Cartas

Hace años que algunas ideas leídas en alguna parte u oídas de otras personas—la noción original no es mía—me llevaron a concluir que la Política es un arte o profesión que, bien entendida, se parece mucho a la Medicina. Porque no se justifica la política que no tenga por objeto absolutamente primario la solución de problemas de carácter público.

Claro, la política cotidiana tiende a ser comprendida, con toda razón, como una lucha por el poder, por la actividad que consiste en obtener poder e impedir que otros lo obtengan. Cada vez más, sin embargo, esta concepción atrasada pierde vigencia: esta Realpolitik, o política «realista», cada vez funciona menos, y en medio de una sociedad cada vez más informada y consciente sus posibilidades serán reducidas hasta el nivel que debe tener.

No es que vaya a desaparecer la lucha por el poder. La competencia por el poder es una manifestación claramente humana, consubstancial a nuestro modo específico de ser gente. Lo que digo es que a la larga la legitimación del poderoso habrá tenido que ser fundada sobre su capacidad para proveer soluciones a los problemas públicos. La legitimación será de carácter programático porque los Electores lo exigiremos.

En una junta médica, por ejemplo, no se impone el criterio del médico más corpulento o de voz más estentórea, sino el de quien sea más acertado en el diagnóstico y en la prescripción del tratamiento. A mí no me interesa para nada la musculatura o estatura del médico que vaya a tratar a un familiar gravemente enfermo. Lo que me interesa es su eficacia terapéutica. Del mismo modo, la cantidad de poder previa que tenga un determinado político, porque sea el jefe de un partido poderoso, o porque tenga acceso a mayores recursos económicos, es menos importante que la pertinencia de sus soluciones.

La Medicina es, probablemente, la profesión que ostenta el más antiguo de los códigos de ética. Es el famoso Juramento de Hipócrates que, con variantes más modernas, es la base de la deontología de la profesión médica, de su código de ética profesional. En su primera redacción el código distinguía claramente entre el arte de los médicos y el de los cirujanos, pues estipulaba que Hipócrates no cortaría «bajo la piedra» sino que dejaría esas operaciones a «quienes practican ese arte». Hasta tiempos relativamente recientes los cirujanos formaban un gremio distinto de los médicos, y se les agrupaba más bien junto con los barberos y los sacamuelas.

Hoy en día, naturalmente, las cosas son distintas, y nuestros facultativos se gradúan en las universidades de médico-cirujano. Pero la especialización restituye luego la diferencia y lo normal es que quien es cirujano no es a la vez un internista.

Tienen, por lo demás, psicologías diferentes el médico y el cirujano. Éste es caricaturizado como hombre extrovertido, arriesgado, de sangre fría, asertivo, presuntuoso, dueño de un potente carro deportivo al que maneja con sus botas de vaquero bien calzadas, levantador de todas las enfermeras y no poco agresivo. Esa caracterización corresponde a la técnica invasiva y traumática de su modo de proceder. Las herramientas del cirujano son las tenazas, la sierra, el martillo, la legra, el bisturí.

La personalidad arquetípica del cirujano tiende a no ser del agrado de los médicos. Los cirujanos, por su parte, se impacientan con la «lentitud» y la «cobardía» de los médicos, que resisten a las radicales soluciones quirúrgicas. ¿Tenemos el cuadro?

Cirugía política

No cabe duda de que el presidente Chávez es un cirujano político. No sólo es que pretendió operarnos en 1992 con toda la potencia de sus herramientas traumatizantes, sino que ahora su impaciencia, su locuacidad, su militarización del Poder Ejecutivo, su preferencia por tácticas de amedrentamiento, indican a las claras que su protocolo de actuación es quirúrgico.

Estamos en manos de un cirujano. Y el cirujano, a diferencia del médico, toma control total sobre el paciente, al punto que lo amarra o lo duerme. Eso es exactamente lo que ha pretendido hacer el presidente Chávez.

Todavía es discutible si existía la posibilidad de un tratamiento médico, no quirúrgico, en ciertos momentos de la política nacional. (En mi opinión el intento de golpe de Estado de febrero de 1992 no tuvo jamás la menor justificación, pues podíamos salir de Pérez, como a la postre ocurrió, por medios constitucionales). Pero lo cierto es que el 6 de diciembre de 1998 el pueblo venezolano optó por ponerse en manos de quien no había ocultado nunca su orientación quirúrgica.

