Hace hoy exactamente 41 meses—tres años y cinco meses—que tres millones trescientos un mil cuatrocientos setenta y cinco venezolanos votaron a favor de la Constitución vigente. Representaban el 31% de los electores inscritos para la fecha—15 de diciembre de 1999—contra 12% que votaron en contra, en el referendo aprobatorio del texto recién aprobado por la Asamblea Nacional Constituyente. Dejaron de asistir a la cita referendaria seis millones ciento veintiún mil quinientos cuarenta electores. Una clara mayoría de 57% de los electores se abstuvo de votar.
La leyenda refiere que ese día Hugo Chávez Frías, mientras monstruosas inundaciones arrasaban con el Estado Vargas y afectaban fuertemente extensas zonas del Estado Miranda, celebraba con champaña en La Orchila el triunfo constituyente. Las reglas electorales permitieron que menos de una tercera parte de los electores nos impusiera el marco constitucional que ahora rige la república.
Lo cierto es, no obstante, que desde esa fecha los venezolanos sabíamos—o debíamos saber—que al cumplirse la mitad de su período podríamos revocar constitucionalmente el mandato presidencial de Chávez Frías. En julio del año siguiente (2000) 32% de los electores daban a Chávez un nuevo triunfo electoral y lo «relegitimaban» como Presidente de la República a partir de agosto de ese año. (22% votó por Arias Cárdenas, 3% de los votos emitidos fueron contabilizados como nulos y, de nuevo, una desmesurada abstención de 44% se hacía presente). En julio del año 2000 estaba claro—o debía estar—que a partir de agosto de este año—con una ligera duda acerca de una «ñapa» de pocos meses—sería posible revocar el mandato de Chávez, como estaba claro también que, según lo estipulado por la Constitución, al menos 3.757.773 electores—la votación a favor de Chávez—tendría que expresarse en su contra para que el mandato quedara revocado.
A pesar de esto las principales fuerzas políticas decidieron despreciar esa posibilidad. Luego de que el paro empresarial de diciembre de 2001 y la marcha del 23 de enero de 2002 pusieran en evidencia que Chávez ya no contaba con apoyo mayoritario, Primero Justicia hizo la promoción de un recurso diferente: una enmienda constitucional para recortar el período. (El trabajo de diseño jurídico fue realizado previamente por el Dr. Juan Manuel Raffalli). La incipiente presencia pública de la Coordinadora Democrática (antes de los acontecimientos de abril) se asoció con la idea de la enmienda, al punto de que piezas publicitarias en apoyo a la misma aparecieron en televisión bajo el patrocinio de la central opositora.
Los acontecimientos de abril del año pasado trastocaron grandemente percepciones y proyectos. Después de una recuperación más bien rápida en las filas de la oposición, Primero Justicia emergió con una idea diferente: un referendo consultivo. A sabiendas de que un referendo de esta clase no tendría efectos vinculantes—mientras sí los tendría, obviamente, un referendo revocatorio—el joven partido llevó a cabo una admirable campaña de recolección de firmas y entregó al Consejo Nacional Electoral planillas en número suficiente para la convocatoria. De nuevo, la Coordinadora Democrática aceptó la estrategia y promovió la iniciativa.
Todos sabemos que mientras la iniciativa del referendo consultivo estaba en progreso, el talibanismo opositor y el acicate pendenciero del gobierno indujeron a la Coordinadora Democrática y a la Gente del Petróleo a plantear el impaciente y suicida paro general de diciembre de 2002. A pesar de que se había decidido intentar el «no vinculante pero sí fulminante» referendo consultivo—que se celebraría en febrero de 2003—el más notorio liderazgo opositor procedió a torpedear la iniciativa, con la ilusión de que la parálisis nacional daría al traste con el gobierno aun antes de que el referendo se celebrase.
