, a pesar de que muchas y muy autorizadas voces—como la del más notable experto venezolano en Derecho Público, Allan Randolph Brewer Carías—hayan argumentado convincentemente sobre la conveniencia de una Constituyente uninominal, y por tanto el problema reemergerá en el próximo período constitucional.

En segundo lugar, porque cabe perfectamente a una presidencia elegida con intención solónica impulsar la convocatoria del órgano constituyente y, más allá de eso, alimentarlo directamente, o por intermedio de una secretaría técnica si se acoge esta figura, con las ideas básicas de la “metaconstitución” o concepto general de la nueva constitución.

Es por esto que creo que debo hacer explícitas acá algunas nociones acerca de los rasgos generales del nuevo Estado que Venezuela debe darse a sí misma. Son ideas que llevaría al seno de un órgano constituyente que cumpla con la misión de arribar al nuevo diseño de Estado que deberá ser presentado a los Electores venezolanos, los que, a la postre, serán quienes tendrán que aprobar la nueva Constitución en referéndum.

Creo que la primera innovación a entronizar en un nuevo texto constitucional debe comenzar por establecer sin lugar a equívoco el papel primario de los Electores. La Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica comienza con la frase “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos… ordenamos y establecemos esta Constitución” (“We, the people…”) Es el mismo pueblo el que se dota de una constitución. En cambio, en el texto constitucional vigente en Venezuela el sujeto no es el pueblo, sino el Congreso, el que se arroga la facultad constituyente, a pesar de no haber sido explícitamente facultado para eso, “en representación del pueblo venezolano”. Es de allí mismo de donde arranca el carácter representativo, que no participativo, del gobierno del país, lo que luego es reiterado en el Artículo 3º: “El gobierno de la República de Venezuela es y será siempre democrático, representativo, responsable y alternativo”.

A este punto se le ha querido poner remedio parcial en el proyecto de reforma de 1992, insertando el término “participativo” en medio de la redacción del 61, en segundo término y luego de la designación de “representativo”. Pero el sujeto de la reforma continúa siendo el Congreso.

Es el pueblo el sujeto que debe constituirse, y es él mismo el que debe producir una nueva Constitución. Y es también, como sugería más arriba, el sujeto político de derecho supremo, y si está más que facultado para dotarse de un texto constitucional, también debe estarlo para reformarlo como y cuando quiera. De modo que no puede carecer de iniciativa legal a este respecto, concepto que está ausente en la redacción de 1961. (En las actuales disposiciones constitucionales, y como siempre en último lugar—Art. 165, Ordinal 5º—se permite que un número no menor de veinte mil Electores—escrito con minúsculas en el texto del 61—introduzca a las cámaras legislativas un proyecto de ley. Lo que, paradójicamente, no pueden hacer los Electores, los miembros natos y únicos del Poder Constituyente, es introducir un proyecto de reforma o enmienda de la Constitución).

De hecho, pues, un concepto a mi juicio fundamental en una refundación del Estado venezolano, es el del lugar de primacía que debe establecerse claramente para los Electores venezolanos en la descripción arquitectónica de los Poderes Públicos. Es decir, en una nueva Constitución, antes que los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, debe asentarse el papel de los Electores como órgano primario del Poder Público, en un primer capítulo del título que se dedique a éste.

Hoy en día, como señalé al comienzo de esta larga “carta de intención”, disponemos de una tecnología comunicacional que vuelve a ofrecer las condiciones requeridas para una participación masiva, instantánea y simultánea, de grandes contingentes humanos en los procesos fundamentales de la toma de decisiones públicas. Y si esto es así, la posibilidad está dada para que, efectivamente, una nueva Constitución de Venezuela aloje un concepto futurista del Estado en el que los Electores participen de manera casi continua en la toma de las más gruesas decisiones del país, incluyendo la celebración de referenda de evaluación anuales acerca del desempeño de los poderes públicos venezolanos.

Razón de Estado

La segunda noción constitucional que estoy dispuesto a defender ante un órgano constituyente –y previamente ante los Electores–  es la de que Venezuela debe hacer esfuerzos especiales para integrarse, ya no económicamente, sino políticamente, en un conjunto afín de escala superior.

En otras ocasiones me he referido a la insuficiencia constitucional venezolana en cuanto a la razón de Estado venezolana. Mientras se mantenga la discrepancia de escala entre Venezuela y los Estados Unidos de Norteamérica, o Europa, o China, o Rusia, o Australia, nuestro país experimentará considerables dificultades, prácticamente insalvables, para interactuar con tales bloques en condiciones, no que sean, digamos, ventajosas para nosotros, sino que no nos sean desventajosas.

En cambio, es posible visualizar un buen número de ventajas de una inserción de Venezuela en un Estado de orden superior.

La población de Venezuela no reviste la magnitud necesaria para el desarrollo eficiente y sano de un esquema liberal o neoliberal, que en todo caso, siendo proposición para lo económico, no contiene respuestas suficientes a lo político. Por otra parte, las economías de mercado se han revelado como más naturales y productivas que las economías sujetas a un excesivo control o dominación estatal. ¿Qué nos indica esto? Que es necesario adquirir una escala de mayor magnitud, similar a la de economías como la norteamericana, o la europea.

El nombre de integración, para designar el tipo de asociación preferible, es ciertamente inadecuado. La palabra integración tiende a producir la imagen de un todo homogéneo, en el que las peculiaridades nacionales quedarían borradas. La imagen correcta es la de una confederación de carácter político, que corresponda, en términos generales, al modelo norteamericano. La unión política estadounidense estableció, por el mismo hecho de su construcción, la unión económica, pues estableció el libre tránsito de personas y de bienes por todo el territorio de su confederación.

En cambio, el camino intentado, una y mil veces en América Latina—ALALC, ALADI, Pacto Andino, SELA, MERCOSUR, etc.—sin éxito apreciable, es el de arribar a la integración política por la etapa previa de la integración económica; esto es, el modelo de la Comunidad Económica Europea.

Para los europeos esto tenía mucho sentido. Los componentes nacionales a ser ensamblados, en muchos casos, habían sido, cada uno por separado y cada uno en su oportunidad, primeras potencias mundiales: España primero, luego Francia, Inglaterra, Alemania… No era fácil para los estados europeos aceptar el hecho de una integración política, sin contar con las dificultades derivadas del hecho simple de su profusa variedad de idiomas.

El 2 de agosto de 1993 el esquema integracionista europeo, ya debilitado por la poco entusiasta hasta difícil aprobación del Tratado de Maastricht  por parte de varios de los países de la Comunidad, recibió un golpe de importante magnitud. La especulación monetaria desatada contra las monedas de Francia, Dinamarca, Bélgica, España y Portugal, como consecuencia de la negativa del Bundesbank a las peticiones de reducción de su tasa de interés clave, pareció descarrilar el programa previsto para la unificación monetaria europea: la meta de una única moneda europea hacia 1999.

Al mes siguiente, Milton Friedman, el Premio Nobel de Economía líder de la llamada escuela de Chicago, se expresaba en los términos siguientes: “Si los europeos quieren de veras avanzar en el camino de la integración, deberían comprender que la unidad política debe preceder a la monetaria. El continuar persiguiendo algo que se acerca a una moneda común, mientras cada país mantiene su autonomía política, es una receta segura para el fracaso.” (Entrevista en la revista “L’Espresso”, 26 de septiembre de 1993).

Ése es  el negocio que se plantea a nuestro Estado. Se trata de adquirir la escala que permite que Inglaterra nos trate como trató a China en el caso de Hong Kong, y no como nos trató a nosotros en esequiba materia o como malvinamente ha tratado a la Argentina.

Si seguimos en esto, en lugar del modelo de integración europea, el modelo norteamericano de 1776, estaríamos estableciendo una confederación que en principio sólo requeriría que sus miembros confiaran a un nivel federal tres potestades—representación ante terceros, defensa militar ante terceros y emisión de moneda—mientras que retendrían “toda su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea expresamente delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso por esta Confederación”. (Texto del segundo artículo de los Artículos de Confederación de los Estados Unidos de Norteamérica, documento constitucional primario anterior a su Constitución actual).

Supongamos que un concepto así fuese del agrado de los Electores venezolanos. ¿No debería preverse en nuestra Constitución un mecanismo de acoplamiento, como el que hubo que prever para que pudieran acoplarse en el espacio una nave Apolo norteamericana con una Soyuz soviética? ¿No sería esto un concepto que sería imposible concebir como una simple modificación de la Constitución de 1961? Evidentemente se trata de un concepto de Estado, de una razón de Estado radicalmente diferente. Por tanto, se trata de una nueva Constitución.

Justicia democrática

Y así como el Congreso de 1961 creyó importante consagrar al nivel de una norma constitucional el principio de representación proporcional de las minorías, sustento la opinión de que a ese mismo nivel, en la Constitución que espera por nacer, deberá consagrarse el principio de juicios por jurado.

Me refiero acá, tan sólo, a la justicia penal, la que muestra los peores signos de deterioro y descrédito popular. El sistema judicial venezolano es particularmente vulnerable a la corrupción. Este sistema posee un rasgo estructural que lo hace particularmente proclive a la aceptación del soborno. Tal rasgo consiste en la excesiva potestad y discrecionalidad de un juez penal venezolano.

En efecto, el juez venezolano reúne la doble potestad de determinar la culpabilidad de un indiciado y de adjudicarle la pena a cumplir en caso de que le pronuncie culpable. Esta propiedad, sumada a características del proceso judicial, permite el espectáculo de las sentencias de un juez en inversión completa de una sentencia previa por parte de un juez diferente. En otros sistemas jurídicos este problema ha sido obviado mediante el sistema del jurado.

