El año de 1991 fue un año pivote para el sistema político venezolano. No habían pasado cuarenta y ocho horas del acostumbrado saludo de año nuevo cuando reventaba el escándalo cetevista del edificio Florida Cristal. A partir de este hecho se extendió una desmoralizante secuencia de hechos, a cual más escandaloso. Grabaciones comprometedoras al almirante Larrazábal, el descubrimiento de los manejos de Gardenia Martínez—amante del jefe de seguridad del presidente Pérez, quien debió ser «despedido» a causa de las revelaciones—en la venta de armamento al ejército, la extorsión televisada al empresario Lamaletto por un socio del dirigente copeyano Douglas Dáger (hasta hacía poco Presidente de la Comisión de Contraloría del Congreso Nacional), el asesinato-suicidio de Lorena Márquez en Maracay…
A mediados de año el segundo gobierno de Pérez ya parecía más putrefacto que el primero, lo que tal vez ofrecía garantías al Presidente del BCCI (Banco de Crédito y Comercio Internacional, colapsado al evidenciarse como el mayor lavador institucional de dólares del mundo), quien visitaba a Pérez en La Orchila en yate privado de algún empresario local. Tanto era el descrédito que en la Asamblea de Fedecámaras de ese año, celebrada en Margarita, el anuncio de la restitución de las garantías económicas—suspendidas desde que la Constitución de 1961 fuese promulgada—no logró arrancar más de cuatro segundos de dispersos y misericordiosos aplausos, a pesar de que tal cosa había sido necesidad sentida del empresariado venezolano por más de treinta años. Acción Democrática, por su parte, hacía tiempo que resistía a la aplicación del «paquete económico» de Pérez. (En esencia, una versión «IESA boys» del «Consenso de Washington», el simplista y rígido catecismo económico del Fondo Monetario Internacional).
Es en ese contexto que el presidente Pérez se quejaba de las críticas a su «paquete» económico y retaba: «Bueno, si no es éste el paquete que sirve ¿entonces cuál es el paquete que debemos aplicar?» COPEI recogió el reto, anunciando que en breve presentaría un «paquete alternativo». La presentación anunciada se produjo a mediados de febrero del año siguiente, en 1992, un tanto retrasada por los acontecimientos del día 4. La formulación alternativa, presentada por el entonces Secretario General de ese partido, consistió en propugnar una «¡economía con rostro humano!» (Para no ser mezquinos, habrá que reconocer que en la misma presentación—en el hotel Eurobuilding—Eduardo Fernández hizo la proposición de constituir un «consejo consultivo» que debiera proponer soluciones. Como recogió el punto un periodista local, «En síntesis, el Dr. Fernández ha propuesto que otros propongan»).
Pero es que antes, en la campaña de 1988, Fernández había intentado vendernos el jarabe de la «Democracia Nueva», y aun antes Jaime Lusinchi había logrado ganar unas elecciones al mismísimo Rafael Caldera con su promoción del elíxir del «Pacto Social». (Por ese entonces Marco Tulio Bruni Celli escribió y editó un folleto que llevaba justamente como título «El Pacto Social», por el que intentaba explicarnos en que consistía la nueva panacea. Pero su docena de páginas se extendía en afirmaciones como las siguientes: «No debemos entender por Pacto Social la…» «Es importante no confundir al Pacto Social con…», etc. Es decir, no acertó a proveer una formulación sustantiva de lo que era el bendito pacto).
