Cartas

Supongamos que por necesidad de nuestras ocupaciones debemos colocar un aviso en la prensa en solicitud de los servicios de un piloto para un Boeing 747 o un Airbus 300. Supongamos que recibimos la entusiasta respuesta de una persona que sostiene que debe ser contratada porque viene de ganar, de modo muy destacado, un crucial juego de fútbol. Es clarísimo que no hay conexión entre una cosa y otra, y que las evidentes cualidades de eficacia deportiva en el sujeto no son las que harían que le confiáramos las vidas de centenares de personas y un equipo aeronáutico costosísimo.

Tampoco la hay entre ser capaz de organizar y ganar el referendo revocatorio presidencial y ser capaz de dirigir ejecutivamente el Estado. Son dos problemas, dos tareas, enteramente distintas, a pesar de lo cual se pretende con frecuencia que están vinculadas.

No tiene nada que ver una cosa con la otra. El jefe de un Estado es el máximo responsable por la identificación y aplicación de soluciones a problemas públicos de ámbito nacional., y los talentos, las técnicas y el liderazgo que son requeridos para desempeñar tal misión no guardan parentesco con los que se muestran útiles a la conducción competente de una campaña electoral. (Salvo en lo que respecta a la capacidad de comunicar).

Claro que en un viejo concepto de lo político como proceso de combate—aun si se está en funciones presidenciales—el adiestramiento en una o varias campañas parecería pertinente. Es decir, si entiendo la función pública como la entiende Chávez—la extrema exacerbación del criterio de la Realpolitik, de la política del poder por encima de cualquier otra cosa—si la entiendo como permanente lucha o combate, entonces puedo proponer que la legitimación del gobernante se estipule en función de los triunfos de un guerrero.

Chávez no inventó, naturalmente, la Realpolitik. El término fue acuñado por la época del gobierno de Bismarck, en la Alemania de fines del siglo XIX, y su más famoso precursor no es otro que Nicolás Maquiavelo. Y no es Chávez el primero que concibe la profesión política como constante liza. Una de las frases de Rafael Caldera más repetidas era aquella en la que decía: «Porque no estoy en las alturas del poder, sino en las arenas de la lucha política». Si se entrevistaba a Carlos Andrés Pérez, a Jaime Lusinchi, a Luis Herrera Campíns, era fácil extraer de ellos la siguiente caracterización de sí mismos: «Lo que soy es un luchador político». Los militantes del Movimiento Electoral del Pueblo ya no quisieron entenderse entre sí como «compañeros», ni siquiera como «camaradas», y preferían saludarse como «combatientes». Más recientemente Henrique Salas Römer nos propuso una imagen gallinácea, al sugerir que él era un «gallo» y lo que había que dilucidar es si había alguien que fuese «más gallo» que él, en obvia alusión a la más conocida de las peleas intravícolas. La política como ejercicio de gallera.

De Chávez no es necesario explicar mucho. Prácticamente no hay discurso en el que escape a la tentación de emplear metáforas castrenses: batallas, guerras, espadas; amenazas con tanques y cañones, fusiles y proyectiles. Como no sabe gobernar, pelea. Los resultados están a la vista. Chávez es, exageradamente, más de lo mismo, en el sentido de ser una desmedida continuación de la escuela de la política de poder. El inmenso favor que Chávez hace a Venezuela es hacerle entender que una agresiva política de poder—pretendidamente la medicina política correcta—es verdaderamente una terapia ineficaz, tanto como someter a un paciente mental a uno o dos electrochoques por semana.

La selección de un próximo presidente, de quien suceda a Chávez en la Presidencia de la República, por tanto, no es lo mismo que convertir en candidato al gerente de la campaña por la revocación. Los criterios para la provisión de un nuevo y suficiente presidente son otros que los aplicables a la escogencia de un jefe de campaña.