No hay acto social más grave y delicado que el de declarar a una persona concreta culpable de un delito. En Venezuela esto es una responsabilidad unipersonal: recae enteramente en el juez. En cambio, en los sistemas que emplean la institución del jurado esa responsabilidad se diluye cuando la comparte una docena de personas, elegidas a través de rigurosos métodos de selección que son objeto de sofisticadas regulaciones y protecciones. De este modo es la sociedad, representada por una muestra en la que intencionalmente se evita el sesgo en una determinada dirección de intereses, compuesta por ciudadanos comunes, la que juzga. El papel del juez queda reservado para dirigir el juicio según las reglas procesales, instruir a los jurados en aspectos de técnica legal y pronunciar la sentencia en caso de obtenerse un veredicto de culpabilidad. (Allí tiene toda la potestad para considerar los atenuantes o agravantes que considere pertinentes al caso en cuestión).

Así la justicia es más democrática. Allí donde se podría poner en práctica la insistente prédica de “profundizar la democracia”. Muchas veces tratamos de imitar, no sin razón, prácticas de las sociedades anglosajonas, especialmente en lo tocante a lo económico. Desde los estudios de Tocqueville sobre la democracia norteamericana, sin embargo, se sabe que la clave de su desarrollo debe buscarse más bien en sus prácticas e instituciones sociales. Tal vez la más fundamental de todas ellas sea, precisamente, el principio del juicio por los pares, por los iguales.

Seguramente es enormemente complicado reformar la legislación penal venezolana, fundada en principios diferentes a la justicia anglosajona en la que nació y se ha desarrollado la institución del jurado, para establecer tal institución en todos los juicios de esta índole. Pero no debe ser tan complicado delimitar alguna área especial en la que esto pueda ser ensayado. Aparece como un candidato natural el reino de los juicios de salvaguarda del patrimonio público, tanto por tratarse de un problema importante y de claro interés para la sociedad como por contarse con la feliz circunstancia de estar regulados tales juicios por una ley especial y de ser dirimidos ante tribunales especiales. Es más, ya en esta materia se ha avanzado en una dirección de modernización de nuestro proceso penal, al aceptarse un proceso oral—a diferencia de los engorrosos procesos enteramente escritos—y también las grabaciones magnetofónicas como elementos probatorios en estos juicios.

Seguramente disminuirían, con este tratamiento, los casos de impunidad en el delito contra la cosa pública. Es relativamente fácil corromper a una persona. Es concebible la posibilidad de corromper a doce. Siempre se puede firmar doce cheques. La probabilidad de lograr esto, sin embargo, es significativamente menor.

Este tema, naturalmente, no es nuevo. En el actual esfuerzo legislativo venezolano se ha considerado esta figura de los jurados, junto con mecanismos de otra índole –los llamados escabinos, por ejemplo. Pero sigue siendo muy fuerte la resistencia a adoptar el cambio en la dirección de una democratización de la justicia. Para destacar que la institución del jurado no es garantía de justicia se trae a colación el caso del otrora deportista O. J. Simpson, o el más dramático ejemplo de los policías californianos que fueron absueltos por un jurado, a pesar de que existía incluso una videograbación que inequívocamente les mostraba en el terrible y violento acto de apalear, agavillados, a un indefenso ciudadano.

Una objeción de esta naturaleza al sistema de jurados tiene que ser puesta en perspectiva. No existe la posibilidad de una institución perfecta, que funcione en el 100% de los casos. Ni siquiera los sistemas físicos diseñados por los ingenieros funcionan a la perfección. Mucho menos puede esperarse total confiabilidad de los sistemas sociales. Pero hay sistemas mejores que otros. En este caso creo que el principio del juicio por pares, el substrato de la institución del jurado, es superior—aunque se trata de objetos diferentes—a nuestro principio del juicio por jueces naturales, establecido en el Artículo 69 de la Constitución vigente. (Naturalmente, es necesario preservar la “naturalidad” de los juicios. Un delito de orden civil no debe ser juzgado por un tribunal militar, como tampoco debe darse el caso inverso. Bastaría simplemente, para hacer a este principio compatible con la institución del jurado, sustituir la idea de jueces naturales por la expresión “tribunales naturales”).

También se ha argumentado, por último, que para juzgar equilibrada y correctamente sería necesario que quienes juzgan sean personas duchas en derecho penal, en criminología, en las disciplinas que se ocupan del delicado acto de determinar culpabilidades. ¿Cómo es, entonces, que los norteamericanos logran administrar justicia mediante la composición de sus jurados con ciudadanos comunes y corrientes? Por un lado, ya mencioné el hecho de que una de las funciones del juez estadounidense es la de instruir a los miembros de un jurado en la materia legal que sea necesario aplicar. Por el otro, esta forma de hacer justicia apela sistemáticamente a la opinión de técnicos y expertos de todo tipo—peritos en balística, psiquiatras, criminólogos, médicos forenses, explosivistas, etc.—quienes deben exponer en plena sala del juicio, de modo que sea entendible por todos, algún punto especializado pertinente a la causa. A fin de cuentas, es el reo quien tiene el primer derecho de entender exactamente por qué y cómo se le juzga, y obviamente, no todos los acusados son abogados especializados en derecho penal.

Opino, pues, que un paso ineludible en nuestro desarrollo político es el de la instauración de la institución de los jurados, y así argumentaría en una proposición constitucional que desde la presidencia haría ante el cuerpo constituyente que será necesario definir y convocar.

Representatividad real

En materia de reforma al sistema de representación, ha gravitado como excusa principal para resistir una modificación en dirección a la representación uninominal el principio llamado de “representación proporcional de las minorías”, efectivamente consagrado en la Constitución de 1961: “La legislación electoral asegurará la libertad y el secreto del voto, y consagrará el derecho de representación proporcional de las minorías.” (Artículo 113, Parágrafo Primero).

El problema es que no se establece en ese artículo cuáles minorías son las que deben ser representadas. Por ejemplo, ¿deben ser representadas en el Congreso, proporcionalmente, las minorías que piensen que el aborto debe ser declarado un derecho de las mujeres? ¿Cómo asegurar que estén representados proporcionalmente en la Asamblea Legislativa del estado Guárico los que crean que el cigarrillo debe ser abolido en los sitios públicos, los que supongan que deben ser restituidos de inmediato los subsidios económicos, o, peor aún, los que piensen que el principio de representación proporcional de las minorías es un principio imposible de aplicar, dado que las “minorías” no son estables y un día hay unas “minorías” y al día siguiente hay otras muy distintas?

Por otro lado, hay que entender lo que suponemos quiso establecer el Congreso de 1961 al referirse a representación proporcional de las minorías. Lo que se desea con este principio es evitar una hegemonía que se base en el predominio de una mayoría circunstancial, mediante la anulación de puntos de vista diferentes. Pero en ninguna parte se establece en la Constitución que las palabras “minoría” y “partido” son sinónimos. De hecho, como ha venido acaeciendo cada vez con más frecuencia, nuestros actuales partidos políticos distan mucho de ser cuerpos de opinión homogénea, por lo que difícilmente puede argumentarse que son minorías en este sentido, y por tanto su representación proporcional viene siendo únicamente la de un club o aparato puramente electoral.

Es difícil ubicar un sistema político en el que las minorías tengan un mayor peso real y mayor representación que en el sistema político norteamericano, cuya estructura es precisamente la de representación uninominal. Es un sistema más abierto, y allí tienen participación y representación efectiva todas las minorías. Cada minoría es muy activa  mujeres, ecologistas, negros, pacifistas, partidarios del porte privado de armas, homosexuales, etcétera  y obtienen una considerable influencia en la determinación de las políticas mediante el expediente directo de asociarse libremente en torno a un punto de opinión determinado: derechos de la mujer, derechos de los negros, etcétera. Así influyen fuertemente sobre sus legisladores, pues cada uno de éstos tiene un electorado (constituency) del que depende su permanencia en el cargo representativo, razón por la que prestan mucha atención a los movimientos de opinión, aunque sean minoritarios.

En cambio acá, donde se dice que debe prevalecer el sistema de representación proporcional de las minorías, esto ha sido diseñado de modo que las “minorías” que son protegidas son minorías partidistas. El sistema sirve para que un partido derrotado en una determinada circunscripción electoral no se quede sin asientos en las cámaras representativas. Pero la minoría de opinión que representan es totalmente difusa y sin definición, sobre todo cuando las elecciones legislativas dependen de modo muy intenso de las diferentes alternativas hacia la elección de Presidente de la República. En general, los sistemas de representación proporcional de las minorías tienen sentido en sociedades en las que las mismas están definidas con claridad, en países con tradicionales divisiones de tipo étnico, lingüístico o religioso o en sociedades que experimentan conflictos ideológicos y de clase. Estas no son condiciones que describen a Venezuela, por lo que la insistencia sobre tal principio debe ser considerado solamente como un modo de reforzar el monopolio de los actuales partidos sobre la participación electoral. Como apunté más arriba, todo sistema—político, técnico, físico, el que sea—incurre en algún costo. El sistema uninominal de representación también lo tiene, pero es un costo fácilmente pagable si se considera que lo que se obtendría es un sistema fácil y rápidamente entendible por el electorado, al tiempo que se le permite hacer al representante elegido un sujeto responsable de sus actos. En este sistema la responsabilidad no puede ser evadida transfiriéndola a una organización partidista, y es por eso que una consecuencia adicional de la uninominalidad es que en el Congreso de los Estados Unidos rara vez se ve que todos los demócratas voten en masa por una proposición y todos los republicanos por una de índole opuesta, en seguimiento de lo que aquí llamamos “la línea partidista”. Allá se permite—hasta se estimula—la libertad de conciencia de cada quien, porque justamente se entiende y se respeta que cada representante debe responder, debe hacer mucho caso, a las opiniones e intereses del electorado que votó por él.

Ahora, más allá de la discusión principista, se esgrime la experiencia de las elecciones de 1993 para oponerse a la uninominalidad total. En efecto, en 1993 los Electores tuvimos ante nosotros un número significativo de candidatos uninominales. Los pocos que llegaron a ser electos para las cámaras legislativas, no obstante, se convirtieron en senadores o diputados porque sus nombres estaban también en planchas tradicionales de partido. De no haber sido por esto ninguno de ellos habría sido elegido. Por tanto, se arguye, no es cierto que el pueblo venezolano esté interesado en la uninominalidad, porque si no habría habido muchos votos uninominales.

