De la miríada de acciones públicas que es preciso acometer en Venezuela—tal es la insuficiencia política que la aqueja, tan evidente y general es el deterioro de los asuntos públicos—quizás ninguna es tan fundamental como la de instalarle un nuevo sistema operativo al Estado. Hay una enfermedad sistémica y constitucional en el aparato político nacional, y esta condición afecta e impide prácticamente a todas las funciones del Estado. De allí que resulte ser crucial dotar a éste de una nueva Constitución, pues ésta es necesaria para un diseño metapolítico que venga a ser una verdadera metamorfosis en la arquitectura del Estado, que le convierta en un nuevo Estado capaz de digerir los gigantescos cambios—tecnológicos, políticos, perceptuales—acaecidos en el planeta en las últimas décadas, capaz de corregir las profundas distorsiones y malformaciones introducidas en la práctica política común en nuestra Nación, capaz de permitir la democracia que hoy es exigible, capaz de expresar un paradigma político que sustituya al muy insuficiente y ya claramente dañino paradigma prevaleciente.
Nuestros políticos han resucitado en los últimos años una noción que ya era de uso común en la ciencia política de la década de los años sesenta: el concepto de gobernabilidad. Y esto es una admisión de que las artes aprendidas por los actores políticos convencionales son cada vez menos eficaces, y que su capacidad para conducir el negocio público es cada vez menor.
En gran medida esa gobernabilidad añorada por políticos crecientemente confundidos es impedida por la camisa de fuerza de un concepto de Estado que ya no puede responder adecuadamente a las necesidades públicas. La Constitución vigente, elaborada y decretada en 1961 por un Congreso que no estaba facultado para esa tarea, probablemente era un admirable texto en muchos sentidos, aunque su carácter programático hubiera impuesto al Estado cargas y compromisos imposibles de cumplir. Pero en 1961 era bastante difícil prever la perestroika rusa, la emergencia de la civilización informática, la planetización de la economía, la búsqueda de la unión política europea, la explosión del tema ecológico, para citar sólo unos cuantos de los inmensos procesos que han cambiado la faz política del mundo. Así, la necesidad de una nueva Constitución no equivale a una crítica del constituyente no autorizado de 1961. Basta con reconocer que nuevos y enormes factores requieren que el Estado venezolano sea repensado.
No se trata, sin embargo, de que la solución a este problema crucial pueda darse mediante la mera reforma del texto constitucional. No se trata de remendar con modificaciones puntuales el concepto de Estado que fuera delineado en 1961. Se trata, en verdad, de concebir un nuevo Estado, de diseñar un Estado diferente.
Ahora bien, el Congreso de la República no está facultado para acometer esa tarea. El Dr. Angel Fajardo explica el punto con mucha claridad cuando nos dice que la facultad de reformar la Constitución no equivale a “la facultad de dar una nueva Constitución… pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es”.
La doctrina constitucional generalmente aceptada establece que el poder supremo dentro de un Estado como el venezolano es el del poder constituyente original, básico, o primario. Este poder constituyente no es otro que el del conjunto de ciudadanos de la Nación. Se trata de un poder absoluto, verdaderamente dictatorial: “El poder constituyente es un derecho natural que tiene todo pueblo, ya que este derecho viene a ser un aspecto de la soberanía del Estado, es una consecuencia del hecho mismo del nacimiento del Estado, y el pueblo, cuando se constituye en poder constituyente, no se encuentra vinculado a ninguna norma constitucional anterior, su única vinculación la tiene el hecho de ser pueblo libre y soberano, y, por eso, es un derecho perpetuo que sigue subsistiendo después de ser creada la constitución”. (Esto escribe Fajardo en su “Compendio de Derecho Constitucional”, Caracas, 1987).
Además de este poder original y supremo, no sujeto ni siquiera a la Constitución vigente ni a ninguna anterior, el Congreso de la República es un poder constituyente constituido, y limitado en su función reformadora en dos sentidos.
Es decir, el Congreso de la República tiene el papel principal, según lo dispuesto en la Constitución vigente, para enmendarla o reformarla, sujeto, en primer término, a la aprobación de una mayoría calificada de las asambleas legislativas estatales (en el caso de enmiendas) o del pueblo mismo en referéndum (en el caso de reformas).
