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El pasado martes 22 de los corrientes tuve la suerte de asistir a una deliciosa velada que contó con la participación de la Dra. Magaly Villalobos, quien tuviera la gentileza de ofrecer a los circunstantes una presentación que, bajo el título de Caimanes del mismo caño, había ya expuesto en recientes jornadas profesionales de psicoanálisis.

Tal como entendí la exposición, su objeto fundamental era el de resaltar cómo es que los mitos son categorías operantes en el actual proceso político venezolano, y mostrar cómo es que no sólo un lado de la contienda emplea mitos como base o elementos de su discurso. De allí el juicio resumido en el nombre de la presentación: en ese aspecto serían los oponentes caimanes de un mismo caño.

Ya es conocido por los asistentes que la presentación suscitó significativas reacciones, algunas no exentas de emoción. Posteriormente, Rafael Arráiz Lucca nos ha regalado, por conducto del anfitrión original, un inteligente e informativo artículo, que echa en falta el que la transacción se hubiese conducido sin explícitas definiciones del término “mito”, y sugiere, con no poco tino, que de haberlo hecho nos hubiéramos comprendido todos mejor. Concurro con esa apreciación. Cada uno de nosotros recibió la presentación de Magaly desde su propia comprensión, desde su propia arquitectura conceptual, desde su particular Weltanschauung o concepción del mundo. Mientras estas estructuras receptoras no son mostradas, el acuerdo se hace muy difícil de obtener. Es esto lo que solicita atinadamente el elegante artículo de Rafael. Y comoquiera que intentaré contribuir a la discusión del planteamiento de Magaly, me veo en el deber, siguiendo su prescripción, de declarar cuál es mi propio punto de partida.

Me considero de formación occidental; por ende, racionalista. Esto es, creo firmemente que es la actividad científica la única que puede proveer garantía suficiente de certidumbre al conocimiento. Más aún, soy popperiano, en el sentido de comulgar con el criterio de demarcación de Karl Raimund Popper (Logik der Forschung, La Lógica del Descubrimiento Científico, 1934), su estipulación para deslindar los campos entre lo que es una afirmación científica y lo que no lo es. El mismo Popper se cuida de advertir que su criterio es tan sólo una proposición: “And my doubts increase when I remember that what is to be called a ‘science’ and who is to be called a ‘scientist ’must always remain a matter of convention or decision”. Y todavía más: “My criterion of demarcation will accordingly have to be regarded as a proposal for an agreement or convention. As to the suitability of any such convention opinions may differ; and a reasonable discussion of these questions is only possible between parties having some purpose in common. The choice of that purpose must, of course, be ultimately a matter of decision, going beyond rational argument”.

He aquí el criterio de demarcación de Popper en sus propias palabras o, más bien, en traducción de la versión inglesa al español: “Pero ciertamente admitiré un sistema como empírico o científico sólo si es capaz de ser probado por la experiencia. Estas consideraciones sugieren que no es la verificabilidad sino la refutabilidad de un sistema lo que debe tomarse como criterio de demarcación. En otras palabras: no requeriré de un sistema científico que sea capaz de ser señalado, de una vez por todas, en un sentido positivo; pero requeriré que su forma lógica sea tal que pueda ser señalado, por medio de pruebas empíricas, en un sentido negativo: debe ser posible para un sistema científico empírico ser refutado por la experiencia”.

Es decir, si ante un cierto discurso somos incapaces de formular un experimento cuyo resultado pudiera refutarlo, ese discurso no es científico, en criterio de Popper. Habiéndome sumado al partido popperiano, ése es igualmente mi criterio.

Acá es pertinente destacar que Popper consideraba que el psicoanálisis –así como el marxismo y la astrología– no es una ciencia. Me ahorro la escritura al reproducir de Internet las siguientes constataciones:

“Psychoanalysis is probably the psychological theory best known by the public. For example, laypersons are familiar with the term «anal retentive.» However, psychoanalysis is very controversial among psychologists. Some psychologists claim that psychoanalysis is good science, others that it is bad science, and still others that it is not science. Those who believe psychoanalysis is good science are perhaps the rarest group, and surprisingly not all psychoanalysts fall into this group. Rather, a fair number of psychoanalysts are willing to concede that psychoanalysis is not science, and that it was never meant to be science, but that it is rather more like a worldview that helps people see connections that they otherwise would miss.