Este argumento es falaz. Se trataba, para empezar, de la primera vez que se ensayaba algo de uninominalidad, la que había sido instituida casi que a última hora, como es característico de nuestra legislación en materia electoral. Luego,  las elecciones de 1993 confrontaron al votante con un complicado y cada vez más engorroso y nutrido tarjetón, el que en nada facilitaba la selección de candidatos uninominales. Además, como podrá certificar cualquier grupo de electores que intentó inscribirse como tal ante el Consejo Supremo Electoral para las elecciones de ese año, este cuerpo se caracterizó por oponer a tales grupos todos los obstáculos imaginables, en lugar de facilitar su establecimiento.

Pero, más al caso, no es lo mismo, evidentemente, votar dentro de un sistema puramente uninominal que hacerlo dentro de un sistema mixto, pues la mayor facilidad de votar rápidamente por una lista prefabricada conspira contra la mayor atención y conciencia que se requiere para hacerlo por nombres y apellidos separados. Hace ya unos cuantos años que me pareció encontrar un paralelo entre aquellos que decían defender a ultranza el “sagrado principio” de la representación proporcional de las minorías—mientras proponían que la mitad de los elegibles fuesen uninominales y la otra mitad de ellos estuviese en planchas cerradas—y la falsa madre de la más famosa sentencia del rey Salomón. (Cuando niños aprendíamos en las lecciones de la historia sagrada que dos mujeres que pretendían por igual ser la madre de un pequeño, adoptaron actitudes muy distintas cuando Salomón propuso cortar de un tajo de espada al niño en dos mitades, a ser repartidas entre las competidoras. Una de ellas no tuvo objeción. La segunda mujer prefirió que el niño completo y vivo fuese entregado a la otra. Así supo Salomón quien era la madre verdadera).

Por lo demás, decir uninominalidad no equivale a negar la actuación de los partidos. En los países que cuentan con representación uninominal la gran mayoría de los candidatos se presenta como miembros de partidos.

Un argumento falaz más antiguo que el de la experiencia de 1993 es el de que bajo un sistema uninominal un solo partido podría con facilidad acaparar todos los puestos de una elección. Este razonamiento, defectuoso, por cierto, fue adelantado incluso por notorios líderes de la tal “sociedad civil”, sin percatarse, de nuevo, que la conducta de los Electores no puede ser la misma dentro de un sistema uninominal pleno que dentro del tradicional sistema de las planchas cerradas que son confeccionadas en el seno de los partidos políticos.

Por tanto, soy un decidido partidario de sustituir nuestro actual sistema electoral—hoy en día en regresión a raíz de los más recientes acontecimientos en el Congreso de la República—por un sistema de representación uninominal, y para esto abogaría incluso por la eliminación del principio o “derecho” de la representación proporcional de las minorías de nuestras disposiciones constitucionales.

La uninominalidad total puede favorecer, por último, la evolución de una descentralización y participación política aún incompleta. Contribuye también a la despartidización que se reclama, pues los representantes deberían su puesto en un cuerpo deliberante a los Electores antes que a los laboratorios partidistas.

Otras innovaciones

Hay todavía otros puntos de nivel constitucional que deben ser considerados. Otros pueden resolverse en los niveles subconstitucionales. Por ejemplo, la reorganización del Poder Ejecutivo propuesta al comienzo puede consolidarse jurídicamente al nivel de la Ley Orgánica de la Administración Central y no requeriría un cambio constitucional. Quiero comentar, en cambio, sobre un punto que sí requiere una disposición constitucional diferente a la que hoy  tenemos y que no me concernería o interesaría directamente, puesto que he dicho que estaría dispuesto a asumir el cargo de presidente por tan sólo la mitad de un período.

Una de las teorías predilectas del paradigma político esclerosado al respecto de la reelección presidencial establece que, dado que tradicionalmente en Venezuela existe una “tendencia al caudillismo”, la reelección es inconveniente. Además se aduce que de haber posibilidad de reelección, el presidente en ejercicio (incumbent, en la terminología política norteamericana) haría que toda la fuerza y recursos del gobierno se empleasen, con ventaja injusta, a favor de su campaña. Ambos argumentos son falsos.

Por un lado, a pesar de que existen prohibiciones legales para la intervención gubernamental en los procesos eleccionarios, tal intervención se produce de hecho. Mucho del empleo público consiste de activistas políticos mantenidos a través de los sueldos de la administración pública, por ejemplo, para citar sólo una técnica de intervención.

Por el otro lado, el electorado venezolano ha evidenciado no ser muy impresionable por la propaganda gubernamental. De ocho elecciones presidenciales en Venezuela tan sólo en dos resultó triunfante el candidato del partido de gobierno. (Raúl Leoni en 1963 y Carlos Andrés Pérez en 1988). En las seis restantes el resultado se correspondió con una derrota del partido incumbente.

La reelección presidencial introduciría un principio de responsabilidad similar al de la responsabilidad de un congresante elegido uninominalmente. El presidente en funciones tendría un obvio interés en mejorar la evaluación de su gobierno, y no hay cosmética propagandística que pueda ocultar la evidencia de un gobierno malo. Bajo el sistema actual, un presidente en ejercicio debe incurrir en un complicadísimo cálculo de la carambola de alianzas que pudiera llevarle nuevamente a la silla presidencial después de diez años. Por ejemplo, pareció evidenciarse durante la campaña de 1983 que al Presidente Herrera Campíns le interesaba menos un triunfo de Rafael Caldera que su derrota, en vista de la frialdad de este último hacia el gobierno de aquél. (La campaña de Caldera estuvo signada por su insistencia en que el electorado no votaría en contra de un gobierno saliente sino a favor de un gobierno entrante. Con posterioridad a la elección de diciembre de 1983 la discusión de este punto se hizo verdaderamente enrevesada en el seno de COPEI). Aún cuando se trata de una hipótesis incomprobable—y por ende no científica—me atrevo a la siguiente conjetura: de haber sido permitida la reelección a partir de 1978, ni Carlos Andrés Pérez ni Luis Herrera Campíns habrían sido reelectos mientras estaban en el ejercicio de sus funciones presidenciales.

Al bloquear la reelección presidencial por un lapso de diez años se le quita a los electores la posibilidad de decidir la confirmación o el rechazo de un gobernante en virtud de sus méritos. Esto ocurre sin que, como afirman los partidarios de la no reelección inmediata, se evite el caudillismo. A lo sumo se deja a los caudillos un tanto atenuados, puesto que los casos de Carlos Andrés Pérez y Rafael Caldera revelan que el caudillismo continúa operando. Todavía están estos dos ciudadanos defendiendo sus gobiernos de hace una veintena de años, cuyo recuerdo ya se hace borroso para aquellos que los vivimos, sin contar conque en diez o quince años se incorpora un enorme contingente de votantes nuevos que muy difícilmente podrán disponer de elementos de juicio comparativo.

Instaurar la posibilidad de reelección inmediata supone un ejercicio de confianza en el buen juicio político popular. Lo contrario es volver a decirle que “no está maduro”. Imponerle un lapso de diez años de espera a un ex presidente conlleva, por lo demás, un riesgo de anquilosamiento y obsolescencia. En promedio, los presidentes venezolanos posteriores a 1958 han llegado al cargo cuando ya han cumplido o están por cumplir los sesenta años de edad. (O bastante más en el caso de Rafael Caldera). Diez o veinte años más tarde tienen setenta u ochenta años, y usualmente no emplean ese tiempo precisamente para cambiar sus puntos de vista, sino incluso para todo lo contrario: para defender con gran denuedo sus puntos de vista de una o dos décadas atrás, aun cuando luego la fuerza de las circunstancias los lleve a desdecirse una vez en funciones de gobierno.

Algunos registros de opinión parecen comprobar el hecho de que la mayoría de la población estaría en contra de la reelección inmediata. Mi impresión es la de que tales resultados se producen por el modo de formular la pregunta, lo que hace que los consultados sientan que la pregunta envuelve la aprobación concreta de la repetición de expresidentes específicos. (V.gr. Caldera y Pérez). Creemos que la respuesta de la mayoría sería positiva si la pregunta fuese la siguiente: “¿Desearía Ud. tener, como elector, la posibilidad de confirmar en el cargo a un presidente que Ud. crea que ha gobernado adecuadamente?” Creo que la mayoría de respuestas positivas sería aún superior si la pregunta fuese precedida de un análisis como el precedente.

Un efecto colateral beneficioso de esta posibilidad de la reelección presidencial, finalmente, es que el presidente en ejercicio estaría menos comprometido con la aristocracia del partido de gobierno y más comprometido con el electorado en general. Si un presidente tuviese la oportunidad de ser reelegido, la segunda mitad de su período correría menos riesgo de ser dedicada al complicado cálculo político que la interdicción por diez años le impone, dejándole más tiempo para deliberar sobre los agudos problemas que le toca enfrentar.

………………………………….

En suma, la transformación del Estado venezolano requiere de una acción  reconstituyente. No basta reformar la vigente Constitución. Es preciso reconstituir el Estado. Quien pretenda presidirlo desde la primera magistratura en el próximo período debe estar consciente de que la metamorfosis del Estado no puede ser ya pospuesta, y que algún tipo de órgano o asamblea constituyente deberá ser necesariamente diseñada y convocada.

