Los lectores sabrán perdonar una nueva alegoría cinematográfica en esta carta de tema político. En 1971 Dustin Hoffman protagonizaba la extraordinaria pero violenta película de Sam Peckinpah que se llamó «Perros de paja». Hoffman encarna la plácida personalidad de un profesor de matemáticas estadounidense, que se asienta en un ambiente rural inglés con su británica y atractiva esposa mientras él concluye la escritura de un libro sobre su especialidad. Su mansedumbre permite que una banda de galfarros locales, que han participado en la remodelación de su casa, comiencen a tomarle por pusilánime persona, y en un crescendo de abuso continuado terminan por violar a su mujer. Al día siguiente del hecho los malandrines regresan a la casa con la intención de penetrar en ella con violencia. Y he aquí que el pacífico profesor hace metamorfosis y se convierte en un mortífero peleador que, completamente solo, derrota con violencia superior a la abusiva banda, que no tiene más remedio que poner, muy maltrecha, pies en polvorosa. Es una de las más inesperadas y convincentes transformaciones que hayan podido presenciar los amantes del cine.
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Al día siguiente de la anterior edición de esta carta un trío de magistrados galfarros de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia pretendió penetrar, en ejercicio de violencia jurídica, en los predios sacrosantos de la Sala Electoral para perpetrar la violación de la justicia. Con mañosa e incompetente argucia, quisieron impedir que la Sala presidida por el magistrado Alberto Martini Urdaneta compusiera la grave avería que otro trío de tramposos—Francisco Carrasquero, Jorge Rodríguez y Oscar Battaglini—había inflingido a la mayoría del pueblo venezolano, al actuar inconstitucional e ilegalmente en un fatídico y traicionero martes de carnaval. Iván Rincón Urdaneta, Jesús Eduardo Cabrera (alias «Cabrerita») y José Manuel Delgado Ocando, intentaban antijurídicamente maniatar a la Sala Electoral, «prohibiendo» a la Sala presidida por Martín conocer específicos recursos que son de su entera competencia.
En carta del magistrado Martini del 15 de los corrientes, dirigida a Rincón, el Presidente y Magistrado Sustanciador de la Sala Electoral del TSJ expone: «Ciudadanos Magistrados Iván Rincón Urdaneta, Jesús Eduardo Cabrera Romero y José Delgado Ocando, no entendemos cuál es la motivación que ustedes tuvieron al pretender sustraer de su juez natural los mencionados recursos, en forma tan genérica e inclusive pro futuro, y menos entendemos que se participe que hubo una sesión de la Sala, la cual no se llevó a cabo, como lo hacen constar los Magistrados Antonio García García y Pedro Rondón Haaz, según diligencia que en fecha de hoy fue estampada en el expediente Nº 04-0475 llevado por esa Sala Constitucional, por lo que en consecuencia la referida sesión es inexistente. ¿Qué pretenden? ¿Violentar el Estado de Derecho?»
Antes había aclarado, al referirse a infames comunicaciones de Rincón, lo siguiente: «Las referidas comunicaciones pretenden constituirse en una ‘orden’ a esta Sala Electoral, sin estar respaldadas por sentencia alguna, de mérito, interlocutoria o cautelar, que conlleve la ejecutividad que le transmite el cumplimiento de los artículos 243 y siguientes del Código de Procedimiento Civil, más los pertinentes de la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia».
Y más adelante condena: «Señalo que es responsabilidad de ustedes, Magistrados Iván Rincón Urdaneta, Jesús Eduardo Cabrera Romero y José Delgado Ocando, las consecuencias que se deriven de tal violación al estado de derecho, recayendo la misma sobre sus conciencias».
En términos de la pretendida alegoría, y tomando en cuenta la habitual imperturbabilidad de Alberto Martini Urdaneta, tan desusado tratamiento epistolar equivale a la colmada reacción de Dustin Hoffman en «Perros de paja». El apacible magistrado habló con fuerza y decisión.
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Conocimos al Dr. Martini en 1968, cuando desempeñaba el cargo de Consultor Jurídico de Corimón—en su época de oro—y predicaba doctrinas de apaciguamiento con constancia. Enseñaba—cuando con característica y paternal conducta terciaba en las sesiones de junta directiva a favor de algún trato excepcional en beneficio de los trabajadores—que un solo caso no podía considerarse un precedente. Era la repetición, sostenía, lo que formaba el precedente, pues un solo caso podía siempre ser considerado una excepción. Así, normalmente se salía con la suya, y su ecuanimidad y su sabiduría contribuyeron en mucho a la constante paz laboral en el ámbito de la empresa.
