Cartas

En otras oportunidades he tenido la posibilidad de desarrollar la idea de que la causa más importante de insuficiencia política es de orden paradigmático. Esto es, las nociones básicas y generales de nuestros políticos acerca de sus propios quehacer y campo. Son ellas las que explican su conducta; por tanto son ellas la causa de sus patentemente equivocadas acciones.

Una noción en particular es persistente en prácticamente todos nuestros políticos: la idea de que el pueblo venezolano es despreciable.

El concepto adopta variadas formas, y se expresa con fuerza variable en distintos discursos. Algunas veces simplemente emerge en la frecuente referencia a «las masas», claramente diferenciadas de una élite muy superior. Así, alguna vez escuché a quien hoy adelanta su candidatura presidencial decir, como explicación de nuestros problemas: «Es que nosotros somos, a lo sumo, el 2% de la población». Hablaba ante unas cuantas decenas de personas que él reconocía como de su misma clase. Allí, en confianza, exponía lo difícil que era que hombres como él, aristócratas, pudieran «gobernar sobre un país» con características similares al nuestro. Así se expresa la noción a través de alguien que pudiéramos llamar «de derechas», para usar la fórmula española. A través de un escuálido oligarca, si empleamos la terminología chavista.

Pero el propio Chávez carece del más mínimo respeto por el valor político de los Electores. Cuando comenzaba 1998 y la campaña electoral de ese año arrancaba definitivamente, el chavismo anunció que forzaría la convocatoria de una asamblea constituyente mediante un referendo originado en la iniciativa popular. Recogiendo firmas, pues. (La Ley Orgánica del Sufragio había sido objeto de una reforma por parte del Congreso de 1997, mediante la que se había introducido todo un nuevo título sobre referendos para consultar al pueblo sobre materias «de especial trascendencia nacional». La convocatoria podía hacerla el Presidente en Consejo de Ministros, el Congreso de la República o 10% de los Electores inscritos).

Más avanzada la campaña, cuando Chávez veía que triunfaría en las elecciones, se olvidó pronta y convenientemente de la recolección de firmas. Ya no necesitaba al pueblo para convocar a referendo sobre la constituyente, dado que como Presidente podría hacerlo directamente. En efecto, fue uno de sus primeros actos de gobierno. Tal vez recordemos que la primera formulación del decreto de convocatoria debió ser retirada y sustituida por otra, puesto que la redacción de la pregunta a los Electores era obviamente totalitaria. Chávez pedía que le dejásemos a él, solamente a él, la responsabilidad de determinar todo lo concerniente a la bendita asamblea constituyente.

Una muy buena parte de la resistencia de la política convencional al tema programático es pues una desconfianza muy arraigada respecto de las posibilidades e intereses del pueblo, de los intereses y capacidades de los Electores. La inmensa mayoría de la dirigencia nacional, política o privada, alimenta un desprecio básico por el pueblo venezolano. A casi todo proyecto político verdaderamente audaz y significativo se le opone usualmente la idea de que el pueblo no se interesa sino por muy elementales necesidades de supervivencia, por las más egoístas apetencias, por los más triviales objetivos. O si no, se derrota alguna buena idea con la declaración de que el pueblo no la entendería, de que «no está preparado para eso».

En un programa de radio dedicado al análisis político, hace pocos años, el conductor del mismo decidió explicar a sus oyentes en qué consistía una «caja de conversión», cuando esta receta económica empezaba a ser propuesta en Venezuela. Al poco rato recibió la llamada telefónica de un oyente, quien dijo: «Lo que Ud. está explicando es muy interesante, pero ¿no cree que debería hablar Ud. más bien del precio del ajo y la cebolla en el mercado de Quinta Crespo, porque eso no lo entiende el pueblo-pueblo?» Mientras el conductor del programa contrargumentaba para oponerse a la postura del oyente telefónico, un segundo oyente llamó a la emisora. Y así dijo al conductor: «Mire, señor. Yo me llamo Fulano de Tal; yo vivo en la parroquia 23 de Enero; yo soy pueblo-pueblo; y yo le entiendo a Ud. muy claro todo lo que está explicando. No le haga caso a ese señor que acaba de llamar».