La nueva Constitución, pienso, debe caracterizarse por ser un documento más escueto y simple que el texto que ahora nos rige. Debe ser mucho más flexible, y permitir mayor grado de libertad, mayor respeto por el futuro. Creo, además, que debe ser mucho menos programática que la actual. Pensada más para limitar los poderes del Estado ante el ciudadano, especificando con claridad lo que el Estado no puede hacer, que imponiendo sobre éste una carga de compromisos inmanejables. Sigo acá, para no ganar indulgencias con escapulario ajeno, la clara opinión de Nicomedes Zuloaga: “Si regresamos a la comparación crítica de las disposiciones de la Constitución venezolana con la norteamericana nos encontramos que la americana protege derechos de sentido negativo al establecer lo que el Estado no puede hacer porque constituiría una violación de los derechos de los ciudadanos. Esa es una Constitución coherente donde el Poder Judicial puede ejercer lógicamente su facultad contralora de revisión examinando si una disposición emanada del Poder Legislativo o una medida tomada por el Poder Ejecutivo violan las garantías constitucionales. La Constitución venezolana, en cambio, otorga tanto derechos individuales en sentido negativo como derechos individuales en sentido positivo, y una constitución así resulta incoherente y sus disposiciones son de muy difícil interpretación por el Poder Judicial… La eliminación que propongo de todo el Capítulo IV de la Constitución Nacional, que establece los llamados derechos sociales no producirá una disminución de la actividad social del Estado ni de la beneficencia pública, como no produjo su inclusión un aumento de esa actividad del poder público. Esas actividades se seguirán cumpliendo al través del Ejecutivo y del Legislativo, con el destino político de los ingresos fiscales decididos por el Congreso y por el Presidente de la República siguiendo el resultado de las discusiones políticas, y el poder electoral relativo de las diversas ideologías de las organizaciones políticas en el poder”. (Crítica Constitucional, 1991).

Acción ejecutiva

Todo lo anteriormente expuesto se ha dirigido a temas de cambio más estructural. Como he explicado, esto se debe a que el compromiso que deseo asumir es justamente el de dirigir la metamorfosis del Estado venezolano, siendo que mi interés no reside en el mero disfrute de eso que llaman el ejercicio del poder, y porque pienso que sin esa transformación la mayoría de los programas de acción gubernamental, aun los bien concebidos, están llamados a la ineficacia.

Siento también, no obstante, que puedo esbozar acá algunas ideas de orden programático, algunas políticas específicas que pertenecen ya no al tema arquitectónico del Estado sino a su acción en cuanto agente primario de solución de problemas de carácter público.

Me viene de modo natural a la mente el tema de la educación. He practicado la actividad docente y la he disfrutado. En tres universidades venezolanas y también con alumnos de bachillerato, he sentido el placer de enseñar y también la enorme responsabilidad de penetrar en las mentes juveniles. Antes de arrancar un experimento educativo en la década de los años 70, dos colegas y yo nos enfrascamos en una muy intensa discusión acerca del derecho que teníamos de modificar mentes que estarían prácticamente en nuestras manos. Es una responsabilidad terrible la de enseñar. Pero es, para el Estado, tal vez la más hermosa de sus responsabilidades. Así lo pone en su “Ensayo sobre el gobierno representativo” el insigne John Stuart Mill: “Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido… Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo… Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan”.

Stuart Mill, pues, nos dice en otras palabras que la educación es la tarea más excelsa que pueda acometer el Estado. Tal vez es acá, con todos los defectos que podamos reconocerles, donde los gobiernos del período democrático hayan tenido sus mejores logros. La expansión de la matrícula escolar a todos los niveles ha significado un esfuerzo gigantesco del Estado venezolano, y el nivel educativo promedio del venezolano ha experimentado un significativo aumento desde los tiempos de la última dictadura militar. No es suficiente, sin embargo, tanto porque los contenidos de la enseñanza requieren una actualización importante, como porque el sector educativo está constantemente signado por conflictos de orden laboral y sigue siendo excesivo el grado de centralismo en la acción educativa pública.

Del mismo modo como argumentaba al comienzo por una redignificación del funcionario público que incluyese una mejora substancial de su remuneración, igualmente creo que la labor docente debe ser reconocida económicamente como su importancia social lo exige. El economista Domingo Fontiveros lo ha dicho en los siguientes términos: “Premiar económicamente lo importante es una forma de orientar las conductas de tal forma que lo importante sea atendido. Correlativamente, penalizar lo superfluo es a su vez una manera de disuadir comportamientos. Como ejemplo de ello podría decirse que a la importancia abstracta de la educación como prioridad nacional puede otorgársele contenido empírico con una elevada remuneración relativa a los educadores y una también elevada asignación de recursos para dotación e infraestructura en el espacio educativo”. (Desarrollo de la economía no petrolera, 1993).

Dicho de otro modo: no basta hacer discursos sobre la importancia de la educación en nuestra sociedad si no son soportados luego por los hechos de una remuneración acorde con lo que se pregona. Me cuento, entonces, entre quienes creen que la profesión de educador debe ser remunerada magníficamente.

Ahora bien, debe ser bien remunerado un educador idóneo, actualizado, y en nuestro caso esto significa que debe haber un sistema de evaluación de la capacidad de nuestros educadores acoplado a un programa constante de adiestramiento y actualización de los docentes. En nuestras condiciones actuales este programa deberá tener una primera fase mucho más intensa, para alcanzar el nivel requerido desde nuestro actual nivel deficitario. Una vez alcanzada la nivelación necesaria, el programa de formación docente podrá proceder a un ritmo menos exigente, aunque constante.

¿Cómo determinar cuál es ese nivel deseado? La respuesta a esta pregunta debe estar en función del nivel de contenidos de enseñanza que suponemos deberán alcanzar los educandos. A fines del siglo pasado, y siguiendo el ejemplo de varias naciones europeas, Antonio Guzmán Blanco decretó la obligatoriedad de la educación elemental o primaria para todos los ciudadanos de Venezuela. Para la época del gobierno de Marcos Pérez Jiménez el título de bachiller todavía significaba algo, al punto de que funcionarios públicos con el rango de directores de ministerio eran tan sólo bachilleres. Eso ya no es suficiente hoy en día; por esto creo que el Estado venezolano debe apuntar a una meta aún más ambiciosa: que el habitante venezolano promedio pueda alcanzar un nivel de conocimientos equivalente por lo menos a tres años de educación superior.

Sobre este punto he escrito en 1990, en torno a los contenidos aconsejables de esa enseñanza, designándolos con el nombre provisional de licenciatura de estudios generales. Ella guarda parecido con los estudios del bachellor de los norteamericanos—cuatro años posteriores a sus estudios de high school—como ciclo previo al de la profesionalización superior. Por esto escribía en 1990: “En la otra dimensión, la de los contenidos de la enseñanza, es importante destacar que nuestro sistema educativo, en general, enseña con una orientación atrasada. Nuestro sistema educativo ofrece una sola oportunidad a los educandos para formarse una concepción general del mundo. Esa oportunidad se da a la altura de la educación secundaria, cuando todavía el joven puede examinar al mismo tiempo cuestiones de los más diversos campos: de la historia tanto como de la física, del lenguaje como de la biología, de la matemática y de la psicología, del arte y de la geografía. Si no existe, dentro del bachillerato venezolano, la previsión programática de intentar la integración de algunas de sus partes o disciplinas, al menos permite que “se vea” un panorama diverso. Luego, nuestro sistema encajona al alumno por el estrecho ducto de especialización que le exige nuestra universidad. Ya no puede pensar fuera de la disciplina o profesión que se le ha obligado a escoger, cuando, en la adolescencia, todavía no ha consolidado su entendimiento ni su visión de las cosas y mal puede tener convicción sólida acerca de lo que quiere hacer en el mundo.

El sistema educativo tiene entonces una estrategia para protegerse de la obsolescencia de los conocimientos especializados. Luego de la carrera universitaria habitual, ofrece niveles cada vez más especializados y profundos: master o magister, doctorados, postdoctorados. Pero también se hace obsoleta la concepción general del mundo, de eso que los alemanes llaman Weltanschauung. Y para esto no existe remedio institucionalizado.

Según informaciones recientes, la Dirección General Sectorial de Planificación del Ministerio de Educación está pensando en desarrollar un esquema para el ciclo diversificado del bachillerato venezolano que podría agravar la situación descrita. De acuerdo con lo que se conoce, el esquema propone desdoblar el bachillerato en ciencias en un bachillerato en matemáticas (con énfasis en computación) y un bachillerato en ciencias naturales, y el bachillerato en humanidades en uno de economía y ciencias sociales y otro en artes y humanidades “propiamente dichas”. Como puede entenderse, tal proposición, de llevarse a cabo, forzaría una especialización prematura todavía más acusada que la que hoy padece el estudiante en Venezuela.

Los norteamericanos tienen una estrategia de educación superior diferente a la de nuestras universidades, copiadas del estilo francés. Luego de lo que sería equivalente a nuestra escuela secundaria, su high school, el alumno norteamericano que ingresa a la universidad todavía debe pasar cuatro años de una educación de corte general. En sus colleges, pertenecientes a una universidad que también ofrece “estudios de graduados” (master en adelante), o en colleges independientes, los alumnos continúan en la exploración general del universo. Si bien ya se les facilita la expresión de intereses particulares, a través de un campo que enfatizan como un major, la salida es la de un grado de Bachellor in Science o de Bachellor in Arts, que refleja una gruesa división análoga a la de nuestros bachilleres en ciencias y en humanidades. Pero con una enorme diferencia. El tiempo dedicado al aprendizaje general es marcadamente superior en el bachellor estadounidense que en el bachiller venezolano. La edad en la que el bachellor debe escoger finalmente un campo de profesionalización es más madura que la que exhibe nuestro típico bachiller de 17 años. Luego, en dos años tan sólo que toma el master de profesionalización, se obtiene un profesional capaz y más consciente de su papel general en la sociedad.

La solución general al problema descrito debe pasar por la institucionalización en Venezuela de un sistema similar al del college norteamericano. No se trataría, sin embargo, de una mera copia. Los propios estadounidenses han detectado vicios en su actual proceso educativo, por un lado, y se puede mejorar su sistema; por el otro, sería mandatorio tomar en cuenta peculiaridades y necesidades propias del país. De todos modos la conclusión parece inescapable: necesitamos algo como el college. Pero aún sin un colegio superior de esta clase, es posible el desarrollo de programas de enriquecimiento intelectual de menor consumo temporal y que a la vez puedan constituir una terapéutica adecuada a los problemas planteados. De hecho, bien diseñado, el programa vendría a ser innovador, no sólo en Venezuela, sino en términos de cómo se entiende hoy el problema de la educación superior en el mundo. La interpretación estándar de nuestras posibilidades nos hace creer que, en el mejor de los casos, una creación nuestra nos colocaría en un nivel más cercano pero inferior a lo logrado en otras latitudes “más desarrolladas”, y por eso no intentamos lo posible cuando se nos antoja demasiado avanzado. Es como el pugilista que desacelera inconscientemente su puño antes de completar el golpe”. (Un tratamiento al problema de la calidad de la educación superior no vocacional en Venezuela, 1990).

Abogaba, no obstante, en ese trabajo, por una orientación futurista de estos estudios, pues aun los norteamericanos adolecen de una excesiva preocupación por el pasado, por lo clásico, despreciando el producto intelectual de los pensadores más recientes. (El ideal educativo del mundo anglosajón continúa siendo el de la suficiencia en las llamadas “artes liberales”, con su énfasis en el pensamiento del mundo clásico):“A nuestra escala nacional, estamos al borde de radicales modificaciones de nuestra institucionalidad, de nuestra definición de país, de las relaciones del Estado y del individuo, y hasta del ámbito y asiento del Estado mismo, si se piensa en una cierta inevitabilidad de la integración de Venezuela en algún conjunto político-económico de orden superior. Estamos ante el reto de la Tercera Ola, de la reducción y replanteo del ámbito del Estado, de la normalización de nuestra patológica distribución de la riqueza, de la eventual invigencia de nuestro sustento petrolero, sea por agotamiento de nuestras fuentes o por obsolescencia de la tecnología de los hidrocarburos ante opciones energéticas diferentes. Estamos ante una agenda abrumadora y ante ella un recetario clásico es decididamente insuficiente. Es importante saber que las soluciones o adecuaciones que habrá que poner en práctica para un exitoso tránsito de esa turbulencia societal estarán condicionadas de manera sustancial por los conceptos, percepciones e interpretaciones que se tenga acerca del mundo, acerca de la sociedad, acerca de la persona. No poco de la observable ineficacia política de nuestros días debe atribuirse a la persistencia, en la mente de los actores políticos que deciden la vida de nuestra nación, de esquemas mentales antiguos y sin pertinencia; esquemas que fueron fabricados como producto de una deducción de principios o de la observación de sistemas sociales mucho más simples”.

Mi experiencia directa con alumnos venezolanos me lleva a pensar que la ambiciosa meta de un nivel básico de educación superior para todos los venezolanos es alcanzable, si somos capaces de emplear los medios tecnológicos modernos de manera intensa y concentrada. Domingo Fontiveros no sólo pedía una remuneración relativamente alta para los educadores, sino que también exigía una “elevada asignación de recursos para dotación e infraestructura en el espacio educativo”.

Es posible, asimismo, que la introducción de la figura del colegio de estudios superiores sirva como pivote para la necesaria reforma de nuestras universidades, puesto que permitiría hacer más eficiente la composición de carreras y la eliminación de duplicaciones. La educación superior general y básica quedaría en manos de un colegio superior en el seno de las universidades –o en colegios superiores independientes– y las escuelas de profesionalización universitarias completarían las respectivas especialidades.

La universidad venezolana, por otra parte, debe proceder a revisar, junto con el Estado, el concepto de su autonomía. Tal como se la entiende ahora, la autonomía universitaria exige que el Estado se haga cargo del financiamiento de las casas superiores de estudios, mientras que se le impide la imposición del orden público frente a la endémica actuación de delincuentes amparados por una demagógica interpretación de la autonomía. La autonomía universitaria es un principio sagrado cuando se le refiere exclusivamente a la protección de la libertad de enseñanza en las universidades y a la elección de sus autoridades. Pero no debiera servir para que un rector universitario autorice, por ejemplo, el empleo de autobuses de la institución—que son activos del Estado venezolano—para el traslado de estudiantes—y seguramente otras personas ajenas a la universidad—a fin de nutrir manifestaciones y protestas que nada tienen que ver con el proceso educativo. (Así ocurrió cuando las autoridades de la Universidad Central de Venezuela facilitaron los autobuses de ese centro educativo para que un grupo de universitarios manifestaran en apoyo a Fidel Castro, durante la visita de éste a nuestro país con motivo de la reciente Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado. Si yo hubiese estado en los zapatos de Rafael Caldera—los que, por otra parte, seguramente me quedan grandes—habría impedido este empleo de un activo público nacional, cuyo uso en esta clase de actividades no se justifica bajo ninguna de las correctas interpretaciones del principio de autonomía universitaria).

A ciencia y conciencia

Si yo fuera presidente le daría mucho más énfasis y apoyo a las actividades de ciencia y tecnología en nuestro país. Invertiría mucho más en los proyectos que el propio sector de investigación genera—siempre y cuando, naturalmente, ellos estuviesen correctamente formulados—pero también, y preferiblemente, apartaría recursos significativos para el financiamiento concentrado de programas en determinadas áreas o disciplinas estratégicas.

Esta es una vieja aspiración de nuestros planificadores de ciencia, y hay que decir que el actual Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICIT) ha intentado moverse en esta dirección mediante la elaboración de sus “agendas de investigación”. Falta, creo, más audacia en la formulación de esas agendas o en la determinación de qué es lo que resulta estratégico.

Resulta natural, por ejemplo, determinar que una agenda importante debe formularse para el campo de las enfermedades tropicales, o que lo mismo debe de hacerse para el sector de hidrocarburos, dado que vivimos en el trópico y en nuestro subsuelo se acumulan gigantescas reservas de petróleo, bitúmenes y gas natural.

Pero de lo que estoy hablando es de dedicar, con alguna osadía, recursos importantes a campos de mayor futuro. Me refiero a temas tales como el de la bioingeniería, los estudios de la complejidad o la informática. Me refiero a campos novedosos, en los que todavía la actividad se encuentra en fase relativamente temprana, y por ende se da la posibilidad de participar, mediante la constitución de equipos especiales de investigación, con una esperanza razonable de obtener resultados significativos. Si queremos resultados que vayan más allá de contribuciones marginales al acervo científico de la humanidad; si deseamos ver un impacto real de la actividad científica y tecnológica sobre el nivel de vida concreto de nuestra población, será preciso comprometer recursos en serio para programas estratégicos intencionalmente determinados.

Según el arquitecto Luis Marcano, investigador en tecnologías experimentales de construcción de la Universidad Central de Venezuela, para que pueda darse un verdadero despegue en el desarrollo científico venezolano hace falta fabricar un eslabón crucial. Este eslabón viene connotado por su concepto de “consumidores de ciencia”: la existencia de pobladores del país en capacidad de comprender la utilidad de la ciencia y la tecnología y de aprovechar tanto su proceso como sus resultados. La demanda tendría que existir para que nuestra oferta de ciencia y tecnología se enraizara.

Para el arquitecto Marcano esto quiere decir que hay que preparar esos consumidores de ciencia, los que a su vez no pueden existir mientras nuestra población tenga muy bajos niveles de desempeño eficaz en lo que es más básico y fundamental: el lenguaje de la comunicación convencional—el idioma—y el lenguaje abstracto por excelencia—las matemáticas.

De allí que haya propugnado un ambicioso programa de formación dirigido a los docentes venezolanos de todos los niveles—desde el preescolar hasta la universidad—el que podría operarse a partir de la estructura de postgrados nacionales. En un lapso de tres a cinco años Marcano estima que podría formarse a unos 50.000 docentes en estas disciplinas nucleares de la inteligencia humana, sin las que sería absolutamente imposible acercarse siquiera a lo que ha sido pretendido en el IX “plan de la Nación”: “la inserción de Venezuela en la sociedad global del siglo XXI”.

Programas de esa escala son necesarios si es que queremos participar, como municipio del planeta, en la nueva escala de interacción humana de un modo medianamente significativo. Como seguramente será necesario pensar también en programas a escala transnacional, a escala sudamericana.

Y más allá de la acción de los científicos en su campo natural de la investigación en sus particulares especialidades, es posible requerir de ellos una participación mucho más intensa en la formulación de las políticas públicas. Es un desperdicio social de gigantesca magnitud mantener a los científicos venezolanos aislados de la toma de decisiones fundamentales en el actual momento venezolano. Más allá de su campo específico, el adiestramiento que los investigadores han acumulado como manejadores de lenguajes rigurosos, metodologías confiables y protocolos de aceptación, les hace particularmente útiles en momentos cuando el problema principal del Estado venezolano pareciera ser la carencia de esquemas programáticos a niveles estratégicos y tácticos. Hace ya tiempo que en sociedades más avanzadas se procura obtener de los científicos el aporte de su capacidad adiestrada para la búsqueda de soluciones a los problemas, aun cuando se trate de problemas en un campo distinto al de su especialidad habitual.

También de pan

Las fortísimas transiciones a las que ha estado sujeta la economía nacional han demostrado que la libertad del ejercicio económico es una condición necesaria para su desempeño eficiente. En cuanto fueron revertidas las regulaciones que el gobierno de Rafael Caldera impuso al comienzo de éste su segundo período, como modo de controlar la emergencia financiera, el aparato económico empezó a reaccionar, al punto que la mayoría de los analistas económicos pronostican ahora una época de bonanza para los próximos años. (A pesar de que las finanzas públicas continúan siendo el mayor de los factores de distorsión del proceso económico).

Es una vieja convicción mía la de que el tejido económico se construye mejor cuando se construye a sí mismo. Así escribía al respecto, por ejemplo, a mediados de 1986: “… sustentamos el criterio de que el Sector Público debe restringir su intervención en la actividad económica hasta el punto de que la mayor parte de ésta se conduzca por patrones, fundamentalmente, de autorregulación. Es decir, la actividad económica debe ser en principio libre. Hay algunas funciones básicas que debe reservarse  a la función de gobierno. Entre ellas la principal es la de la regulación monetaria, siendo otra la de la regulación del intercambio externo a través de la interfase aduanal… No creemos que haya ninguna razón funcional de fondo por la que, por ejemplo, la actividad extractiva  petróleo, minería  deba estar reservada a la explotación pública. Existe, sí, una tradición jurídica que se remonta a usos de la antigua Corona Española por la que los bienes del subsuelo eran de patrimonio real. Pero aún manteniendo esto, el Estado venezolano toleró por largos años una explotación del petróleo y del hierro por parte de manos privadas, sólo que se trataba de empresas privadas extranjeras. Es claro que no se hallan en Venezuela… los capitales privados necesarios para que, por ejemplo, el patrimonio de PDVSA (la que tampoco posee el subsuelo), pudiese pasar al sistema de empresa privada”. (Dictamen. Versión preliminar).