De allí saldría a formar parte del gabinete del primer gobierno de Rafael Caldera, en el que, con igual ponderación y parsimonia, hizo un brillante período como su Ministro del Trabajo. Antes de llegar a su dignidad de Magistrado Supremo, se desempeñó además como embajador de Venezuela ante la Organización Internacional del Trabajo y ante la Organización de las Naciones Unidas, así como también presidió el Banco Industrial de Venezuela. La página web del TSJ reconoce: «Ha sido condecorado por su destacada actuación como jurista con las siguientes distinciones: Orden del Libertador en Grado de Gran Cordón, Orden al Mérito en el Trabajo en Primera Clase; Orden 27 de Junio en su Primera Clase; Ministerio de Educación; Cruz de las Fuerzas Armadas de Cooperación en su Primera Clase; Orden de Mayo en el Grado de Gran Cruz, otorgada por la nación Argentina; Honor al Mérito, Consejo de La Judicatura, por labor de Juez en 1.988; Orden Francisco de Miranda en su Primera Clase y Orden al Mérito en la Función Judicial» .
Pues este impasible personaje que jamás ha sido hombre de pleitos sino de justicia reaccionó con eficaz fortaleza ante el abuso de los conjurados de la Sala Constitucional. Los perros de paja del oficialismo todavía ladran, adoloridos, y amenazan inocuamente con seguirle un procedimiento de destitución, cuando ellos mismos saben que no cuentan con la mayoría calificada de las dos terceras partes de la Asamblea Nacional que sería requerida.
En el día de ayer la mayoría gobiernera de la Sala Constitucional insistió en su enormidad y tornó a oficiar a la Sala Electoral en estos términos: «desde el momento en que la Sala Electoral de este Tribunal Supremo reciba la comunicación respectiva, deberá paralizar todos los procesos y se abstendrá de decidir los mismos, debiendo remitir—de inmediato—a esta Sala, hasta que se resuelva el avocamiento, cualquier acción que se incoe en dicho sentido».
La estúpida advertencia ha llegado tarde. Ya la Sala Electoral había decidido, como es natural, a favor de los Electores. El asunto es cosa juzgada, y como la Sala Constitucional no se atrevió a declarar «la nulidad» de la justa decisión de la Sala Electoral, es esta decisión lo único firme en la materia.
Ayer Monseñor André Dupuy, Nuncio Apostólico de Su Santidad, predicaba en acto recordatorio de la santa trayectoria de Monseñor Boza Masvidal: que una «auténtica democracia es posible solamente en estado de derecho y recta concepción de la condición humana». Meses antes nos había enseñado: «Así como Jesús estableció que el Sábado había sido hecho para el Hombre, y no el Hombre para el Sábado, es el caso que la Constitución ha sido hecha para el Pueblo, y no el Pueblo para la Constitución».
Si hubiera que asignar rango superior a alguna sala del Tribunal Supremo de Justicia—cosa imposible según explícita jurisprudencia de la propia Sala Constitucional—habría de conferirse tal preferencia a la Sala Electoral, pues la Sala Constitucional es tan sólo la vigilante de un texto, que por más constitucional que sea es en todo y para siempre inferior al Pueblo, el Poder Constituyente Originario, el verdadero poder supremo de una república. La Sala Electoral del TSJ es, sobre todo después de la valiente decisión de sus honestos magistrados, la Sala de los Electores.
Las trapacerías del funesto trío de Rincón, «Cabrerita» y Delgado requerirán, sin embargo, el pronunciamiento de la Sala Plena. Es de esperar que este pleno cumpla con la intención del emperador Adriano. Margueritte Yourcenar pone en boca del romano emperador—en sus deslumbrantes Memorias de Adriano—estas palabras: «Mi propósito era tan sólo el de reducir la frondosa masa de contradicciones y abusos que acaban por convertir el derecho y los procedimientos en un matorral donde las gentes honestas no se animan a aventurarse, mientras los bandidos prosperan a su abrigo».
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