La semana pasada mi primera hija se graduó de bachiller. Esa que con apenas un año de edad venía alborotada a los brazos de su padre y tenía hipo cuando reía a carcajadas, lo que era a cada rato. Esa pequeña se me graduó de bachiller.
Ha podido no hacerlo. No porque fuese una mala alumna cuando lo ha sido muy buena, sino porque su colegio fue, como muchos otros lo han sido, objeto de un impacto grave que venía desde adentro, y por eso dolía más. En toda apariencia, alumnos que irían a graduarse participaron en un violento y soez atentado contra las instalaciones del colegio. Arrancaron unos pocos teléfonos públicos, inundaron unos pocos salones, anegaron unos cuantos baños y pintaron unas cuantas superficies con desagradables, injustos y odiosos mensajes. No pudiendo aún de modo legal impedir que estos enfermos sociales se graduaran junto con los compañeros a los que traicionaron, de quienes abusaron, a quienes afectaron profundamente sin el menor remordimiento, el colegio estuvo a punto de suspender la graduación. Es bastante pedir a una institución gravemente irrespetada que confiera a delincuentes en extremo desconsiderados un certificado de educación secundaria. Solamente el valor colegial de negarse a seguirles el juego, de dejarse vencer por el insulto de sociópatas, permitió que mi princesa mayor se graduara, si bien en un acto deliberadamente disminuido en solemnidad para expresar de algún modo el dolor y el rechazo a la humillación.
Así paga la sociedad por la delincuencia. Mi hija bella y noble, a quien no podré brindarle su grado más que con alguna cerveza y este artículo, debió sufrir la pena de graduarse sin el hermoso vestido que se pudo hacer porque un grupo de jóvenes no logró expresar su profunda carencia dentro de cauces sociales y optó por la destrucción y la negación de todo sentido.
¿Qué puede llevar a unos adolescentes mayores a expresarse de modo tan destructivo? ¿A llamar la atención sobre sí de forma tan negativa? ¿Será porque su proceso familiar les ha deformado? ¿No será que se creen invulnerables porque están, así parece, asistidos de la más eficaz defensa legal a través de un libertino amparo constitucional? ¿Porque existe una resolución ministerial que en aras de proteger al débil permite que el bien común, en aberración difícil de entender, sea vulnerado al hacer casi imposible la expulsión escolar por grave que sea el motivo, y que cuando la permite impone a los directores de los planteles la obligación de conseguirle una plaza al expulsado? ¿Porque nuestro Estado ha sido incapaz de reducir a la endemia encapuchada? ¿Porque nuestras reglas y costumbres políticas convierten a quien opina con guerra, con balazos y con muertes, a quien se arroga la potestad de decidir por todos los ciudadanos lo que sólo a ellos corresponde, como deponer un gobierno insano y corrupto, en un candidato favorito a la Presidencia de la República?
Seguramente todo esto influye y bastantes factores y episodios más. Vivimos una época terrible, ciertamente. Es preciso terminarla. No es bueno que el chavismo, que la lógica del terrorista, del encapuchado, del anarquista, llegue a las escuelas. Es momento de actuar.
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El bien común debe ser protegido. El bien común, si no es protegido eficazmente por algún órgano que debiera cuidarlo, tendrá que cuidarse a sí mismo. Es preciso que el sociópata llegue a saber que los demás somos mucho más, muchísimo más poderosos que él, y que ineludiblemente vamos a reaccionar si se abusa de nosotros demasiado.
Y si el Estado se muestra incapaz de proteger y procurar el bien común y hasta sin intención lo disminuye, entonces la institución privada, los ciudadanos, los Electores, la comunidad educativa, deben encontrar los modos de procurarlo y protegerlo.
Por ejemplo, el colegio impedido de impedir que unos delincuentes se gradúen, por decirlo así, civilmente, puede sostener el acto civil primero, como los matrimonios, según lo fuerza la resolución ministerial; pero puede hacer otro acto colegial, no civil, no público sino privado, al que no se invite a los delincuentes y completamente desplegar, allí, la legítima alegría del hito alcanzado al despedirse los mayores del colegio, porque se cumplió una enorme jornada de enseñanza y aprendizaje. El colegio de mi hija, cuya promoción coincide con los setenta y cinco años de su fundación, tiene toda la justificación y todo el derecho para realizar el más solemne y regocijado acto que celebre esta coincidencia, para no permitir que unos pocos inadaptados amarguen la efeméride.
Y la sociedad tiene el derecho a protegerse de un encapuchado que el Estado no acierta a reprimir, y de un golpista que insiste en justificar su abuso político sin que las normas le impidan el acceso al poder. La comunidad educativa tiene el derecho de neutralizar los perversos efectos de una disposición ministerial mal pensada e infelizmente promulgada, así como una mayoría de la comunidad, reconocía en 1776 la Declaración de Derechos de Virginia, debe tener la potestad de corregir y deponer un gobierno injusto y dañino. Así deberemos actuar ante el corrupto, ante el abusador, ante el caribe. Para eso somos más.
Lo que nunca deberá impedir la disposición a prevenir y aún a perdonar. Tanta saña no puede ser causada por causa pequeña. La saña nos produce grande rabia, es cierto. Pero en cierto modo también nos hace sentir lástima. Es lastimoso que haya quienes crean ser admirables porque ejercieron la violencia de modo que los inocentes resultaran dañados. Quién sabe qué agujeros habrá abierto en sus almas lo que tengan por hogar.
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La fea e innoble acción, por lo demás, destapó muchas cosas nobles y hermosas en un colegio de gentes hermosas y nobles. Seguramente la más hermosa y noble de las cosas fue ésta: en la asamblea de la comunidad convocada para conocer y ponderar los hechos, una señora, ante quien me descubro con admiración grande, habló de sus hijos colegiales. Uno que estudia en ese colegio; otro que ya no lo hace porque, lo dijo ella en público con rarísima valentía, no había estado a la altura del colegio. No existe algo más difícil o más valiente que lo que hizo esa señora, dentro de una humanidad que la abrumadora mayoría de las veces consigue los más tercos e insostenibles pretextos para defender sus abusos. Que tan insólito valor, que tan rara nobleza se haya manifestado ese día de asamblea, nos hace sospechar que ese colegio que ha alojado a sus hijos, así como su propia familia, valen la pena, y su existencia compensa y borra la vergüenza del atentado. Esa dama redentora libró por todos ese día.
LEA
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