A comienzos de 1999 la Corte Suprema de Justicia había despejado el camino para la eventual elección de una Asamblea Constituyente, a pesar de que tal figura no estaba contemplada en la constitución de 1961. Una vez admitido que se podía preguntar a los Electores si era su voluntad elegir una, el debate se desplazó a otro terreno: la dilucidación de si tal asamblea sería «originaria» o «derivada». Aceptar que tendría carácter «originario» implicaba aceptar que tendría poderes prácticamente omnímodos—nunca, naturalmente, ir en contra del líder del «proceso»—y que en tal carácter podría incluso disolver otros poderes, como el Congreso elegido en 1998.
Ésa fue, justamente, la posición asumida y voceada por Hugo Chávez. En un automatismo opositor, los actores políticos que querían combatirle debían sostener que la constituyente tendría un carácter «derivado». Algo así como el federalismo de Antonio Leocadio Guzmán, que cínicamente admitió: «Nosotros dijimos federación porque ellos dijeron centralismo. Hubiéramos dicho centralismo si ellos hubieran dicho federación». Había que imaginarse, por tanto, a los desperdigados y lisiados dirigentes opositores del momento yendo a defender la idea de que la constituyente debía ser «derivada» en algún mitin en el 23 de enero. Seguramente hubiesen sido lapidados.
Ésta fue la primera batalla terminológica que la oposición institucionalizada perdió ante Chávez, el gran nomenclador de la comarca. Después vendrían «la bicha», la revolución «bonita», la república «bolivariana», la «cuarta» república», el «millardito», las planillas «planas». La oposición, como ha apuntado certeramente Fernando Luis Egaña, ha asumido la terminología del régimen y caído en sus trampas y marcos cognitivos. Una cuña reciente, en la que una vistosa mujer morena canta o «rapea» en defensa de nuestras firmas, asegura, con algo de retenida ira, que la «bicha» dice que revocar es nuestro derecho.
Pues, por la época del debate «originaria-derivada», no hubo quien acertara a saltar por sobre la trampa terminólogica. No hubo—entre quienes disfrutaron de amplio acceso a los medios de comunicación—quien atinara a poner las cosas en su sitio: «No señor Chávez, usted está equivocado. Lo que es originario no es la asamblea, sino el pueblo, La constituyente no será sino un conjunto de apoderados nuestros—tal vez con mucho poder, según decidamos conferirle—pero será sólo el referendo aprobatorio final lo que tendrá carácter originario. Los diputados de la constituyente son quienes nos presentarán, a nosotros, el Soberano, un mero proyecto de constitución. Quienes podremos convertirla en Constitución seremos nosotros. Entretanto, y una vez más, independientemente de los poderes que concedamos—que siempre podríamos revocar—la constituyente será un poder constituido, tan constituido como el Congreso que acabamos de elegir».
Nadie dijo eso. Por lo menos nadie que gozara de espacio para difundir sus percepciones sobre el punto.
Y eso es algo que ha faltado en la oposición formal al régimen de Chávez: la capacidad para, más que oponer, superponer a la prédica chavista un discurso de nivel superior. Ante el fenómeno telúrico que era Chávez en 1999—ahora es sólo un protodictador sostenido por la precaria autoridad de García Carneiro y una minoría de venezolanos que ha comprado su Weltanschauung, su concepción del mundo—cabía, precisamente, concebir y ejecutar una oposición verdaderamente eficaz. Ésta no podía ser la mera negación de Chávez. Hacerlo así era comportarse como esos perros que corren ladrando tras un automóvil. Los perros, por una parte, jamás alcanzarán al vehículo y si, por la otra, se le viene en gana al conductor del carro, puede perfectamente despanzurrar a uno de los perritos, para escarmentar y dispersar al resto.
La oposición a Chávez debió ser—todavía es posible—planteada sobre dos estrategias bastante más eficaces.
La primera estrategia llama a la contención del autócrata. A una fuerza telúrica como el Caroní se opone la represa del Guri, para que no se desborde. ¿Era esto posible? Lo fue desde el mismo primer momento. Cuando todavía Chávez tenía intacto su capital político original, emitió un primer decreto con la consulta que se haría a los Electores sobre la posibilidad de elegir una constituyente. La redacción decía algo como «¿Está Ud. de acuerdo con que yo, Hugo I, determine todo lo que hay que decidir en materia de elección y composición de la Asamblea Constituyente?» La pregunta era tan obviamente, tan de bulto, autocrática, que el helado silencio de la Nación forzó la reconsideración del exabrupto, y se produjo luego una versión grandemente atenuada. Uno puede imaginarse a un azorado Miquilena y un igualmente consternado Rangel—antes de que cruzara la barrera de la amoralidad—diciendo al gran timonel: «Hugo, por favor. Esto no puede ser así. No nos conviene. Te van a llamar dictador».
Todavía hoy es posible hacer oposición de contención, pero está claro que tal estrategia sería insuficiente. La estrategia verdaderamente eficaz y definitiva es de superposición. Se trata de poseer un concepto de la Política desde el que puede observarse a Chávez como bajo un microscopio, y describirlo con el mayor desapego clínico: «Tiene tres paticas, es algo gordito, se agita constantemente», como registraba van Leeuwenhoek de los primeros paramecios que descubría con su primitivo microscopio en la Holanda del siglo XVII. En este caso el microscopio sería de un anatomopatólogo, que reportaría la anatomía y grado de crecimiento del chavoma, de un tumor en el soma nacional. (Chávez no es un agente infeccioso externo, sino neoplasia interna de nuestra propia generación).
Porque es que aunque Chávez no hubiera ocurrido, el país estaba aquejado por una insuficiencia política grave, y la raíz de esta condición no era la corrupción de uno que otro político, ni la mera pragmática del poder. La verdad era que los políticos pre Chávez estaban aquejados de esclerosis paradigmática e, independientemente de su bondad o maldad, no tenían mucha idea de qué hacer para resolver los problemas públicos. («Venezuela necesita un nuevo modelo político; pero yo no sé cuál es». Henrique Salas Römer, 3 de diciembre de 1997).
Esta condición no ha desaparecido. Ninguno de los partidos que por cuarenta y tantos años determinaron el rumbo de la República ha sabido renovarse, hacer metamorfosis, proponer algo distinto. Y los nuevos, o son agrupaciones en torno a la ambición personal de algún dirigente –Alianza Bravo Pueblo, por ejemplo– o pretenden legitimarse meramente sobre la prédica de que son jóvenes y más honestos que los demás. (Primero Justicia).
Tal cosa es la razón de fondo para la existencia de los vilipendiados «Ni-Ni». Cuando ya el país estaba convencido de que la segunda presidencia de Pérez era dañina e inconveniente para el país, la misma mayoría no terminaba de convencerse de la bondad de su renuncia o su remoción, porque no veía claro qué vendría en sustitución.
Y he aquí que la Coordinadora Democrática ha optado por finalmente llamar a reparos de las firmas cuestionadas por el Consejo Nacional Electoral. Formada por actores que en general padecen la esclerosis antes apuntada, no puede negarse, sin embargo, que ha tomado una decisión políticamente difícil, una decisión que no deja de ser sensata, valiente y responsable. No puede regatearse que ha mantenido una cierta unidad y ha trabajado responsablemente, y que responsable y valerosamente ha aceptado un nuevo y desbalanceado reto. Consciente de las dificultades, consciente de la calidad del árbitro y de la del oponente, ha optado con responsabilidad presentar batalla democrática, así sea en condiciones extremadamente difíciles. Esta publicación sostendrá que esa decisión debe ser defendida, que los Electores deberemos ir, con toda nuestra indignación represada, a los benditos reparos.
«No me defienda, compadre», pudiera decir, como Cantinflas, la Coordinadora Democrática. Pero es que, aun cuando la esclerosis paradigmática de los miembros de la Coordinadora—de los que están a favor y de los que están en contra de la consigna—es problema profundo y esencial, y de ineludible solución, como especificara Santo Tomás de Aquino una guerra justa no es tal antes de haberse agotado todos los medios pacíficos para evitarla.
Hay que ir a reparos. Como este pasado lunes me dijera un valioso compatriota, hay que asistir, además, masivamente. Después de los reparos, si se fracasare en el intento, no es cierto, como hemos señalado en más de una ocasión, que la única salida sea la rebelión o la desobediencia civil en invocación del Artículo 350 de la Constitución. No será hora de desobedecer; será hora de mandar.
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