Among those who believe that psychoanalysis is not science is the philosopher Karl Popper. Popper holds that the demarcation criterion that separates science from logic, myth, religion, metaphysics, etc. is that all scientific theories can be falsified by empirical tests–that is, a scientific theory rules out some class of events, and if one of those events occurs, then the theory is declared false. According to Popper, psychoanalysis does not meet the falsification criterion because it does not rule out any class of events. Because it explains everything, it explains nothing.

Adolf Grünbaum disagrees with Popper. Grünbaum believes that Freud meant his theory to be scientific, that he made falsifiable predictions, and that those predictions proved false. For example, Freud’s Master Proposition, also known as the Necessary Condition Thesis (NCT), is that ONLY psychoanalysis can produce a durable cure of a psychoneurosis (a mental illness caused by childhood trauma). This is a strong statement that could be falsified if, for example, another form of therapy such as behavior therapy cured someone of a neurosis, or even if spontaneous remission occurred. We now know that neurosis yields to both of these alternatives. Therefore, Grünbaum concludes that psychoanalysis, being false, is bad science”.

En alguna ocasión eché mano, para explicar el criterio popperiano, de un diálogo imaginario y algo procaz o, por lo menos, excesivamente gráfico. Si no como enfant entonces como vieux terrible reproduzco la gruesa parábola.

Una señora va a consulta con un psicoanalista, grandemente preocupada porque su hijo varón de ocho años es un inveterado comedor de moco. El analista escucha el planteamiento y responde con la mayor seguridad: “Señora, está claro que su hijo es presa del Complejo de Edipo, y comer moco es la forma de agredir a la figura paterna”. A lo que la señora replica: “¡Pero doctor! ¡Es que también el papá come moco como un desaforado!” Sin arredrarse, el psicoanalista sentencia con la misma seguridad de antes: “Señora, es clarísimo que su hijo intenta emular al padre, y por eso es que come moco”.

Es decir, no hay evidencia que pueda esgrimirse de manera de hallar en falta a un psicoanalista, como no la había ante un marxista. Cualquier cosa, cualquier contrargumento que uno adelantara era refutado desde una posición de superioridad que aseguraba que nuestras afirmaciones eran proferidas a partir de una “superestructura” burguesa y estábamos fritos. O el chingo o el sin nariz nos atrapaban sin remedio.

Para racionalistas como Rafael Clemente y yo una afirmación sólo puede adquirir mérito si es proferida de manera tal que pueda ser cotejada con la realidad, verificada o refutada por la experiencia directa. Y más de un caso se ha dado en la propia y más exigente ciencia, de postulaciones que son imposibles de someter a la experiencia. Es lo que se conoce en filosofía de la ciencia como un “inobservable”. Un caso clásico es el de la famosa “contracción de Lorentz-FitzGerald” en la física de fines del siglo XIX. El cuento es tan bonito que no resisto la tentación de relatarlo.

Una de las consecuencias de la noción de movimiento absoluto en la física de Newton era la noción del “éter”, hipotética sustancia que permitiría una referencia fija para medir contra ella los movimientos aparentes de los astros, todos—incluido el de la misma Tierra—obviamente relativos. Este planeta, como cualquier otro cuerpo celeste, debía sentir los efectos de un “viento del éter” al trasladarse en el seno de tal sustancia, del mismo modo que en un paraje sin ninguna brisa uno siente viento en la cara si se desplaza en un automóvil y saca el rostro afuera por la ventanilla. En el caso del éter, dado que se le postulaba igualmente como el medio en el que la luz era transmitida, el viento del éter se manifestaría en variaciones de la velocidad de la luz. Según lo implicado por la Philosophia Naturalis de Newton, uno debía medir una velocidad superior si la Tierra se acercaba a la fuente luminosa y una menor si se alejaba de ella.

Pues resulta que Albert Michelson (físico germano-americano) y Edward Morley (químico estadounidense) se propusieron realizar un cuidadoso experimento con la idea de detectar el famoso viento del éter y lo llevaron a cabo en 1887. Para esto se valieron de un interferómetro, un instrumento capaz de detectar la más mínima diferencia de velocidad entre haces de luz tendidos sobre direcciones diferentes. (En esencia un conjunto de espejos y semiespejos separaba un mismo haz en dos diferentes que recorrían exactamente la misma distancia pero en trayectorias que en un segmento eran perpendiculares entre sí).

Los pacientes Michelson y Morley repitieron el experimento una y otra vez. Lo hicieron en invierno y lo hicieron en verano, para medir el efecto desde posiciones dispares de la Tierra en el espacio. Una y otra vez.

