Personalmente, no creo que tengo que agradecer nada del otro mundo a Rafael Caldera. De hecho, en los últimos años ha transcurrido entre ambos alguna corriente de velados disgustos mutuos. Por eso todo lo que tenga que agradecerle es a título de ciudadano. Acá creo sinceramente, y a pesar de que en mi personal evaluación pudiera tener razones de insatisfacción con él, que en tanto ciudadano tengo que agradecerle bastante.
Creo que los ciudadanos de la República de Venezuela tenemos que agradecer mucho a Rafael Caldera. Por eso me llenó de molestia leer un artículo reciente del profesor Aníbal Romero. (Caldera: El tiempo del desprecio, El Universal, 9 de diciembre de 1998).
Claro que el profesor Romero ha sido objeto de algo más que una gélida mirada o una altiva distancia presidencial. En 1994 su morada fue objeto de allanamiento, así como la de Ignacio Quintana y otros más. Era la época en la que se investigaba un plan de derrocamiento contra el presidente Ramón Velázquez, como modo de prevenir la llegada de Rafael Caldera al poder. En esos días alguien comentó, algo preocupado, el incidente allanatorio a Eduardo Fernández en sus predios de Pensamiento y Acción. Fernández explicó el asunto del siguiente modo: “Bueno, lo andaban siguiendo”.
Los motivos personales, por tanto, del profesor Romero, incluyen un resentimiento muy fuerte y particular. A nadie le gusta que le allanen la casa. El rencor del profesor Romero por este agravio público seguramente modifica en mucho lo que, sin aquél, su calidad profesoral tramitaría con mayor objetividad.
El profesor Romero, por ejemplo, celebra como ‘justicia histórica” que Rafael Caldera haya sido el Presidente de la República al momento del deceso del Pacto de Punto Fijo, al que llama “sistema de componendas entre élites mediocres”. Hoy en día, cuando algunas de las previsiones de este pacto—como la de elegir a un miembro del partido del Presidente Electo como Presidente del Congreso—parecen repetirse, no es tan claro que Punto Fijo ha muerto, por lo menos no totalmente. Por otra parte, si bien puede hablarse en Venezuela de un deterioro de las élites, en los comienzos de nuestra democracia esas “componendas” se dieron entre los mejores hombres públicos del país, que asentaron bases democráticas tan firmes que han soportado eventos tan poderosos como el Caracazo, el 4 de febrero y el 27 de noviembre de 1992, la deposición constitucional de Carlos Andrés Pérez y la elección de Hugo Chávez Frías. Además, y en todo caso, el mismo profesor Romero no ha dejado de participar en ese sistema de componendas elitistas, cuando ejercía indudable influencia como mano derecha política del antiguo presidente bancario Gustavo Gómez López y simultáneamente se desempeñaba como muy cercano colaborador (¿controlador?) de Eduardo Fernández.
Yo no creo, como expone el profesor Romero, que “el juicio de la historia será muy duro con la ya triste figura de Caldera”. Ni siquiera creo que Caldera exhibe una triste figura; creo que exhibe una figura dignísima. Y creo también que el juicio de la historia le será favorable en general, con una dosis variable de crítica ante algunos de sus procedimientos y algunas de sus decisiones.
Politología simplista
Se ha repetido hasta el punto de convertirlo en artículo de fe que Rafael Caldera fue elegido Presidente de la República por el discurso que hizo en el Congreso en horas de la tarde del 4 de febrero de 1992. Esto es una tontería. Caldera hubiera ganado las elecciones de 1993 de todas formas. Sin dejar de reconocer que ese discurso tuvo, en su momento, un considerable impacto, Caldera hubiera ganado las elecciones porque representaba un ensayo distanciado de los partidos tradicionales cuando el rechazo a éstos era ya prácticamente universal en Venezuela y porque venía de manifestar tenazmente una postura de centro izquierda frente al imperio de una insolente moda de derecha.
De mediados de 1991 data una encuesta que distribuía la intención de voto entre los precandidatos de aquellos días de modo casi totalmente homogéneo. Rafael Caldera, Luis Piñerúa, Eduardo Fernández, Andrés Velázquez, absorbían cada uno alrededor del 20% de la intención de voto (con pequeña ventaja para Caldera) y un restante 20% no estaba definido o no contestaba. Se trataba de una distribución uniforme, indiferente, que a la postre iba a desaguar por el cauce calderista por las razones anotadas más arriba. Las elecciones de 1993 contuvieron dos ofertas sesgadas a la derecha en lo económico, la de Álvarez Paz y la de Fermín, y dos sesgadas a la izquierda, la de Velázquez y la de Caldera. Con este último ganó, si se quiere, una izquierda sosegada, puesto que los candidatos furibundos eran claramente Álvarez Paz y Velázquez, que llegaron detrás de los más serenos Caldera y Fermín. El pueblo no estaba tan bravo todavía.