A pesar de lo anteriormente expuesto, somos de opinión contraria a la privatización de PDVSA, idea que ahora es defendida con intensidad, aunque sobre límites variables, por una gama de formadores de opinión que incluye al propio presidente de la empresa.

Las razones de fondo para defender la privatización de PDVSA van hasta el más profundo plano de lo ideológico, y toman asiento en el preocupante descrédito de todo lo que es público o político en Venezuela. Es tal el deterioro de lo público en nuestro país—a pesar de que, como lo registran los estudiosos, el descrédito de los políticos es hoy prácticamente universal en el planeta—que ya se le niega al Estado la posibilidad de que pueda poseer empresas, hasta el punto de que se ha propuesto una reforma de la Constitución Nacional para borrar definitivamente la noción de un Estado empresario.

A veces la argumentación “neoliberal” llega a extremos de ligereza y poca substanciación. Por ejemplo, el derrumbamiento del sistema soviético ha sido esgrimido como evidencia de que la inmersión directa del Estado en el papel de productor económico directo es una absoluta inconveniencia. Es obvio que en ningún momento el Estado venezolano ha sido comparable al totalitarismo soviético en lo económico, ni siquiera en época de dictaduras. El más vigoroso y sostenido impulso al sector privado nacional de toda nuestra historia coexistió justamente con la promulgación de esa Constitución de 1961 que ahora se propone reformar para quitarle a nuestro Estado toda posibilidad empresarial.

También se ofrece retóricamente la noción de que el gobierno de los Estados Unidos no es menos fuerte porque carezca de algo equivalente a PDVSA o al Derecho Público hispanovenezolano según el cual las riquezas del subsuelo son propiedad del soberano. Una afirmación de ese tenor establece una comparación absolutamente superficial e insostenible, pues resulta incongruente cotejar dos escalas tan disímiles como las del Estado venezolano y las del Estado norteamericano.

La posesión de PDVSA, precisamente, ofrece más poder al Estado venezolano que sus propias fuerzas armadas. Casi que es de lo único que dispone para medio defenderse en este mundo cada vez más planetizado—globalizado—en el que por ahora predomina un desatado espíritu de “competitividad de las naciones”. A la espera de una fase más humanizada en la que la cooperación prevalezca sobre la competitividad, es casi un suicidio de Estado que la República de Venezuela se desprenda de su mayor activo y la mayor base de su fuerza.

Así que tal vez es más transparente que esta discusión sobre la conveniencia de una privatización total o parcial de PDVSA, un debate previo sobre si para nosotros continúa teniendo sentido que Venezuela siga siendo un Estado, si vale la pena que Venezuela sea una república soberana. Ése es el debate de fondo.

A pesar de lo dicho, hay que dar la bienvenida a una discusión franca y abierta sobre la propiedad pública de PDVSA. Por ejemplo, debe decidirse si realmente tiene atractivo para un inversionista adquirir acciones de una compañía petrolera que no tiene posesión efectiva de siquiera un barril de reservas de petróleo. (La titularidad de las reservas venezolanas no es de PDVSA, sino del Estado mismo, y en la estimación del valor de mercado de una compañía petrolera el principal factor de ponderación es justamente, el de cuánto posee en reservas probadas). Otro ángulo, finalmente, es si en una decisión de privatización de PDVSA pudiera darse preferencia o exclusividad a capitales privados venezolanos. Los más recientes cálculos acerca de los depósitos privados venezolanos en el exterior mencionan cifras cercanas a los 90 mil millones de dólares. Eso es, indudablemente, un capital que debe ser tomado en cuenta.

La privatización de empresas del Estado es, en mi opinión, un proceso en principio sano, sobre todo cuando se trata de operaciones que no han funcionado bien en manos públicas. Pero el caso de PDVSA es justamente lo contrario, pues con arreglo a cualquier parámetro esta empresa pública venezolana ha sido grandemente exitosa y, por otra parte, la propiedad privada no necesariamente garantiza la buena administración. Debiéramos ya haber aprendido esto a raíz de la emergencia financiera de 1994, cuando tantos bancos privados colapsaron y cuando tantas empresas venezolanas debieron ser vendidas a inversionistas extranjeros. Y no es que los empresarios extranjeros estén exentos del fracaso. Allá en el exterior también ocurren los colapsos y las quiebras.

La transición hacia un esquema de menor regulación de la economía por parte del Estado ocurrió, lamentablemente, en superposición al desplome financiero-empresarial de 1994-1996. Esta es la razón por la que ahora más que nunca el desarrollo empresarial privado requiere en Venezuela de una activa promoción de la actividad económica por parte del Estado. Y estoy significando con eso un importante programa de apoyo financiero. Si hoy creo que el cataclismo de 1994 impone un esfuerzo adicional en este sentido, desde hace tiempo soy de la convicción que es deber público la protección y promoción de la economía: “Pero debe quedar a la función gubernamental la importante misión de establecer nuevas direcciones a la actividad económica, mediante el fomento directo de programas de desarrollo económico en un conjunto limitado y concentrado de áreas estratégicamente seleccionadas”. En el fondo es la misma estrategia esbozada antes para lo científico-tecnológico.

Lo que estoy diciendo es que el Estado venezolano debe imprimir un nuevo direccionamiento sectorial a un nuevo programa de fomento económico, mediante la selección de un reducido número de sectores a los que debe impulsar. Y, otra vez, no debe restringir esta acción a los sectores que tradicionalmente han recibido el aporte de fondos públicos, sino atreverse con alguna audacia al fomento de una o unas pocas actividades económicas de Tercera Ola, actividades económicas de alta intensidad tecnológica en los campos de informática, telecomunicaciones e ingeniería genética.

No hay ninguna razón por la cual, en nuestro camino de desarrollo económico, debamos reproducir la secuencia exacta que siguieron las sociedades más desarrolladas. Es perfectamente posible saltarse algunos pasos, para acceder a renglones de actividad económica de avanzada, pues tampoco existe limitación genética alguna en el “material humano” nacional que le impida aprender e innovar en cualquiera de los campos de más reciente desarrollo.

Pero la estrategia de concentración será igualmente necesaria. No debemos repetir el error del V Plan de la Nación ahora que se vislumbra un nuevo período de abundancia de recursos. (El V Plan de la Nación de la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez pretendía un desarrollo simultáneo de casi cualquier sector de actividad económica. Íbamos entonces a producir de todo. Tal era el grado de distorsión perceptual que nos impuso el boom petrolero de la década de los años setenta).

No podemos hacer de todo. Es natural que aprovechemos ventajas comparativas. Así, resulta obvio que el Estado deberá estimular la actividad petrolera y petroquímica y la actividad turística, por cuanto contamos con los recursos imprescindibles en muy apreciables cantidades. Igualmente puede pensarse que nuestro sector financiero puede desarrollarse aún más, tomando en cuenta los significativos flujos financieros favorables que se esperan y además tomando en cuenta todo el esfuerzo que se hizo por salvarlo.

Más allá de estos sectores obvios, sin embargo, estoy convencido de que el Estado venezolano debe estimular la emergencia de un sólido grupo de empresas en el área informática y en el de comunicaciones, pues son actividades que tendrán, indudablemente, el mayor crecimiento y la mayor significación en el futuro. (Incluso acá podemos ubicar ventajas comparativas derivadas del idioma castellano. No sólo porque es el español el idioma más hablado en el mundo después del inglés, sino porque sus características fonéticas hacen que ciertos problemas prácticos para el manejo por computadores de la comunicación, como por ejemplo la síntesis de voz, resultan más fáciles de resolver en idiomas fuertemente vocálicos, como es el caso, a diferencia del inglés o del francés, del idioma castellano).

Finanzas públicas

Nadie discute que compete al Estado la vigilancia de las condiciones macroeconómicas de un país, y resulta evidente que los factores macroeconómicos por excelencia son la infraestructura económica y la moneda nacional. Es asimismo evidente que nuestra moneda ha estado sujeta a un brusco y desmedido deterioro en su valor de cambio internacional a partir de febrero de 1983, primero a un ritmo más lento y luego, durante 1994 y 1995, a saltos, más que pasos, agigantados. Ahora se ha retomado el ritmo de resbalamiento lento y progresivo, luego de una fase de bastante estabilidad.

Lo cierto es que hoy en día nuestro signo monetario es, en términos comparativos frente al dólar estadounidense, 116 veces más débil que a fines de 1982, cuando todavía se cambiaba a la ya mítica y barata tasa de 4,30 por dólar.

Por otra parte, las altas tasas de inflación que han prevalecido en la economía nacional de los últimos años han deteriorado ya no su valor de intercambio ante otras monedas, sino su valor en el mercado interno. Con lo que hoy en día cuesta un neumático era posible adquirir una vivienda de clase media a comienzos de los años setenta, y una familia de esta clase podía cubrir su presupuesto de gastos con lo que hoy tiene que pagar, nominalmente, por un pan de jamón navideño. El progresivo deterioro del poder adquisitivo interno ha hecho muy engorroso el manejo de efectivo, puesto que no existe ningún producto concreto que pueda adquirirse al precio de un bolívar y los ciudadanos estamos forzados a tramitar compras cotidianas de bienes y servicios en unidades y decenas de miles de bolívares. Hemos permitido que el nombre de nuestro Libertador esté asociado a las ideas de debilidad y volatilidad.

En otras latitudes, en otros países, se ha optado por reformular la definición del valor unitario de las monedas. Esto ha sido hecho algunas veces con éxito. Otras veces el cambio de moneda no ha servido como un factor contribuyente al tratamiento de la inflación.