Nada. Jamás pudieron detectar la más mínima discrepancia, en lo que se convirtió en el más famoso experimento de resultado nulo en la historia de la ciencia. No había viento del éter. La crisis se presentó en dimensiones dramáticas, pues el resultado nulo amenazaba con socavar irremisiblemente las bases fundamentales del edificio newtoniano, situación que, se comprenderá, produjo gran desasosiego en los físicos de la época.

Al rescate del genio inglés vino dos años más tarde el físico irlandés George FitzGerald y luego, independientemente, el físico holandés Hendrik Lorentz. Ambos postularon que no se había detectado el viento del éter porque los cuerpos tendrían la propiedad de contraer su dimensión en la dirección de su movimiento. La luz sí llegaría con más velocidad en la dirección del movimiento de la Tierra, pero como ésta acortaba su diámetro en esa dirección la luz tardaría más en alcanzar su superficie. Lorentz y FitzGerald ajustaron sus ecuaciones justamente para que pudiera explicarse de ese modo el resultado nulo del experimento de Michelson-Morley.

Ajá. La ciencia empírica exige que sus postulados sean verificables por la experiencia. Justamente eso era lo que habían hecho en 1887 Michelson y Morley, mientras que lo pretendido por FitzGerald y Lorentz no pasaba de ser una fórmula matemática en papel, muy elegante en su forma y muy eficaz para la salvación de la física de Newton, pero ¿cómo podía comprobarse que la postulada contracción existía en verdad?

Muy fácil. Al menos podía concebirse en principio un modo de verificar la cosa empíricamente. Bastaría construir una regla del tamaño del diámetro terrestre y medir con ella el acortamiento. Poco se tardó en concluir que tal procedimiento sería inútil, puesto que para realizar tal operación la regla tendría que acompañar a la Tierra en su tránsito por los cielos, y siendo un cuerpo físico tanto como ella, también sufriría la contracción de Lorentz-Fitzgerald exactamente en la misma proporción y por consiguiente jamás registraría una diferencia. La única solución entrevista no conducía a nada. Tendría que venir Einstein a poner las cosas en su sitio, pero eso es un cuento distinto. (Baste apuntar que el trabajo de Lorentz y FitzGerald no fue todo en vano. Un término específico de su ecuación fue empleado por Einstein en sus ecuaciones de la relatividad especial que, agarrando el toro por los cachos, empleó como axioma la idea de que la velocidad de la luz es una constante, independientemente del grado de movimiento de las fuentes luminosas).

En The ABC of Relativity Bertrand Russell pone de relieve el absurdo científico de la solución de FitzGerald y Lorentz con ayuda de una estrofa de la canción del Caballero Blanco (en A través del Espejo por Lewis Carroll, el autor de Alicia en el País de las Maravillas):

But I was thinking of a plan

To dye one’s whiskers green

And always use so large a fan

That they could not be seen.

En resumen, quienes sostenemos una postura racionalista no aceptamos como conocimiento válido lo que venga formulado de manera tal que no pueda en principio ser verificado o refutado por la experiencia, así venga en elegante empaque de impecable matemática. De quien postule grandilocuentemente una tesis con pretensiones de verdad, exigiremos una comprobación empírica. Si no se nos la ofrece, tenderemos a despreciar la tesis en cuestión, aunque ésta sea proferida por la mayor y más prestigiosa de las autoridades. Relegaremos tal pretensión a la categoría de pseudociencia o, en algunos casos, la entenderemos como un caso de pensamiento mágico mientras sólo nos convencerá aquello que llamamos pensamiento lógico o científico.

……..

Lo anterior no equivale a desconocer que existen los mitos, y que tal existencia pueda ser estudiada por la ciencia. Es un hecho empíricamente observable que los mitos existen, que alguna vez fueron inventados, que son comunicados con el paso de las generaciones.

Mircea Eliade (1907-1986), por señalar un caso notable, fue un incansable estudioso de lo mítico. (El mito del eterno retorno). Adiestrado como filósofo, y por tanto amigo del rigor en el pensamiento, el rumano hizo historia y antropología de los mitos. El análisis de la religión que hace Eliade toma como campo aquello que es objeto de adoración dentro de las más variadas civilizaciones. Lo “sagrado” es entonces una fuente de poder y significación que se manifiesta en los mitos, los símbolos y los rituales. Sea que creamos en ellos o no, existen y funcionan.