Innumerables veces se ha creído en esta ilusión desprovista de eficacia. Los ideales de democracia participativa, la realidad de la emergencia de nuevos factores de influencia y poder, han llevado, es cierto, a la ampliación de los interlocutores de las «mesas democráticas» de las que debe salir el ansiado «acuerdo nacional». Así fue diseñado, por ejemplo, el consejo de la Comisión Presidencial para la Reforma del Estado (COPRE), al combinar en él la presencia tradicional de líderes empresariales y líderes sindicales, con representantes de partidos, de la iglesia, de las organizaciones vecinales, etcétera. Así buscó conformarse el «Encuentro Nacional de la Sociedad Civil» organizado por la Universidad Católica Andrés Bello, cuando su rector tomó el reto que pareció recaer, a mediados de 1992, sobre la Iglesia Católica venezolana, en respuesta a un estado de opinión nacional de gran desasosiego, que buscaba en cualquier actor o institución que pudiera hacerlo la formulación de una salida a la aguda y profunda crisis política. Pro Venezuela, las Mesas Democráticas de Matos Azócar, los encuentros que organizó José Antonio Cova, y la constante prédica de los partidos, todos fueron intentos de alcanzar ese ya mítico gran entendimiento nacional. Se cree sinceramente que la solución consiste en sentar alrededor de una mesa de discusión a los principales factores de poder de la sociedad. No hay duda de que términos tales como el de conciliación o participación se refieren a muy recomendables métodos para la búsqueda de un acuerdo o pacto nacional. No debe caber duda, tampoco, de que no son, en sí mismos, la solución.
Estas consideraciones vienen al caso en momentos cuando, una vez más, después del evidente fracaso de numerosas iniciativas tan ilusas e ineficaces como bien intencionadas, ahora se pone no poca fe en un tal «consenso-país» auspiciado por la Coordinadora Democrática. (www.consensopais.com).
Los documentos del «consenso-país»—que incurre desde su propio nombre en la usurpación, pues «el país» no lo ha elaborado, como tampoco la Nación elaboró nuestros vetustos y ya olvidados planes «de la Nación»—indican una clase particular de proposiciones en su contenido: la de las «seudoproposiciones». Son afirmaciones tan generales como las de que hay que «reactivar la economía», «combatir la pobreza» o «eliminar el desempleo».
Era práctica ritual de muchos economistas venezolanos reunirse en diciembre de cada año durante el segundo período de Caldera—usualmente en el IESA—para echar predicciones sobre la inflación y la tasa de cambio del año siguiente. Los periodistas hacían su agosto, pues cada economista de alguno de estos «paneles de expertos» estaba muy dispuesto a conceder declaraciones. La declaración estándar era algo más o menos como lo siguiente: «Lo que propongo es un verdadero programa económico integral, armónico, coherente y creíble».
Ya el mero hecho de que tal afirmación se compusiera de un solo sustantivo y cinco adjetivos debía llamar a la sospecha. Pero, por otra parte, una sencilla prueba podía evidenciar que se trataba, en realidad, de una seudoproposición. La prueba consiste, sencillamente, en construir la proposición contraria, la que en este caso rezaría así: «Propongo un falso programa económico desintegrado, inarmónico, incoherente e increíble». Resulta evidentísimo que nadie en su sano juicio se levantaría en ningún salón a proponer tal desaguisado. Ergo, la proposición original no propone, en realidad, absolutamente nada.
Tomemos algunos casos concretos del documento base del so called «consenso-país». Por ejemplo esta seudoproposición: «Se reiniciarán o se reforzarán programas de becas, de alimentación y de dotación de útiles para los niños». (Página 39). ¿Querrá alguien oponerse proponiendo lo siguiente: «Se clausurarán o debilitarán programas de becas, de alimentación y de dotación de útiles para los niños»?
O esta otra: «Asegurar mecanismos de coordinación entre las diferentes organizaciones con responsabilidad sobre la seguridad ciudadana a nivel nacional» (Página 33). O ésta: «Establecer formas de financiamiento de largo, mediano y corto plazo, con fondos públicos y privados, en las modalidades necesarias para garantizar la eficiencia del crédito y para atender el especial perfil de riesgos de esta actividad». (Página 27).
¿Qué espera la Coordinadora Democrática? ¿Qué Chávez se oponga prometiendo formalmente mecanismos de descoordinación o modalidades innecesarias para garantizar la ineficiencia del crédito a corto, mediano y largo plazo? LEA
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