En mi escueta experiencia las personas responden con entusiasmo a un liderazgo que les respeta, que les estima, que piensa que son capaces de entender e interesarse por lo que la prédica convencional asegura que no les importa. En uno de los experimentos comunicacionales de éxito más rotundo que se hayan visto en Venezuela, la más crucial de las causas del mismo fue el concepto que de los lectores se formó un cierto periódico de provincia. Definió de antemano a su lector tipo como una persona inteligente, que preferiría que se le elevase a que se le mantuviese en un nivel de chabacanería. El periódico logró, en contra de cualquier pronóstico, el primer lugar de circulación en su ciudad en el lapso de seis meses desde su aparición, y cuatro meses después se hizo acreedor al Premio Nacional de Periodismo, en competencia con otros dos candidatos de gran peso.

Lo contrario también puede lograrse. Cuando Lyndon Johnson asumió la presidencia de los Estados Unidos, declaró la «Guerra a la Pobreza», un conjunto de programas en el que el Headstart Program, destinado a proveer instrucción preescolar a niños de sus principales «ghettos» urbanos, era su programa estrella. Al año de la declaración de guerra el Headstart Program había fracasado estrepitosamente.

Naturalmente, la administración Johnson ordenó un estudio que pudiera poner de manifiesto las causas del fracaso. La investigación evaluadora indicó una causa principal entre todos los factores de actuación negativa. Los maestros del programa se disponían a tratar con «niños desaventajados»—todos los instructivos que manejaban se referían a sus futuros alumnos precisamente así: disadvantaged children—y de manera inconsciente transmitían esa noción a los niños. Éstos, a su vez, «internalizaban el rol», como dicen los sociólogos, de niños desaventajados y se comportaban como tales. Se esperaba de los alumnos un rendimiento deficiente y esto fue exactamente lo que proporcionaron.

Depende, por tanto, de la opinión que el líder tenga del grupo que aspira a conducir, el desempeño final de éste. Si el liderazgo venezolano continúa desconfiando del pueblo venezolano, si le desprecia, si le cree holgazán y elemental, no obtendrá otra cosa que respuestas pobres congruentes con esa despreciativa imagen. Si, por lo contrario, confía en él, si procura que tenga cada vez más oportunidades de ejercitar su inteligencia, si le reta con grandes cosas, grandes cosas serán posibles.

Y es que las élites no pueden tampoco reivindicar que son decisores impecables, que nunca se equivocan. Uno de los más importantes libros de Bárbara Tuchman—dos veces Premio Pulitzer de Historia—es, sin duda, «La marcha de la insensatez». (The March of Folly). Tuchman se refiere a la «insensatez política», que define como aquella situación en la que un agente de decisión pública insiste en meter la pata en presencia de reiterados consejos de que decida otra cosa. (Introducir el caballo de los griegos en Troya, por ejemplo). Luego del examen detallado de cuatro grandes casos históricos de insensatez política concluye, amargamente, que se trata de una regla y no de una excepción. Así, en el epílogo del libro, se pregunta qué podemos hacer para reducir la insensatez política, dado que nos afecta a todos.

Tuchman recuerda que Platón propuso una receta: tómese a unos cuantos niñitos de papá, aísleseles en una academia para educarles y pulirles. De allí saldrán los buenos gobernantes. Pero Tuchman era historiadora, no filósofa política, y lo que hace es regresar a la historia para constatar qué ocurrió cuando el récipe platónico fue llevado a la práctica: el cuerpo de élite de los genízaros en Turquía es uno de los casos que examina. Corrompidos, de generalizada práctica homosexual, sanguinarios, terminaron por asesinar el Sultán y dar al traste con el gobierno que los había creado. Así examina el caso del Civil Service inglés, el caso del Estado prusiano, etcétera. La conclusión de Tuchman es que la receta de Platón no constituye garantía contra la insensatez política.

Y entonces Bárbara Tuchman elabora una hermosa conjetura final, una conjetura profundamente democrática: «El problema pudiera no ser tanto uno de educar a los funcionarios para el gobierno como el de educar al electorado para que reconozca y recompense la integridad de carácter y rechace lo artificial».

No puede haber democracia sin demos, sin pueblo. Quienes nos decimos demócratas tendríamos que tener el mayor respeto por el pueblo. Un respeto auténtico, no demagógico y engañoso, como el de Chávez. O esto, o no llamarnos más nunca demócratas.

LEA

_______________________________________

Share This: