Ahora que está claramente sobre el tapete el candente tema de una muy cercana elección presidencial—para determinar el sucesor de Hugo Chávez en caso de una revocación de su mandato—puede resultar interesante fijar los parámetros que pueden regir la emergencia exitosa de un líder no convencional, de un outsider. Como hemos registrado varias veces en esta publicación, un estado de opinión dominante se ha asentado en la mayoría de la población, que definitivamente quiere la salida de Chávez, al tiempo que preferiría en la «presidencia de transición» una persona que no fuese un líder convencional, que no pretendiese reelegirse en 2006 y que viniese determinado desde la propia sociedad civil, no impuesto por un arreglo de cúpulas.
Las figuras más prominentes de la alianza de la Coordinadora Democrática, reunidas en el llamado G5 son casi todas—con la excepción de Ramos Allup—precandidatos para esta presidencia corta que parece inminente. Es decir, Juan Fernández, de la «Gente del Petróleo», Enrique Mendoza, gobernador de Miranda, Julio Borges, cabeza de Primero Justicia, y Henrique Salas Römer, líder de Proyecto Venezuela, son considerados pretendientes a la sucesión de Chávez. (Salas Römer ha hecho claro que Proyecto Venezuela cuenta con otro posible «gallo»: su hijo Henrique Salas Feo, alias «el pollo»).
Apartando estas figuras más bien convencionales, una buena cantidad de nombres circula por los corrillos políticos para la presidencia transicional. Algunos de ellos han manifestado claramente sus ganas. Una lista parcial incluiría los nombres de Manuel Cova, Alejandro Armas, Américo Martín, Ramón Escovar Salom, Enrique Tejera París, Cecilia Sosa, Carlos Delgado Chapellín, Alberto Quirós Corradi, Humberto Calderón Berti, Asdrúbal Aguiar, Teodoro Petkoff, Eduardo Fernández, Marcel Granier, Raúl Salazar y hasta Diego Arria.
Estrictamente hablando, tienen figuración significativa en las encuestas los anteriormente nombrados cuatro del G5 y «el pollo». (En algunas encuestas aparece a veces Antonio Ledezma). Pero ninguno de ellos alcanza cotas convincentes. Los mayores porcentajes no rebasan el 15%.
En estudio de septiembre de 1986 (Sobre la Posibilidad de una Sorpresa Política en Venezuela), cuando podía asimismo observarse un hervor precandidatural, se comentaba sobre la lista de «presidenciables» de la época: «En Road maps to the future, Bohdan Hawrylyshyn dice lo siguiente: ‘En química, puede uno disolver más y más sólidos en una mezcla hasta que se alcanza el estado de saturación. Un solo cristal adicional puede entonces precipitar a todos los sólidos fuera de la solución. La historia reciente muestra que los eventos pueden ser precipitados en una forma análoga en sociedades en las que se acumulan demasiadas tensiones. Lo que se requiere entonces es sólo un catalizador. En Portugal puede haber sido un libro publicado por un general. En Irán, que también tenía un ejército fuerte y una implacable organización de seguridad interna, fue la voz de Khomeini, oída directamente (como del cielo) en cassettes de audio. En Polonia, el Papa, durante su reciente visita, pudo haber desencadenado casi cualquier conjunto de eventos según su escogencia…’ Es nuestra impresión que la situación actual de la política venezolana corresponde a la situación de saturación descrita anteriormente en los términos de Hawrylyshyn. Por esta razón pensamos que ninguno de los nombrados en esta lista tiene la potencialidad de ser el catalizador que cristalice, o mejor, canalice a su favor las tensiones. La gran mayoría de ellos han tenido ya exposición pública suficiente, por lo que, si hubiera sido percibido alguno como el líder buscado, hace tiempo ya que se hubiera producido la estampida y hace tiempo ya que esto se hubiera manifestado en los registros de opinión pública».