Se ha dicho que la “culpa” de que Chávez Frías haya ganado las elecciones es de Rafael Caldera, porque el sobreseimiento de la causa por rebelión impidió la inhabilitación política del primero. Esto es otra simplista tontería. Al año siguiente de la liberación de Chávez Frías se inscribe una plancha del MBR en las elecciones estudiantiles de la Universidad Central de Venezuela, tradicional bastión izquierdista. La susodicha plancha llegó de última. Y la candidatura de Chávez Frías, hace exactamente un año, no llegaba siquiera a un 10%. La “culpa” de que Chávez Frías sea ahora el Presidente Electo debe achacarse a los actores políticos no gubernamentales que no fueron capaces de oponerle un candidato substancioso. Salas Römer perdió porque no era el hombre que podía con Chávez, y ninguna elaboración o explicación podrá ocultar ese hecho.
Son explicaciones puntuales, ocasionales, tácticas, simplistas, que se ciegan ante las verdaderas explicaciones: las que están fundadas sobre la lectura de las más gruesas corrientes de la opinión nacional. Pasan por ser politología ocurrente y aguda, cuando no son otra cosa que superficial interpretación de las cosas, politología simplista.
Tenía razón
Escuché, con frecuencia creciente, una frase que expresaba una esperanza residual de seguridad durante las semanas inmediatamente precedentes a las elecciones presidenciales que acabamos de celebrar: “Gracias a Dios que es Caldera quien está en Miraflores en este momento”. Pensaban, quienes la decían, que lo único que podía impedir estallidos de violencia, fraudes electorales masivos, intentonas de golpe de Estado y otras violentas manifestaciones, era la presencia de Caldera en Miraflores. Aunque el profesor Romero no quiera reconocerlo, sí le debemos a Rafael Caldera una parte considerable de la paz del país. La otra parte se le debe, por supuesto, al país mismo.
Caldera fue quien rehabilitó a los partidos de izquierda proscritos por Betancourt, con lo que se cerró el capítulo guerrillero de la década de los sesenta. Caldera fue quien sobreseyó la causa de los alzados de 1992, reinsertándolos, ya sin uniforme, dentro de la pugna civil. Caldera fue también quien a conciencia pagó el costo de su yerno en la Comandancia General del Ejército, fue asimismo quien pone a Orozco Graterol al frente de la Gobernación del Distrito Federal para tenerle al mando de la Policía Metropolitana, e igualmente fue quien tomó todas las previsiones para impedir la interrupción de la constitucionalidad, como pretendió hacerse, profesor Romero, como usted bien sabe, poco antes de las elecciones de 1993.
Caldera fue quien llevó a uno de sus hijos a la Secretaria de la Presidencia para estar tranquilo mientras subsistían los coletazos de esa pretensión violenta de 1993, escarmentado con aquella mala pasada que jugaron al presidente Velázquez. Pero al mismo tiempo, y con el mayor dolor, es quien no ha tenido trato especial para otro de sus yernos, contado en el éxodo de banqueros prófugos que se produjo en 1994.
Caldera fue objeto, al arranque de su gobierno, de los más despiadados y prematuros ataques por su postura en materia económica, resistente a las imposiciones paqueteras que se fundaban—otra vez el simplismo—en el dogmatismo neoliberal imperante. Resulta que ahora, no después que los venezolanos rechazábamos de todas las formas posibles tan simplistas esquemas, sino luego del desplome de las economías asiáticas, incluido el Japón, y de la resistente gravedad económica rusa, los propios economistas norteamericanos están reconociendo que el mundo no es tan sencillo como lo creía Fukuyama y que el Fondo Monetario Internacional ha estado evidentemente equivocado. Ahora resulta que Chávez Frías se perfila como el nuevo consentido de los mercados financieros internacionales. Parece, pues, que al dinosaurio Caldera no le faltaba raz6n.
Seguramente Caldera es criticable en muchos sentidos, y seguramente sus altivos rasgos personales y su estilo de gobernar avivan la crítica, pero estoy seguro de que el juicio de la historia, profesor Romero, le tratará muy favorablemente. Por lo menos porque a quienes se investigó en relación con las conspiraciones de 1993 Caldera no los llevó, desnudos y en un camión de estacas, hasta Fuerte Tiuna, que es lo que algún ensoberbecido militar amenazaba hacer con él a las alturas de noviembre de 1993, si es que Caldera se negaba a reconocer el “triunfo” de Oswaldo Álvarez Paz en las elecciones que ocurrirían al mes siguiente.
Hasta Chávez Frías ha dicho, en las primeras cuarenta y ocho horas después de su elección, que Caldera había evitado que el barco se hundiera y que “últimamente” su gobierno había venido manejando lo económico de forma acertada. Así como ahora con Chávez Frías parecieran estar muchos poseídos del “síndrome de Estocolmo”, ya ha comenzado la reinterpretación positiva del gobierno de Caldera.
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