Hay quienes procuran que ese proceso de selección sea lo más responsable y racional que sea posible. Para la campaña presidencial de 1993 Don Pablo Moser Guerra proponía enfocar el asunto como si fuésemos los dueños de una compañía que buscara gerente. Visualizaba un aviso de prensa que proclamara: «Se busca candidato para la Presidencia». Y quería que los que pretendieran ejercer la magistratura se sometiesen a un escrutinio con arreglo a un perfil o conjunto de cualidades. (Rafael Poleo recomienda, más bien, escudriñar los defectos de los candidatos).

Más recientemente ha escrito sobre la cuestión Carlos Alberto Montaner, quien parte de un punto de vista algo distinto. En lugar de plantearse el problema como propietario, lo acomete como head hunter, como cazador profesional de talentos. Propuso considerar algo como una veintena, o un poco menos, de parámetros.

Y, por supuesto, la consideración de un gobernante ideal no es preocupación post modernista. No es que fuese inaugurada en el siglo XX. Platón se planteaba con urgencia el problema del gobernante ideal. (El filósofo rey). Y Thomas Carlyle (1795-1881) consideró el héroe como rey en su ensayo Sobre los héroes, la adoración de los héroes y lo heroico en la historia. En una introducción a sus interpretaciones se observa cómo Carlyle creía que «las fuerzas decisivas y constructivas de la historia son sus grandes hombres y héroes. Toda era y toda crisis histórica tiene sus hombres superlativos, los que son capaces de asir el timón y convertir el caos y la destrucción en algo significativo y meritorio. Pero debe dárseles oportunidad, y deben ser reconocidos por lo que son. Donde la duda, la desconfianza y la envidia sofoquen la natural inclinación a reverenciar y obedecer a verdaderos líderes, allí sobrevendrán el estancamiento y la degeneración».

Como puede verse, no es la primera vez que una sociedad se encuentra frente a una elección como la venezolana. Tal vez valga la pena plantearse la cuestión no como la búsqueda del candidato ideal. Bastaría con que identificáramos lo mejor de lo preferible. Con cortes de una navaja de Poleo, puede prescribirse, además de cualidades suficientes, ciertos rasgos que no deberá poseer. Por ejemplo, que si va a ser la cesación de Chávez no puede ser la restauración de lo que permitió su emergencia. Aun cuando Carmona no hubiera sido lo políticamente incompetente y equivocado que demostró ser, la mera noción de sustituir el líder de la «revolución bolivariana» (bolivaroide) por el líder de la central patronal era una equivocación crasa.

Pero lo que sí puede exigirse es un criterio de suficiencia política. Porque es que nuestra presente crisis de salud republicana—el chavoma—está superpuesto a dolencia previa y persistente: la condición de insuficiencia política que lo precedió y que aún sufrimos. El aparato político de un país tiene por función, por única justificación y legitimidad, el alivio de los problemas de carácter público. Si este sistema no los resuelve y, peor, los agrava en más de un caso, estamos ante una insuficiencia política, del mismo modo que hablamos de insuficiencia cardiaca cuando un corazón no trabaja como debe ser.

La Corporación RAND, el mayor think tank del planeta, buscaba la manera de eliminar distorsionantes dinámicas de grupo cuando quería consultar sobre alguna materia a un nutrido panel de expertos. Estaba consciente de que pudiera ocurrir que un experto de voz estentórea, personalidad dominante y físico imponente dominase el discurrir de un grupo sin que necesariamente estuviera más en lo cierto que sus colegas.

Hay factores que determinan las escogencias candidaturales, y la mayoría de las veces enmascaran o impiden la expresión de talentos no convencionales. Stafford Beer decía: «Los hombres aceptables ya no son competentes, y los hombres competentes no son aceptables todavía». La determinación de estas escogencias ha sido inveteradamente prerrogativa cupular, y rara vez las cúpulas consienten en elegir a alguien que no forme parte de ellas. Es a las cúpulas, sobre todo, a las que va dirigida la admonición de Carlyle: «debe dárseles oportunidad». Hay que darle vestido a Cenicienta. LEA

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