El Diario

Una vez que Rafael Caldera no convocó a un referéndum para consultar a los Electores sobre su voluntad de reunir una Asamblea Constituyente, se ha sellado el nivel de cumplimiento de su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela, documento que presentó al país justo hacia la conclusión de su última campaña, en noviembre de 1993. Ese nivel es exactamente de cero.

En efecto, el mencionado documento estipulaba como intención de Rafael Caldera el logro de dos objetivos en “la dimensión política”, a saber, una reforma del Estado a través de una reforma constitucional y “un esfuerzo máximo contra la corrupción”.

Según la mencionada carta, la reforma constitucional debía complementar nuestra democracia representativa con una democracia participativa, para lo que debía instituirse, al nivel de la Constitución, la figura de los referenda: consultivos, aprobatorios, abrogatorios y revocatorios. Así, la Constitución reformada permitiría la destitución “del Presidente de la República y demás altos funcionarios mediante el voto popular”, y concedería “al Jefe del Estado la facultad de disolver las Cámaras Legislativas cuando no estén cumpliendo las funciones para las cuales fueron electas”.

La reforma de la Constitución abriría la Cámara de Diputados y las Asambleas Legislativas a los venezolanos por naturalización. Debía dar atención preferente a la administración de la justicia, la que recuperaría la confianza de la sociedad civil mediante las decisiones de una Alta Comisión de Justicia “o una institución equivalente”. Debía colocar a la Policía Técnica Judicial bajo la dirección de la Fiscalía General de la República, debía crear el cargo del Primer Ministro sujeto a censura del Congreso y el del Defensor de Derechos Humanos. Debía revisar y ampliar los capítulos sobre derechos y aclarar “normas respectivas a la afirmación de la soberanía nacional”.

La reforma que estaba en la intención de Rafael Caldera abría la puerta a la inclusión de un mecanismo para convocar a una Constituyente en caso de que “el pueblo lo considerare necesario”, y también establecería “un marco nítido para el funcionamiento de los partidos políticos” asegurando “el más pleno reconocimiento a la voluntad del ciudadano” en el ejercicio del sufragio.

Nada de esto se ha cumplido.

Que el presidente Caldera haya dejado transcurrir su período sin que ninguna transformación constitucional se haya producido no ha hecho otra cosa que posponer esa atractriz ineludible. Con el retraso, a lo sumo, lo que se ha logrado es aumentar la probabilidad de que el cambio sea radical y pueda serlo en exceso. Este es el destino inexorable del conservatismo: obtener, con su empecinada resistencia, una situación contraria a la que busca, muchas veces con una intensidad recrecida.

Rafael Caldera puede argumentar que él cumplió con lo suyo, al presidir la Comisión Bicameral para la Reforma Constitucional que completó su tarea en 1991. Pero es que él presentó su Carta de Intención con el Pueblo de Venezuela en noviembre de 1993. Cuando se habían cumplido dos años de su promesa escribí: “todo lo que en ese documento se refiere a acciones del Congreso de la República en materia constituyente o legislativa ordinaria es un evidente exceso, dado que el Poder Legislativo es independiente del Ejecutivo y, por tanto, mal puede prescribirse a los legisladores tareas en un texto que corresponde a la intención de quien para ese entonces aspiraba a la Presidencia de la República”. Porque puede decir también que el problema no era suyo sino del Congreso de la República. Pero fue Rafael Caldera quien incurrió en ese exceso. Fue él quien escogió prometer lo que de todos modos no podía cumplir. Tal vez porque supuso que el tema se había manifestado con tal fuerza en 1992, cuando la asonada de Hugo Chávez Frías hizo cundir el pánico que ahora renace con la posibilidad de su victoria electoral, y tendría entonces una base de opinión popular suficiente como para enderezar la voluntad de los congresistas.

Alineación

El miedo inducido por la figura de Chávez Frías—a pesar de los esfuerzos que hace por revertir un posicionamiento que él mismo forjó—está produciendo un fenómeno electoral de desplazamiento de intención de voto favorable a la candidatura de Henrique Salas Römer. Es el único otro candidato con oportunidad significativa de ganar las elecciones presidenciales.

En este nuevo reflujo de la opinión electoral pueden distinguirse claramente dos capas bastante activas. La primera de ellas se observa entre las clases profesionales y medias. La segunda en la fortísima alineación que a favor de la candidatura de Salas Römer se ha producido con los miembros de lo que un cordial amigo denomina “el mandarinato nacional”.