Por estas razones vale la pena preguntarnos por los límites éticos a la actuación de un cirujano. Por más que el código de ética del cirujano sea en cierto sentido más laxo que el de un médico, la actuación de aquél debe quedar limitada por al menos dos condiciones.

La primera es que las intervenciones quirúrgicas deben ser lo más breves que sea posible. El cirujano somete al paciente a un trauma que debe acortarse en el tiempo. La más compleja y arriesgada intervención quirúrgica durará, tal vez, catorce horas, con un corazón abierto, con una trepanación, con un transplante. Pero no una semana. No se puede tener anestesiado a un paciente, ni someterle a una invasión de su estructura corporal, durante cuatro o cinco días.

El tiempo político es más largo, por supuesto. Un año, por ejemplo. Y Chávez, en principio, dejó de operar al finalizar el proceso de la Constituyente, y a partir de la Constitución de 1999 su ineptitud médica se reveló con creciente claridad. En verdad, Chávez no tiene mucha idea de qué hacer con el Estado como gobernante normal. De allí su pretensión de extender la operación—la «revolución bolivariana»—indefinidamente. Si hubiera sido consciente de sus propias limitaciones como médico político, no hubiera debido presentarse siquiera como candidato en las elecciones de julio de 2000.

El mayor cuidado

La segunda condición estipulable como límite ético de la cirugía es la siguiente: el cirujano debe procurar, en la medida de lo posible, afectar la menor cantidad de tejido sano. Que en la necesidad de extirpar el tumor reseque lo menos posible del tejido sano circundante.

¿Ha sido Chávez cuidadoso en este sentido? En absoluto. Su agresividad a flor de piel se dirige contra cualquier blanco que él estime se le atraviese. Y en tal tren se subió desde el inicio mismo de su terrible gestión. Lo certificaré con un ejemplo.

La periodista Marisabel Párraga de Amenábar es tejido venezolano eminentemente sano. No hay nada en su limpia trayectoria profesional que la ligue a los procesos de corrupción que deben ser eliminados. No es ella una «viuda de la Cuarta República», ni alguien que vive mejor porque haya entrado en arreglos con factores políticos inconvenientes. Por lo contrario, ella fue la valiente periodista que plantó ante el rostro de Carlos Andrés Pérez, al término de la primera de las penas que le fueran impuestas, una fotocopia del movimiento de sus cuentas mancomunadas, en un inolvidable acto de arrojo y conciencia pública.

Pero resulta que el jueves 4 de febrero de 1999, el mismo día que el presidente Chávez arengaba a los militares en su patio, a escasas cuarenta y ocho horas de su asunción al poder, el programa de televisión que Marisabel conducía desde hacía varios años fue sacado intempestivamente del aire en plena transmisión, por orden del dueño de la planta televisora, porque sus entrevistados estaban expresándose críticamente del espectáculo de Los Próceres. En medio de la propia Semana de la Patria, pues.

Por lo que se sabe, todo apuntaría a que se trató de un episodio de autocensura, cobardemente asentado sobre la precariedad de una planta que todavía no tenía licencia plena para una señal abierta. Pero aun cuando no hubiera habido una expresa reconvención de Miraflores, está claro que el dueño de la planta actuó por miedo, y por miedo los medios impresos no dieron cuenta del desaguisado, ni fue elevado el asunto ante la Sociedad Interamericana de Prensa, ni el Ministro de la Secretaría de la época—Alfredo Peña, periodista—ni el Canciller del momento—José Vicente Rangel, periodista—ni la Jefa de la Oficina Central de Información—Carmen Ramia—ligada a un importante periódico, dejaron oír su voz ante la evidente vulneración de la libertad de expresión. Entretanto el Presidente del Colegio Nacional de Periodistas, Sr. Levy Benshimol, con posterioridad al hecho y en vez de manifestar su alarma, entregaba sendas placas de «reconocimiento», a los colegas fablistanes que en ese entonces estaban en el gobierno, incluidos los ministros mencionados y el también periodista Alexis Rosas, en aquel año Gobernador de Anzoátegui.

Es el miedo que ciertos cirujanos políticos, despreciativos de la ética más elemental, como Hugo Chávez Frías, inspiran con su irresponsable conducta. Menos mal que el pueblo le ha ido perdiendo el miedo a quien, con perdón de los profesionales quirúrgicos, he venido caracterizando como cirujano. Un actor político interesante, sin duda, claramente inconsciente de sus limitaciones.

LEA

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