Es sólo muy recientemente que la «teoría de la complejidad»—que incluye la llamada «teoría del caos»—ha podido proporcionar un paradigma adecuado al tratamiento del futuro de un sistema complejo. Los primeros ejercicios analíticos de predicción eran fundamentalmente proyecciones en línea recta. (La estadística había proporcionado la herramienta de la «regresión lineal», mientras el «determinismo histórico» de las doctrinas marxistas contribuía a esa opinión de que el futuro era único e inevitable). Obviamente, sólo pocos fenómenos sociales pueden ser adecuadamente descritos como una línea recta.
El reconocimiento de la multiplicidad del futuro llevó, más tarde, al desarrollo de la técnica de «escenarios» (principalmente por la Corporación RAND, en la década de los sesenta), en los que se exponía intencionalmente un conjunto de descripciones diferentes del futuro en cuestión. Sin embargo, aun la técnica de escenarios tiende a estar asociada con una percepción del problema en forma de «abanico» de futuros, según la cual se presume una continuidad de la transición entre los distintos futuros, al desplazarse por el área continua del abanico. Este modo de ver las cosas supone, por tanto, una enorme cantidad de incertidumbre, pues los futuros serían, en el fondo, infinitos.
El formalismo matemático sobre el que se asienta la teoría de la complejidad, en cambio, permite describir el futuro como una estructura arborificada o ramificada, como una arquitectura discontinua en la que unos pocos futuros posibles actúan como cauces o «atractrices» por los que puede discurrir la evolución del presente.
Los sistemas complejos, como el clima, la ecología o la sociedad, se mueven a lo largo de unos pocos cauces. El futuro, entonces, no está compuesto de una variedad infinita de escenarios. Son tan sólo unos pocos cursos, carriles o cauces—sus atractrices—los que conducen el cambio de un sistema complejo. Son, por ejemplo, unos pocos conductos los que están desaguando el caudal político venezolano, y si esto es así la incertidumbre viene siendo algo menor de lo que habitualmente se supone. Hay incertidumbre, naturalmente, pero al menos podemos estructurarla, al menos conocemos la forma general del delta de los cauces políticos en Venezuela a mediados de 2003.
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El río político nacional del momento desaguará en el futuro por uno de dos cauces principales: a. la permanencia de Hugo Chávez en el poder; b. su sustitución por otro presidente.
En caso de darse en la práctica este último cauce—a través de un referendo revocatorio exitoso, por ejemplo—y para propósitos de la elección presidencial obligada por la falta absoluta del Presidente, puede considerarse hoy que cuatro candidatos presidenciales (de la oposición) están en consideración: Henrique Salas Römer (el que «pegó primero»), Enrique Mendoza, Julio Andrés Borges y Juan Fernández. Las encuestas han dado, hasta ahora, porcentajes variables de aceptación e intención de voto para cada uno de estos candidatos, pero las cifras no difieren demasiado para cada opción.
Son éstas, pues y por ahora, las atractrices electorales de mayor cauce. Es posible el surgimiento de algún candidato sorpresivo, no obstante. (Hasta hace poco Fernández no estaba en el mapa, y es probable que, como en el caso de Irene Sáez, Salas Römer y Chávez en 1997-98, emerja como más cercano a una fuerte tendencia antipartidista y antipolítica por encima de los otros). El mero hecho de que los mencionados no rebasen cotas de alrededor de 15% de popularidad—la mitad que Chávez—sugiere que hay algo en lo que estos personajes no han convencido.
Ése es otro tema, sin embargo, y se despliega sobre dimensiones de popularidad, acierto programático e incluso pertinencia paradigmática. A Chávez no puede sustituirlo un candidato demasiado «de derechas», como dicen en España, o de las «oligarquías» como dice él mismo. Convendría, para no perpetuarse en la inestabilidad—caso Argentina entre De La Rúa y Duhalde—que el próximo presidente condujera programas acertados: la agenda es nutrida y complicada, grave. A Chávez será riesgoso sustituirlo por quien, como él, entienda primordialmente el ejercicio político como combate pero desde el lado contrario y, sin duda, con mejor urbanidad. ¿Existirá en Venezuela algún candidato que quiera hacer política dentro de un paradigma que haga más probable el acierto programático?
Para que una sorpresa de este tipo fuese realmente viable varias condiciones tendrían que llenarse. Entre ésas una es absolutamente indispensable: el candidato emergente no puede ser percibido por los Electores como alguien que de un modo u otro ha formado parte de la configuración del poder prevaleciente o, aunque en menor medida, de lo que Chávez denomina la «Cuarta República». En esta dimensión, los candidatos que hemos examinado se ordenan, de mejor a peor, así: Fernández, Borges, Salas Römer, Mendoza. Aun los dos últimos tomaron distancia, quizás a tiempo, de su desprestigiado y mismo partido—COPEI—al reducirse al ámbito regional en sus respectivos estados.
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En una ocasión se quería estimular a un cierto organismo público venezolano para que se atreviese a formular aunque fuese un proyecto audaz entre un nutrido conjunto de proyectos convencionales. Para esto se le planteó la siguiente parábola de la ruleta. Un jugador racional que dispone de diez mil bolívares—hace no mucho era una cantidad no despreciable—haría bien, primero que nada, en reservar la mitad y arriesgar al principio sólo cinco mil bolívares. Y estos cinco mil debiera colocarlos así: la gran mayoría, digamos cuatro mil quinientos, en apuestas de mayor probabilidad—rojo, negro, par, impar. (Mendoza, Borges, Salas, Fernández). Pero debiera poner un poquito, digamos unos quinientos bolívares, en un pleno: el diecisiete negro, por ejemplo, puesto que si pierde será poco, pero si gana el factor multiplicador del pleno es muy considerable.
Así que ante estas atractrices electorales los colocadores de recursos que, muy correctamente, consideran que el presidente que sustituya a Chávez «está obligado» a hacerlo muy bien, debieran considerar el mismo protocolo: reservar cinco mil por si acaso; invertir cuatro mil quinientos en los candidatos más convencionales y guardar quinientos para la eventualidad de un pleno sobre un candidato sorpresivo que aún no emerge.
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