La alineación es tan firme que incluye una oposición cerrada a la idea de convocar una Asamblea Constituyente. Y como esta oposición es capaz de manejar significativos recursos, el asunto se manifiesta en una costosa campaña publicitaria de “La gente es el cambio”, novísima organización—como ésas que suelen surgir con el solo propósito de hacer una campaña—que argumenta falaz y superficialmente, aunque sin duda de modo muy eficaz, contra la constituyente para anularla. Nadie sabe—bueno, algunos sabemos—quiénes son los miembros de esa “organización”. Algunos sabemos que uno de ellos ya había llevado ante uno de los directivos del Consejo Nacional Electoral, para el mes de junio de este año, la proposición de que se cerrase la publicidad destinada a estimular el registro de nuevos votantes porque se presumía que en ese grupo habría muchos votos para Chávez Frías.

Esto es una medida de las fuerzas contra las que tendría que medirse quien, con un concepto muy distinto de la constituyente chavista, quisiera abogar en su favor. No creo que los doctores Brewer-Carías, Ayala Corao, Combellas y Alvarez Paz sean capaces de concitar los recursos suficientes como para contrarrestar tan hábil campaña como la mencionada. En todo caso yo, que creo en la necesidad de una constituyente, no podría aportar nada práctico en ese sentido.

Es así como ahora prevalecen las posturas anticonstituyentes, en coincidencia con un descenso de la candidatura de Chávez Frías en las encuestas. Es así como se argumenta que la constituyente no da de comer, ni techo, ni atención hospitalaria. Como se urge con angustia en contra de su convocatoria porque no es oportuna.

Nunca parecen ser oportunos los cambios, porque por una magia extraña las proposiciones de cambiar tienden a aparecer en época electoral, como la “carta de Intención” de Caldera, o aquellas reiteradas proposiciones copeyanas de 1963, 1968, 1973, 1978 y 1983 para separar las elecciones presidenciales de las parlamentarias. Parecía contarse, en cada ocasión, con la fiel renuencia de Acción Democrática, que invariablemente declaraba inoportuno el planteamiento de ese cambio en pleno año electoral. Luego las proposiciones inoportunas son convenientemente olvidadas, como los amagos de reforma constitucional de 1991 y 1992, y escondidas hasta que vuelve a presentarse una condición de inoportunidad.

Ahora tenemos un debate sobre la constituyente en términos muy parecidos. Se dice con horror que se paralizaría al país, que se le sometería a una incertidumbre intolerable, que el asunto no es oportuno.

Metatransacción

Ciertos autores distinguen entre la política y la metapolítica. Este último nivel es el de la estructura de los procesos políticos mismos. Es el nivel arquitectónico o gramatical, si se quiere, de lo político. El nivel del modo de hacer lo político.

Tal vez podamos, entonces, construir metapolíticamente un acuerdo. Concediendo que se ha vulnerado malamente a la idea de una constituyente sensata, serena, lo más científica o clínica que sea posible, lo que hacemos es reconocer la fuerte contaminación electoral del tema y la elemental postura de rechazo que en su derredor se ha suscitado porque Henrique Salas Römer lo ha declarado proposición cobarde y un engaño. Y como estamos en una situación en la que no importa lo que él diga con tal de que derrote a Chávez Frías, la alineación de muy considerables fuerzas y canales de comunicación es contraria a la constituyente, sobre todo por un argumento de oportunidad.

Y al haber fallado la oportunidad de diciembre de este año para la consulta popular sobre el tema, la próxima oportunidad—a menos que quiera seguirse en la fiesta de millardos que consume el Consejo Nacional Electoral—sería la de las elecciones municipales de 1999. En ese caso contaminaríamos al nivel municipal con un asunto constitucional que le queda grande.

Pero así como casi cualquier dictador recién instalado se compromete a convocar a “elecciones democráticas en breve plazo”—un año, dos años, en ocasiones seis meses—pudiéramos quizás alcanzar en Venezuela un acuerdo serio e irreversible sobre un último plazo para la convocatoria de una constituyente. De este modo, propongo que se concierte un acuerdo nacional para que reunamos una Asamblea Constituyente en el próximo año 2000, que cierra el siglo. Así podríamos estrenar un nuevo Estado, urgentemente necesario, en el año 2001, que abre el portentoso siglo XXI.

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