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Leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (2265): «La legítima defensa puede ser no solamente un derecho, sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien común de la familia o de la sociedad».

Antes había dicho Polibio (siglo II antes de Cristo): «Yo admito que la guerra es cosa terrible, pero no creo que haya que soportar cualquier afrenta con tal de no hacerla».

Estas doctrinas forman parte de la nutrida discusión histórica sobre la noción de la guerra justa, que ha estimulado a las mejores mentes de la humanidad a la consideración de tan difícil materia. Santo Tomás de Aquino, por ejemplo, insertó en su Suma Teológica las tres especificaciones fundamentales de una guerra que pudiera ser tenida por justa acción.

Una guerra justa debe ser emprendida, naturalmente, por una causa justa. Esto es, la finalidad de suprimir una agresión grave y continuada en contra de una comunidad. Tratadistas posteriores a Santo Tomás desdoblaron la condición de causa justa en tres subcondiciones. (Principio de proporcionalidad, último recurso y posibilidad de éxito). En esencia, la guerra a emprender debe emplearse sólo después de haberse agotado todas las instancias pacíficas, debe contar con alta probabilidad de ser exitosa y no puede excederse en el empleo de los medios necesarios en función de la situación concreta. (Dice Gino Bianchetti: «La guerra justa es en la que existe una razonable posibilidad de ganar, de lo contrario no se obtiene nada al imponer los males de la guerra a la nación. Es necesario tener en cuenta, que dados los innumerables elementos no predecibles de la guerra, no es necesario que las posi! bilidades de éxito igualen a la certeza moral»).

La segunda condición tomista es la recta intención. El gran Doctor de la Iglesia exigía una finalidad clara que buscase establecer el bien o evitar el mal. Antes que él San Agustín había señalado: «…el deseo de dañar, la crueldad de la venganza, un ánimo implacable, enemigo de toda paz, el furor de las represalias, la pasión de la dominación y todos los sentimientos semejantes; he aquí el justo título que merece ser condenado en la guerra».

Pero la primera de las condiciones estipuladas por Santo Tomás es la de la autoridad legítima. Es decir, no todo el mundo tiene títulos para emprender la guerra. En particular, no es éste asunto de actores privados. El general Baduel, por ejemplo, o el llamado «Bloque Democrático», no son titulares de ese derecho ni responsables de este deber.

Ante la autoridad cada vez más ilegítima del gobierno, quien puede considerar que debe combatirle, aun con la guerra, con toda justicia, es la única y suprema autoridad del Poder Constituyente Originario. Y esto, en todo caso, sólo después de haber agotado todos los cauces pacíficos disponibles. Primero habrá que apurar hasta la última gota los recipientes electorales y tribunalicios. O un procedimiento de abolición.

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