A las razones por las que desde hace tiempo ya creía más que insuficiente, dañina, la prédica y práctica política de Hugo Chávez Frías, se ha añadido ahora la de su falta de apego a la verdad.
Chávez ha dicho reiteradamente, en recientes entrevistas, en reuniones, en declaraciones, que él y sus compañeros habían intentado derrocar al gobierno de Venezuela porque Carlos Andrés Pérez había ordenado al Ejército volver sus fusiles contra el Pueblo en febrero de 1989, contra la explícita condena del Libertador, que había declarado la posibilidad abominable.
Para la época de su prisión en Yare, sin embargo, Hugo Chávez ya había admitido que “su grupo” conspiraba desde hacía siete o nueve años (desde el Bicentenario de la muerte de Bolívar). Por tanto, para el 27 y 28 de febrero de 1989, la intención de tomar el poder por la fuerza ya estaba formada varios años antes. Mal puede presentarse ahora como pretexto para el golpe fallido del 4 de febrero de 1992 algo que no pudo tener nada que ver para la conformación de una logia conspirativa.
Antes había ofrecido ya otras explicaciones. El excomandante Chávez argumentaba a la revista Newsweek a comienzos de 1994 que el artículo 250 de la Constitución Nacional prácticamente le mandaba a rebelarse. Lo que el artículo 250 estipula es que en caso de inobservancia de la Constitución por acto de fuerza o de su derogación por medios distintos a los que ella misma dispone, todo ciudadano, independientemente de la autoridad con la que esté investido, tendrá el deber de procurar su restablecimiento. Pero con todo lo que podíamos criticar a Carlos Andrés Pérez en 1992, y aun cuando estábamos convencidos de que lo más sano para el país era su salida de Miraflores, ni Pérez había dejado de observar la Constitución en acto de fuerza, ni la había derogado por medio alguno. Todas las cosas que le eran censurables a Pérez tenían rango subconstitucional.
Ni siquiera es un posible fundamento de Visconti, Arias Cárdenas, Chávez, etcétera, aquella disposición sobre el derecho a la rebelión recogida en la Declaración de Derechos de Virginia: “…cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo, la nación o la comunidad—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea considerado más conducente a la prosperidad pública”. La norma de Virginia exige como sujeto de la acción una mayoría de la comunidad, y ni los oficiales nombrados representaban una mayoría de la comunidad ni una mayoría de ésta admitía un golpe de Estado como salida a la muy desagradable situación.
Es por esto que lo correcto desde el punto de vista legal hubiera sido que los golpistas de 1992 hubieran purgado la condena exacta que las leyes prevén en materia de rebelión. Pero ahora, en virtud de un indulto presidencial lo tenemos en la calle como candidato presidencial en el que se notan con excesiva facilidad los rasgos autoritarios de su personalidad.
Chávez ha ido a buscar, en refuerzo de ese autoritarismo, a nadie menos que Marcos Pérez Jiménez en peregrinación a Madrid, donde el exdictador continúa habitando la imponente mansión que adquirió con el dinero de su corrupción personal. Acto seguramente imprudente y poco rentable desde el punto de vista estrictamente electoral. Ninguno de los candidatos que en el pasado han ido a procurar la bendición del antiguo autócrata han podido triunfar. Pérez Jiménez es, probablemente, uno de los más pavosos símbolos de la política nacional.
Exgolpistas y marxistas de viejo cuño—Núñez Tenorio, Mieres—rodean a Chávez, y sus apoyos principales se encuentran, naturalmente, en su propio movimiento y lo más radical—PPT—de la antigua Causa R. Estos factores, junto con su trayectoria, garantizan que un gobierno presidido por Hugo Chávez sería realmente desastroso para el país. Ni siquiera podría hablarse de un retroceso, porque nunca antes el gobierno ha estado en manos de un radical de extrema izquierda.
Pero también es importante no descuidar el hecho de que su prédica simplista y resentida encuentra sitio de anclaje en el inmenso desapego del Elector venezolano, en su confusión, en el largo sufrimiento social de los venezolanos. Si al caos de Chávez se pretende oponer un «orden» que se muestre como la continuación del statu quo, mucho me temo que ganará el caos. A Hugo Chávez sólo podrá derrotarlo un candidato de quien no pueda decirse que ha participado de la estructura de poder prevaleciente en Venezuela. A quien Chávez y sus seguidores no puedan identificar con la práctica política más reciente, a quien sea verdaderamente un outsider.
Acción Democrática tiene razones muy explicables, desde su perspectiva de organización de poder, para postular un militante suyo como candidato. Pero si este candidato no exhibe audacia, ganas de transformar realmente el Estado, voluntad de respuesta a la demasiado larga lista de problemas, pronto se notará que no penetra en las encuestas y que la ubicación de Chávez continuará ascendiendo. ¿Qué se haría entonces?
La candidatura de Salas Römer se halla muy próxima a su techo. Al desplome de Miss Titanic su figura emergió como quien pudiese detener el ascenso de Chávez. Pero ni siquiera ha logrado el consenso eficaz de quienes pudieran sostenerle naturalmente, y esto es entonces lo que permite imaginar una confrontación final entre el candidato de AD y el excomandante. Pero si el candidato acciondemocratista permite que se le vea como la encarnación destilada de todo lo que los Electores rechazamos, las elecciones presidenciales serán ganadas por quien ha procurado ser el recolector del descontento.
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