Pero hay todavía una limitación más básica, como explica Angel Fajardo en la obra citada: “El órgano cuya función consiste en reformar la Constitución, es el denominado poder constituyente constituido, derivado, etc., y cuya facultad le viene de la misma Constitución al ser incluido este poder en la ley fundamental por el poder constituyente; de modo, que la facultad de reformar la Constitución contiene, pues, tan sólo la facultad de practicar en las prescripciones legal-constitucionales, reformas, adiciones, refundiciones, supresiones…; pero manteniendo la Constitución; no la facultad de dar una nueva Constitución, ni tampoco la de reformar, ensanchar o sustituir por otro el propio fundamento de esta competencia de revisión constitucional, pues esto sería función propia de un poder constituyente y el legislador ordinario no lo es, él sólo tiene una función extraordinaria para reformar lo que está hecho, no para cambiar sus principios y aún menos para seguir un procedimiento distinto al establecido por el poder constituyente”.
Esto significa que de aceptarse la tesis de que se requiere una nueva constitución, el Congreso de la República no es el órgano llamado a producirla, puesto que excedería sus facultades. En este caso la única forma admisible de proveernos de una constitución nueva, urgentemente necesaria, sería la de convocar una Asamblea Constituyente.
El punto ha sido levantado insistentemente en los últimos ocho a diez años, y es sólo ahora que uno de los aspirantes a la Primera Magistratura Nacional pareciera querer apropiarse de la idea. Dicho sea de paso, los proponentes consuetudinarios de una Asamblea Constituyente nunca han esbozado siquiera el dibujo general de una nueva constitución, principalmente porque entienden a aquélla más como un modo de sustituir actores políticos tradicionales que como el medio sereno de arribar a un nuevo diseño del Estado.
Pero la necesidad está allí, y la capacidad de un trabajo serio y sistemático para dotarnos de un nuevo Estado también. Basta que formulemos reglas sensatas para la conformación y elección de los miembros de esa asamblea. Elegidos uninominalmente, reclutados no sólo entre expertos en derecho público e historiadores sino dando cabida al conocimiento de organizaciones y sistemas y de tendencias gruesas en la evolución de la humanidad y sus naciones, y exigidos de exhibir como su legitimación su idea de constitución preferible, conformaríamos con ellos un cuerpo constituyente con mayores probabilidades de producir el trabajo que se requiere.
Negar que esto sea posible en Venezuela es, una vez más, incurrir en el sempiterno error de subestimar a la Nación. Tenerle miedo a una constituyente es desconfiar injustificadamente de nuestras capacidades. Tenerle miedo a una constituyente es creer que abogar por ella equivale a apoyar a un golpista fracasado y radical.
La apelación a una Asamblea Constituyente se produciría de un modo más
democrático si tuviese su origen en un referéndum positivo. Y la nueva Ley Orgánica del Sufragio y la Participación Política establece la figura del referéndum y también establece que éste puede ser convocado irrecusablemente, por el Presidente de la República en Consejo de Ministros, por el Congreso de la República en sesión conjunta por una mayoría de dos tercios, y por 10% de los Electores registrados.
Una de las raíces de la aprensión expresada por muchos políticos ante la posibilidad de una Asamblea o Convención Constituyente es la confusión entre estos órganos y el poder constituyente mismo. Se trata de dos cosas distintas. El poder constituyente somos los Electores mismos. Los miembros de un órgano constituyente elegido, llámese asamblea o convención (distinción de Bunimov Parra) son, en cambio, unos apoderados, y como tales pueden recibir de nosotros un poder estrictamente limitado a la redacción de un nuevo proyecto constitucional en amplia consulta con los propios Electores y las muchas organizaciones del país. El riesgo de arbitrariedad sólo ocurriría si los Electores fuésemos tan necios como para dar a los diputados constituyentes poderes ilimitados.
No hay excusas para oponerse a la necesidad fundamental de la Constituyente. El presidente Rafael Caldera, uno de los padres de la actual Constitución, tiene en sus manos la facultad de convocar el referéndum consultivo que la ponga en marcha. En 1983 el suscrito proponía un tratamiento al “desfase entre el mayor desarrollo político del pueblo y el estancamiento de las instituciones políticas diseñadas en 1961”: “Más que la apremiante situación económica, a la que, naturalmente, había que buscar solución, era necesario acometer reformas constitucionales de gran vuelo, y yo suponía que Caldera, redactor principal de la Constitución de ese año, podría ser el indicado para liderizar una reconstitución nacional”. Ahora que concluye su último mandato constitucional, tiene la concreta posibilidad de abrir el camino a los nuevos constituyentes.
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