A fines de octubre de 1998, posiblemente por primera vez en su historia, el diario El Nacional consideraba materia de primera página la celebración del primer cumpleaños de una niñita. La «noticia de primera página», junto con su correspondiente fotografía, remitía a un despliegue a página completa de su sección de sociales, en la que más fotos cubrían el área de impresión junto con el texto que se estila en estos casos. Sale la niñita fotografiada en brazos de sus «orgullosos padres», salen fotografiados los más notables entre los asistentes al sarao infantil, y no dejan de ser capturadas por el lente las infaltables payasitas. En fin, una fiesta normal para la gente del Club Náutico de Maracaibo o del Country Club de Valencia o de Caracas. Venezuela estaba entonces en la recta final de la campaña electoral que perdió Henrique Salas Römer.
El problema es que el papá de la niñita agasajada, ataviado con lujosa camisa y ocasional sonrisa era nada menos que Hugo Chávez Frías, el candidato presidencial más «popular», y que la fiestecita se había efectuado en la sede del Círculo Militar de Caracas.
Naturalmente, los niñitos de Chávez Frías crecen y cumplen años. Naturalmente la celebración de esas ocasiones es una entrañable costumbre a la que tienen derecho todos los niños y todos los «orgullosos padres». El punto curioso es el estilo «clase alta» de la fiesta aludida y el inusitado despliegue que del acontecimiento hizo El Nacional.
Demasiado rápidamente el patriótico candidato—y no pocos de su séquito—habían admitido ya para ese entonces «la necesidad» de las camionetas «Blazer», los trajes de Clement y las piñatas con payasitas. Según él había declarado hacía unas cuantas semanas, ya se sentía en control del poder, y en consecuencia empezaba a mostrarnos ya cuál sería su estilo de vida en cuanto percibiese el primer sueldo presidencial.
Un agudo analista decía insistentemente que Chávez Frías necesitaba personalmente, en su fuero interno, una reivindicación de clase, un ascenso en la escala social, y que por tanto, más que despachar desde Miraflores lo que verdaderamente ansiaba era residir en La Casona. Parece que tenía razón y que Chávez Frías, a quien algunos adversarios le creían más serio y más consistente con su original prédica proletaria, resultaba no distinguirse de esos nuevos directores de ministerio que salen a celebrar con güisqui su reciente nombramiento.
¿Qué motivo pudo impulsar a El Nacional a publicar con tan gran notoriedad instantáneas del cumpleaños de la pequeña hija de Chávez Frías? No faltará quien diga que ese periódico estaba ya cuadrado con Chávez Frías. Que el insólito despliegue obedece a que ya lo daban como seguro ganador y la hijita de Chávez Frías ha adquirido dimensiones análogas a las de Chelsea Clinton, cuyo ingreso a la universidad o una enfermedad de su perro ameritaban una extensa crónica.
Pero tal vez Chávez Frías cayó así en una trampa. La astuta trampa de un medio que retrataba, inmisericorde y objetivo, el signo más claro de que Chávez Frías, el pretendido líder popular, no era sino más de lo mismo.
No mucho antes de la piñata candidatural algunos pensaban que Chávez Frías no sería Presidente de la República de Venezuela. La base del pronóstico era suponer que su inevitable exposición a los medios terminaría por mostrarle tal como era en realidad: un demagogo contradictorio y mentiroso.
Muy pocos meses antes de la piñata de primera página, Chávez había prometido recoger un millón y medio de firmas para convocar a un referéndum sobre la constituyente, como lo permitía un nuevo título de la legislación electoral. Pero para la época del infantil festejo en el Círculo Militar ya no hablaba de eso. ¿Por qué?
Una primera explicación pudiera ser que su pretendida fuerza no era tal, que simplemente no pudo recoger el millón y medio de firmas que prometió. El fracasado «héroe escondido del Museo Militar» había fracasado de nuevo y no había podido interesar a los Electores en su proyecto de constituyente.
La segunda explicación posible es de peor calaña: que, de nuevo, se sentía ganador y en próxima posesión de la jefatura del Estado, y como la legislación permitía que el Presidente de la República convocara al referéndum, ya él, el protoungido Chávez Frías ¡no necesitaba a los Electores para nada!
Ha debido tratarse de la combinación de ambas razones. Ni el chavismo era una cosa tan organizada ni Chávez Frías creía en los Electores, a quienes jamás consultó o tomó en cuenta para intentar la ruta quirúrgica del 4 de febrero de 1992, cuando el camino médico, democrático, estaba completamente despejado.
Seis años más tarde teníamos a Chávez Frías organizando payasadas, fiesticas con payasitas para que fuesen reseñadas en las páginas sociales de los periódicos capitalinos. Nunca le ha venido mal el disfraz a Chávez Frías. Uno puede imaginarlo perfectamente dando un discurso con el atuendo de Popy.
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Claro que en el poder es más peligroso que un payaso, que a fin de cuentas hace su trabajo profesional. Aun el más psicopático entre los histriones no es tan corrosivo y violento que pueda igualar el abuso de un payaso, esta vez en el sentido peyorativo, que está armado y planifica sus batallas.
Así que tenemos que revocarle el mandato. El país no debe darse el lujo de fracasar en el intento, especialmente por hacer caso de la obscena gesticulación de los bufones. Acosta Carles, por ejemplo, arrancando explícitamente su campaña con la presunción de haber vencido al adversario con un regüeldo. No podemos mantener un gobierno tan patológicamente histriónico. ¿Cargaremos con la culpa de no ser capaces de librarnos de él?
«Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho». (John Stuart Mill, Ensayo sobre el gobierno representativo).
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