La descripción precedente se aplica hoy exactamente en los mismos términos a la lista de presidenciables más mencionados. Prácticamente todos son personajes conocidos, y en mayor o menor medida han tenido larga exposición pública. Ninguno entre ellos ha convencido al electorado. Ninguno ha sido percibido como la verdadera «contrafigura» de Chávez, para usar la designación empleada por Alfredo Keller. Cobra importancia, por tanto, el tema de la emergencia de un real outsider capaz de la tarea.
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El primer rasgo indispensable en el líder que pueda orientar a su favor la considerable potencialidad de un voto harto de lo tradicional y de su ineficacia (Chávez mismo es más tradicional e ineficaz que cualquiera), es que sea un verdadero outsider. Hay, al menos, dos sentidos en los que este concepto de outsider se aplicaría en este contexto.
Para comenzar, el candidato debe ser un político que pueda ser percibido como estando fuera del establishment de poder venezolano, sea del gobierno o de la oposición. No necesariamente significa esto que el candidato deba estar contra las actuales articulaciones de poder en Venezuela. Simplemente es necesario que no se le perciba como formando parte de la red de compromisos que caracterizan a la configuración actual.
En una reunión del «Grupo Santa Lucía» (una suerte de club de influyentes personajes políticos, empresariales, sindicales y académicos del país) de hace ya dos décadas, Allan Randolph Brewer Carías advirtió a los asistentes: «Estamos hablando del Estado como si se tratara de un caballero que se encuentra en la habitación de al lado, que está a punto de entrar y de ser presentado a nosotros. Pero la verdad es que todos nosotros hemos sido el Estado. De quien estamos hablando es de nosotros».
Lo que Brewer quería decir es que las élites de Venezuela forman parte de un sistema consensual que determina una buena parte de las políticas principales, o al menos el esquema general de la cosa política. En el caso de un líder político tradicional, por ejemplo, sus buenas intenciones hacia, digamos, una mayor democratización, se encuentran impedidas por las trabadas reglas de juego de su partido.
El pueblo sabe, empírica o intuitivamente, que una persona, participante directo de las configuraciones de poder habituales, carece de la libertad necesaria para acometer los cambios que sería necesario introducir a través de tratamientos novedosos a la situación política. Para ponerlo en otros términos: un líder que ostente en los momentos actuales una cantidad significativa de poder, estará al mismo tiempo muy impedido por la serie de transacciones en las que, con toda probabilidad, habrá debido incurrir para acceder a la posición que ocupa y para mantenerla.
Hay un segundo sentido, más específico, en el que el candidato que pueda resultar la sorpresa debe ser un outsider. Debe serlo también en términos de estar afuera o por encima del eje tradicional del «espacio» político. Tal eje viene determinado por un continuum más o menos lineal, que va desde las posiciones de «izquierda» hasta las posiciones de «derecha». Esta es una división tradicional del campo político, pues responde al criterio de que el principal «problema social» (o político), consiste en distribuir la renta social: si se acomete este asunto con preferencia para «los pobres» entonces se es izquierdista; si esto se hace con preferencia por «los ricos», entonces se es derechista.
No es éste el sitio para describir otra noción política más moderna que considera obsoleto el planteamiento anterior, definitorio de «derechas» e «izquierdas». Pero el candidato que pretenda tener éxito deberá ser outsider también en el sentido de no situarse en alguna posición del eje referido, sino en un plano diferente.
La segunda característica importante (a nuestro juicio más importante que la condición de outsider ) que debe ostentar un candidato con posibilidades de «dar la sorpresa», es la posesión de tratamientos suficientes y convincentes para la crisis.
La base de esta condición consiste en poder partir de una concepción de lo político que comprenda importantes y hasta radicales diferencias con las concepciones convencionales. En la raíz de tal concepción está la necesidad de una sustitución de paradigmas políticos, en el sentido que Tomás Kuhn da al término paradigma. Es decir, nos hallamos ante una realidad social y política que ya no puede ser comprendida por los planteamientos y enfoques convencionales, lo que es la causa de fondo de la crisis de gobernabilidad. No es el caso que los políticos tradicionales tengan las recetas adecuadas y por «maldad» se resistan a aplicarlas. El punto es que no las saben.
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