El ejemplo antonomásico de un caso exitoso es el del franco nuevo, con el que la república francesa sustituyó a cien de los francos viejos. Ese cambio de valor se ha demostrado como estable. Más recientemente, en varios países de América del Sur se ha procedido también a la emisión de nuevos signos monetarios sustitutivos de los anteriores, con mayor éxito que en otras ocasiones, cuando tales manipulaciones llegaron a verse anuladas dentro de los procesos hiperinflacionarios de Brasil y de varios países del Cono Sur del continente. Tiene sentido preguntarse si una medida de naturaleza similar tiene cabida en Venezuela. Una escala de conversión adecuada para un nuevo bolívar sería la misma que la empleada por los franceses. Así, un nuevo bolívar debería valer 100 bolívares de los actuales. (Los franceses usaron por un tiempo la denominación de “nuevo franco” o NF para referirse a su nueva moneda, pero hoy en día se dice simplemente franco. Nuestro NB o “nuevo bolívar” podría recuperar el augusto nombre sin necesidad de adjetivo en un tiempo razonable).

Cuando hacía por primera vez la proposición en octubre de 1994 comentaba: “Probablemente sería mas estable una medida de este tipo dentro de una economía de mayores proporciones que la nuestra pero, aunque sólo fuese por su efecto facilitador de las transacciones en efectivo, aunque sólo fuese por su efecto psicológico sobre la población, vale la pena considerar la emisión de un nuevo bolívar más fuerte. La comodidad en el uso de una nueva moneda más poderosa puede llegar a ser un factor de cierta importancia, así como la psicología no es un factor a despreciar dentro del juego económico de las sociedades, y convendría a la psiquis nacional ver de nuevo respetada en el símbolo monetario, hoy en día vergonzantemente disminuido, la persona del Padre de la Patria”.

Creo que es pertinente para la consideración de la paridad respecto del dólar la siguiente relación: para el año de 1995 el valor en dólares del producto bruto estadounidense era de 7 billones, (7.058 miles de millones, en estimación empleada por Strategyon, empresa analítica fundada hace varios años por Henrique Salas Römer). Para el mismo año el producto teritorial bruto de Venezuela fue de 72,4 miles de millones de dólares. Es decir, los Estados Unidos producen 97,5 veces, digamos 100 veces, lo que produce Venezuela anualmente.

Si se adoptase el criterio de que la relación entre monedas de países distintos debiese estar en función de sus respectivas producciones reales—tal vez una noción no tan descabellada si atendemos a las más raigales teorías económicas, que nos enseñan que el sector “nominal”, el dinero, debe ser un espejo del sector “real” de bienes y servicios concretos—entonces la relación anotada debiera indicar que la moneda venezolana actual no debiera ser superior a un centésimo de dólar. Que cien bolívares de los actuales no sean suficientes, que consideraríamos adecuada una paridad de Bs. 500 (NB 5) por dólar, pudiera justificarse con un coeficiente de 5 que expresase factores cualitativos tales como la riqueza y variedad de la producción norteamericana, su mayor sofisticación técnica, su fortaleza general y factores de esa misma clase.

En resumen, creo que un transplante de médula monetaria de este tipo puede resultar beneficioso, y buscaría ejecutarlo—naturalmente con toda la asesoría técnica que fuese necesaria—tan pronto como fuera posible.

Y creo también que el Banco Central de Venezuela debe recuperar la máxima autonomía respecto del gobierno nacional. Creo que debe recuperarse su capital, mediante la restitución de las enormes cantidades que erogó para los auxilios a los bancos en problemas y las que sigue erogando para contribuir a la contención de las presiones inflacionarias. La restricción de liquidez tiene un costo considerable, y hasta tanto el gasto público no se restrinja de modo significativo la presión sobre el Banco Central continuará siendo excesiva.

Acá se ha hablado mucho del déficit fiscal como la principal causa de la inflación venezolana. Sin ser en lo absoluto un especialista en política económica, creo más bien que es el volumen mismo del gasto público, y no el déficit per se, el factor principal en este punto. A fin de cuentas, el gobierno federal norteamericano ha operado por décadas mediante márgenes descomunales de déficit sin que esto haya tenido un efecto visible en términos inflacionarios sobre su economía. Lo que se impone, por tanto, es una reducción del gasto público improductivo. Como anticipé al comienzo, es necesario reducir ese gasto por la vía de una marcada disminución del empleo gubernamental. La progresiva privatización de empresas hará lo suyo, también, al disminuir la hemorragia de fondos públicos, como lo haría una reingeniería más convencional del Estado, para lo que haría falta una importante colaboración legislativa. (Muy recientemente el presidente del Brasil, Fernando Cardoso, ha obtenido una conquista para la libertad gerencial del sector público, cuando el Congreso de esa república ha legislado a fin de permitir que el Poder Ejecutivo pueda despedir empleados innecesarios sin estar atado por las rigideces de la llamada carrera administrativa. Algo similar debiera ser intentado en Venezuela).

Finalmente, creo que es de la mayor importancia la generación y publicación de un nuevo estado financiero de la nación venezolana. Nuestras cuentas nacionales—responsabilidad exclusiva del Banco Central—son, como en la mayoría de los países, cuentas de resultados. (Equivalen, en la administración privada, a los estados de ganancias y pérdidas de las compañías). Hay países, sin embargo, que producen también un estado de situación o balance general. Uno entre ellos es Nueva Zelandia.

Un Balance General de la República, con su exposición de los activos y pasivos de la Nación, puede tener muy positivos efectos. En verdad, los activos públicos de los venezolanos tienen una magnitud enorme, muy superior a la de los pasivos o deudas. Por tanto, un estado financiero de esa clase mostraría un patrimonio público de considerables proporciones. Ya no sólo un estado de ingresos y egresos, sino un estado de situación que coteje los activos de la Nación contra sus pasivos y registre el patrimonio resultante. No hay duda de que un ejercicio de contabilidad de este tipo cambiaría radicalmente la percepción más o menos generalizada acerca de la situación económica venezolana. Deducidos los pasivos de la Nación de los inmensos activos que posee, las cuentas mostrarían un patrimonio verdaderamente gigantesco. Así la discusión pasaría a centrarse sobre el problema de qué hacer con ese patrimonio.

Una tal perspectiva permitiría tomar gruesas decisiones de conversión en liquidez de la sólida solvencia venezolana. Siempre y cuando se cumplieran dos condiciones complementarias, casi equivalentes: que la liquidación de activos fuese repuesta con posterioridad por una nueva capitalización y que el sector público ofreciera convincentes indicios de un propósito de enmienda en materia de gasto público, pues hasta ahora, a pesar de innumerables declaraciones de intención, el presupuesto nacional no hace otra cosa que crecer desbocadamente. No ha habido hasta ahora la formulación y presentación al país de un esquema y una cronología para la reducción del recrecido tamaño del gobierno central. Si hay algo en lo que debiera buscarse uno de esos “grandes acuerdos nacionales” que se proponen recurrentemente en Venezuela, es en este punto del redimensionamiento del Estado.

Pero no sólo de pan

Corresponde igualmente a un presidente el poner el mayor cuidado en la emisión de sus señales, opiniones, interpretaciones. El peso de la opinión presidencial sobre la conformación del estado de ánimo nacional es, sin duda, de gran magnitud. Creo que sin falsear la realidad, corresponderá al próximo Presidente de la República la tarea de encabezar el rescate de la muy disminuida autoestima nacional.

Estoy consciente de que el actual presidente ha intentado trabajar sobre el asunto –¿recordamos la epidemia de calcomanías tricolores en los carros y las franelas con la bandera y las filas de manos enlazadas de principios de este segundo gobierno de Rafael Caldera? Pero al mismo tiempo el período ha estado caracterizado por un alto nivel de pugnacidad entre el gobierno y sus variados opositores, lo que seguramente ha hecho que se confunda la necesidad de recuperar la estima de los venezolanos por su país, por el propio pueblo, con un apoyo al gobierno.

A mediados de 1983, hace ya catorce años, se celebró una reunión privada de cinco muy importantes banqueros venezolanos, convocada para discutir un posible flujo negativo de caja de PDVSA que se proyectaba para fines de ese año, año electoral.

En medio de la discusión se pidió a los asistentes participar en un simple ejercicio, un sencillo juego, una adivinanza. El ejercicio consistió en leer las palabras textuales de un fragmento de discurso, y pedirles que intentaran identificar a quien las había dicho. Las palabras en cuestión se referían a un país y a sus hábitos económicos. El orador fustigaba a los oyentes y decía que en su país la gente se había endeudado más allá de sus posibilidades, que quería vivir cada vez mejor trabajando cada vez menos. Al cabo de la lectura los banqueros comenzaron a asomar candidatos: ¡Uslar Pietri! ¡Pérez Alfonzo! ¡Jorge Olavarría! ¡Gonzalo Barrios! No fue poca la sorpresa cuando se les informó que las palabras leídas habían sido tomadas del discurso de toma de posesión de Helmut Kohl como Primer Ministro de la República Federal Alemana.

El ejemplo sirvió para demostrar cuán propensos somos a la subestimación de nosotros mismos. Si se estaba hablando mal de algún país la cosa tenía que ser con nosotros. Al oir el trozo escogido los destacados banqueros habían optado por generar sólo nombres de venezolanos ilustres, suponiendo automáticamente que el discurso había sido dirigido a los venezolanos para reconvenirles. A partir de ese punto la reunión tomó un camino diferente.

Fue el maestro Augusto Mijares, en cuya reciente efemérides se le ha rendido toda clase de merecidísimos  aunque póstumos honores, quien diagnosticó certeramente el daño que nos hacemos a nosotros mismos a través de la más despiadada autocrítica. En “Lo afirmativo venezolano”, uno de sus más importantes ensayos, nos invitaba a fijarnos más bien en logros positivos de nuestros nacionales.

Y en este punto tienen especial capacidad de actuar positivamente los medios de comunicación social. Muy notorios ejemplos tenemos, lamentablemente, de medios de comunicación venezolanos que parecieran complacerse en la publicación de las lecturas más negativas, de las peores evaluaciones de nuestro país.