Poco antes de que el Tribunal Supremo de Justicia inmovilizara al Consejo Nacional Electoral e interrumpiese el curso del referendo consultivo, Teodoro Petkoff, Eduardo Fernández y Baltazar Porras se reunían con Chávez, y el otrora «Tigre» revivía la idea de una enmienda para el recorte de período. Julio Andrés Borges se opuso ferozmente a la noción—a pesar de propugnarla meses antes—esgrimiendo un argumento razonable y otro deleznable. Borges tenía razón al señalar que faltaba muy poco para la supuesta realización del referendo consultivo, por lo que la consideración de la enmienda a esas alturas diluía fuerzas que debían concentrarse en éste. Al abundar en su rechazo a la enmienda, sin embargo, indicó que esta salida era defectuosa por cuanto dejaba «vivos» a otros poderes distintos del Ejecutivo, sin advertir que precisamente ese «defecto» estaba igualmente presente en su proposición del referendo consultivo.
Igualmente sabemos que el referendo consultivo, a pesar de contar con el número suficiente de firmas válidas, fue bruscamente interrumpido. Fue entonces cuando la Coordinadora Democrática optó por ofrecer, al mejor estilo McDonald’s, un combo de opciones para el «firmazo» privado (sin la anuencia o patrocinio de las maniatadas autoridades electorales) que tuvo lugar el domingo 2 de febrero, el día inicialmente previsto para la celebración del referendo consultivo.
El liderazgo opositor emitía, de esta forma, una señal de debilidad y confusión: el inequívoco mensaje de que no sabía en qué palo ahorcarse. Junto con pronunciamientos a favor de los ex empleados petroleros y de los medios de comunicación, junto con un documento para desconocer el gobierno, la Coordinadora ofrecía ahora la vieja receta de la enmienda de recorte de período (con papas fritas), una convocatoria a Constituyente (con queso) y, por primera vez, la convocatoria a referendo revocatorio (con tocineta) del mandato de Chávez y de varios diputados oficialistas.
Y ahora estamos en un punto en el que se exige toda la concentración opositora sobre la posibilidad constitucional del referendo revocatorio del mandato de Chávez a partir del 19 de agosto de este año, cuando sabíamos—o debíamos haber sabido—que esa posibilidad existía desde el 15 de diciembre de 1999.
Quienes ahora argumentan tersamente a favor de esta estrategia—no deja de ser razonable, reconocemos—son los mismos que guiaron a una desesperada sociedad civil por el tortuoso periplo que acabamos de recapitular. Son los mismos que nos aseguraron que la enmienda era la solución, luego el consultivo, después el paro y más adelante la vacuna polivalente del firmazo. ¿Qué pensarían los familiares de un paciente al que los curanderos recetasen en sucesión, con seguridades de curación en cada caso, radioterapia, quimioterapia, sangría y electroshock?
Está a los ojos de todo el mundo que el camino hacia el referendo revocatorio está lleno de escollos. Desde la conformación de un nuevo Consejo Nacional Electoral—caracterizada por tácticas dilatorias del gobierno y pendencias de rebatiña entre Proyecto Venezuela, Acción Democrática y COPEI—pasando por la cedulación ilegal de extranjeros que presuntamente favorecerían electoralmente al gobierno y la avalancha confusionista de referendos revocatorios de gobernadores, alcaldes y diputados, hasta la anticipable campaña intimidatoria y terrorista con el fin de producir, una vez más, una castrante abstención. (57% en 1999, recordemos).
Y es que, en todo caso, la normativa constitucional prescribe a los electores venezolanos la condición menospreciada de «solicitantes» de una convocatoria, cuando en verdad la mayoría del pueblo no tendría que solicitar o rogar, dado que puede, en su condición de soberano, simplemente mandar.
Las características del régimen de Chávez no dejan lugar a dudas: habrá que terminarlo por la fuerza. Lo que hay que hacer es darle a esa fuerza—la militar—una base democrática. Es la mayoría del pueblo la que debe ordenar a la Fuerza Armada que desconozca el mando de Chávez Frías y que «garantice el abandono por el mismo de toda función o privilegio atribuido a la Presidencia de la República».
Volveremos sobre la mecánica de esta posibilidad, varias veces comentada en esta publicación, de un decreto soberano de abolición del gobierno de Hugo Chávez Frías. Por ahora adelantamos dos de sus rasgos más resaltantes: 1. es el único tratamiento que especifica un mandato expreso y democrático a la Fuerza Armada; 2. no depende del Consejo Nacional Electoral ni de fechas o cronogramas impedibles por el gobierno.
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