Este es un viejo problema y por cierto no es exclusivo de Venezuela. No fue precisamente en Venezuela donde el término amarillismo, referido a la prensa, fue acuñado, sino en los mismísimos Estados Unidos.

Hace nada que se ha producido un debate, perdido por el gobierno de Venezuela, en torno al inasible concepto de la llamada “información veraz”. En efecto, el presidente Caldera quiso que la declaración de la Cumbre Iberoamericana de Jefes de Estado que se celebró en la isla de Margarita a comienzos de noviembre de este año, contuviese una rotunda afirmación sobre el “derecho de los pueblos a la información veraz”. Como es natural, la posición de los dueños de medios del continente se convirtió en una campaña en contra de tal concepto

Un enfoque distinto habría, posiblemente, redundado en resultados diferentes. En lugar de intentar la formulación de lo que es información veraz, noción harto difícil de establecer, ha podido hablarse de la información falaz, el concepto contrario, para establecer que una sistemática falsificación por parte de algún medio de comunicación debiera ser reprimida socialmente con mucha fuerza, tal como, por ejemplo, en otras latitudes se castiga drásticamente el delito de perjurio.

En todo caso, es necesario reinterpretarnos como nación y reexaminar nuestras vergüenzas, por cuanto encontraríamos que las evaluaciones negativas de nuestra conducta nacional han sido grandemente exageradas.

Y a veces llegamos tan lejos en este malsano deporte de la autodenigración que importamos “expertos” extranjeros para que nos regañen en nuestra propia casa. Así, por ejemplo, trajimos varias veces a un profesor norteamericano de economía que venía a restregarnos nuestra mala conducta económica y a denostar del país en general—“este país ha sido destruido en los últimos veinte años”—complaciéndose en presentar indicadores según los cuales Venezuela es poco menos que la escoria del planeta. Todo esto con el ánimo de vendernos su receta económica favorita. (Más tarde se descubrió que no era el desinteresado profesor universitario que venía del norte a salvarnos de nosotros mismos. El profesor en cuestión resultó ser un directivo de un fondo mutual norteamericano que poseía extensas inversiones en América Latina, incluyendo un 5% del total de sus activos en bonos Brady de la deuda pública venezolana).

No debemos permitir que se nos presente como lo peor del planeta porque se trataría de una terrible injusticia. Nadie niega, naturalmente, que Venezuela empezó a mostrar una conducta económica poco sana a raíz del boom petrolero de los setenta y comienzos de los ochenta. Pero es importante percatarnos de que en buena medida eso fue el resultado casi inevitable de un evento internacional fortuito que no fue provocado por nosotros: el embargo petrolero árabe de fines de 1973, que desencadenó la escalada en los precios internacionales del petróleo. Ese evento y ese proceso pueden ser analizados desde otra perspectiva menos abrumadora que la que habitualmente se nos endilga.

No hay duda de que estamos, con Venezuela, ante un caso agudo de sociedad que se siente culpable. Reiteradamente, la mayoría de los diagnosticadores sociales nos restriega la culpa de nuestra desbocada conducta económica en nuestro pasado inmediato. Esto viene haciéndose desde hace ya varios años de modo sistemático.

Pero esto no pasa de ser una exageración  desmedida. No se trata de negar que se ha incurrido en conductas inadecuadas y hasta patológicas. Pero, en primer término, el proceso ha sido en gran medida eso: una patología. Como tal patología, la conducta social inadecuada puede ser juzgada con atenuantes. ¿Qué sociedad bien equilibrada no hubiera exhibido patrones de conducta similares a la de los venezolanos luego de la tremenda indigestión de moneda extraña que tuvo lugar durante la década de 1973 a 1983? ¿Qué conducta podía esperarse en una sociedad que, como la nuestra, ha retenido largamente la satisfacción de necesidades y se ve súbitamente anegada de recursos y posibilidades? Recuerdo una similitud de este comportamiento con la experiencia de aquellos campesinos que de repente eran llevados a los cursos de un mes de duración que patrocinaba el Instituto Venezolano de Acción Comunitaria, a comienzos de la década de los años sesenta, y que se enfermaban con la ingestión de tres comidas diarias, porque esta dieta era para ellos un salto enorme en la alimentación a la que estaban acostumbrados. O pienso en  aquellos suicidios “anómicos” registrados por Émile Durkheim en Europa de fines de siglo, cuando una persona se quitaba la vida al experimentar un súbito desnivel entre sus metas y sus recursos, así fuera cuando el desequilibrio se produjese por la repentina y fortuita adquisición de una fortuna adquirida por herencia.

La dimensión del atragantamiento de divisas provenientes del negocio petrolero ha sido enorme. Bajo otra luz distinta a la que habitualmente se dispone para el análisis de este proceso, bien pudiera resultar que halláramos mérito en nuestra sociedad, pues tal vez nos hubiera ido peor con una menor capacidad de absorción del impacto.

En términos relativos, además, nuestra conducta se compara con similitud ante la de otros países. El Grupo Roraima, en importante trabajo de 1983 sobre la inadecuación de ciertos axiomas clásicos de nuestra política económica, no hizo más que constatar la semejanza de comportamientos de Venezuela con los de países que, con arreglo a otros indicadores, son normalmente considerados como más desarrollados que nosotros y que también experimentaron desajuste por las mismas razones. (Reino Unido, por ejemplo).

Esto es importante constatarlo, no para refugiarnos en el consuelo de los tontos, el mal de muchos, sino para salir al paso de muchas implicaciones, explícitas e implícitas, que suelen poblar la constante regañifa que, desde hace años, soporta el pueblo venezolano. Es decir, implicaciones que establecen comparación desfavorable de nuestra inadecuada conducta con la supuestamente regular conducta de países “realmente civilizados.”

Si el ingreso del gobierno Federal de los Estados Unidos se hubiese visto súbitamente multiplicado varias veces, como ocurrió con Venezuela a partir de 1974, la economía de ese país hubiera enfrentado importantes problemas. De hecho, es de destacar que los niveles del déficit fiscal norteamericano son objeto de fuertes críticas allá mismo, así como sus volúmenes de deuda pública y privada. (La revista TIME exhibió crudamente la conducta económica desarreglada de muy grandes contingentes de norteamericanos—empresas, personas naturales, gobierno—en un famoso artículo de 1982).

El desequilibrio del repentino recrecimiento de los ingresos del Estado venezolano como consecuencia de los aumentos de precio del petróleo entre fines de 1973 y comienzos de 1982, es sin duda una causa de grave desajuste, el que todavía estamos pagando. En el análisis de muchos críticos de nuestro país, sin embargo, tan importante factor brilla usualmente por su ausencia.

Más aún. Ya basta de hacer residir la explicación de estos hechos en una supuesta tara congénita del venezolano, en “huellas perennes”, en la pretendida inferioridad del español ante el sajón, en la costumbre de la “flojera” indígena o la tendencia “festiva” del negro. Es necesario acabar con esa prédica, porque ella realimenta el síndrome de la sociedad culpable, que nos anula.

No resisto la tentación de repetir acá una anécdota hermosa que he mencionado en otras partes. Francisco Nadales nació en Cumanacoa, Estado Sucre, Venezuela. Pudo completar solamente una educación primaria, lo que no le permitió mejor empleo que el de obrero no calificado de la industria de la construcción. Una vez fue puesto, sin otra preparación previa, delante de un moderno computador personal. La pantalla mostraba una hoja de cálculo electrónica, en la que en breves segundos postuló, bajo instrucciones, una operación algebraica. Cuando la pantalla titiló mostrando el resultado, una sonrisa tan amplia como su cara demostró su alegría profunda, y la extensión de su súbita comprensión fue expresada en su inmediato comentario: “¡Hay que ver que el hombre es bien inteligente!”

Francisco Nadales hablaba, claro, del hombre que había sido capaz de concebir, producir y ensamblar la intrincada maraña de circuitos y componentes del computador que tuvo ante sí; del que había sido capaz de generar y enhebrar las numerosas líneas del código de programa que le permitió usar el álgebra por primera vez. Pero esa referencia no habría bastado para ampliarle la sonrisa de aquel modo. Francisco Nadales estaba también hablando de sí mismo. Francisco Nadales era ese hombre bien inteligente y Venezuela puede alcanzar ya, mañana mismo, un mejor y más significativo futuro.

Para esto habrá que dejar atrás un patrón político que se fija patológicamente sobre las reales o supuestas faltas de los contrincantes, nunca sobre las propias. No nos servirá para nada el reconcomio y la guerra habitual de las campañas y las oposiciones. A la transformación que es necesaria en el Estado venezolano deberemos entrar con alegría. La alegría de haber sobrevivido tantas vicisitudes y tan graves problemas y de tener ante nosotros nuevas oportunidades. Nos queda mucho por resolver, y para tener éxito será preciso cambiar la frecuencia de nuestro Estado, su arquitectura, sus dimensiones y su estilo.

Será preciso, reitero, abandonar la noción de que la política es, por encima de cualquier cosa, un combate, un intento por legitimarse mediante el descrédito o anulación del competidor. En cuanto asumamos la sencilla noción de que la política es fundamentalmente la profesión de resolver problemas de carácter público, cambiará de modo esencial la acción del Estado.

Esta es una revolución que inevitablemente tendrá que darse en el mundo. Simple. Como lo son todas las revoluciones verdaderas. ¿Qué impide que sea Venezuela el primer país del mundo en el que semejante tránsito se efectúe?

Es una revolución, sí. Se trata de un cambio muy profundo. Pero es mi creencia que la revolución que necesitamos es distinta de las revoluciones tradicionales. Es una revolución mental antes que una revolución de hechos  que luego no encuentra sentido al no haberse producido la primera. Porque es una revolución mental, una “catástrofe en las ideas”, lo que es necesario para que los hechos políticos que se produzcan dejen de ser insuficientes o dañinos y comiencen a ser felices y eficaces.

Éstas son las cosas en las que creo. Éstas son mi fe y mi compromiso. Son algunas de las cosas que haría si yo fuera Presidente.

LEA

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