Como nos indicó Magaly, la principal función de los mitos es proveer una explicación para las inmemoriales interrogantes fundamentales de la existencia humana; qué sentido tiene esa existencia, para qué y por qué existimos. Por esto muchos de los mitos son cosmogónicos. Cómo se formaron el universo, los astros, la Tierra. Por qué los cuerpos celestes se desplazan, por qué brillan, por qué cae agua del cielo.

Y el método básico de los mitificadores es analógico, el descubrimiento de semejanzas, proximidades o analogías. (Cf. Michel Foucault, Las palabras y las cosas). Impedidos de un conocimiento físico moderno, los fabricantes de mitos creían entrever similitudes sobre las que basaban toda una cosmogonía. Así, por ejemplo, las estrellas que arbitrariamente llamamos la constelación de Orión las entendemos como puntos del juego infantil sobre el que un lápiz traza un contorno y obtiene una figura, el de un cazador adornado por tres brillantes gemas en su cinturón, que tiempla un arco cuya flecha apunta a la cabeza de un toro, Tauro, en la constelación del mismo nombre. Orión es un cazador, de cuyo asedio ningún animal puede escapar, salvo el diminuto y modesto alacrán, el único que puede vencerle. Por esto, cuando Escorpio emerge del horizonte de Oriente, Orión se oculta temeroso por Occidente. ¿Necesitamos más comprobación?

Que construcciones tales hayan sido ampliamente sostenidas por los hombres antiguos, en particular si están revestidas de un poderoso lenguaje poético, es harto explicable. Daban sentido a las cosas, y el alma acosada por las incertidumbres fundamentales podía descansar en la certeza. Pero que a estas alturas del desarrollo mental humano se ofrezcan explicaciones de tal naturaleza es algo que repugna a la psiquis occidental, percatada como está de su falsedad.

En mi caso particular no entendí de la presentación de Magaly que ella nos estuviese vendiendo ningún mito en particular, aunque tal vez sí la idea de que algún mito es necesario. Aquí la llamada de atención de Rafael Clemente viene muy al caso. Si queremos llamar “mito” a la cosmología relativista, porque hace la misma función que el Popol Vuh cumpliera para los mayas, entonces Magaly tiene razón en cuanto a la necesidad. Pero otros entendemos tal cosa como ciencia, porque su método—a pesar de que Einstein y Dirac admitieran poseer una brújula estética a la hora de preferir una ecuación sobre otra—no es poético, no es metafórico, a menos que, estirando los conceptos, decidamos declarar que la matemática no es otra cosa que una enorme y compleja metáfora.

No; los racionalistas nos negamos a eso, y para nosotros la inconsistencia, profusamente presente en los mitos, es absolutamente intolerable.

De nuevo, esto no hay que entenderlo como imposibilidad de discutir sensata y racionalmente cuestiones que están habitualmente fuera del ámbito de la ciencia y, más todavía, que no sea posible fincar en la ciencia—la de verdad, no la de la “cientología” o la de la lucrativa superstición de Deepak Chopra—y a partir de sus datos una reflexión disciplinada, rigurosa e implacable sobre temas trascendentes. En diciembre de 1990, y en el contexto de una discusión sobre la educación superior no vocacional preferible, aproximaba el tema de la forma siguiente:

El metauniverso

Un paseo por los temas precedentes, independientemente de la profun­didad conque se emprenda, habrá dejado de lado las acuciantes preguntas fi­nales que habitualmente son el pre­dio de la filosofía y la teología. Conside­raríamos fundamentalmente incompleto un programa de educación superior que las eludiese intencionalmente.

Sería sorprendente que la turbulencia detectada, a fines del siglo XX, en prácticamente toda parcela del conocimiento de la humanidad, estuviera ausente de cuestiones tales como el sentido del mundo y el significado úl­timo de la existencia humana. Es cada vez más frecuente encontrar, por otra parte, en los diagnósticos que intentan establecer las causas de la erosión ins­ti­tucional y la patología de la conducta societal, una referencia a una crisis de los valores. Sería igualmente sorprendente que la solución a esta mentada cri­sis de los valores, a diferencia de la orientación futurista que hemos empren­dido en relación con los tópicos previos, fuese a encon­trarse en una vuelta a imágenes que fueron funcionales en un pasado.

Pero no se trataría en un programa como el que esbozamos de vender una filosofía, una teología o una religión particulares. Se trataría, en cambio, de afrontar decididamente la temá­tica, de explorarla en conjunto, de discu­tirla. Por fortuna, también en este territorio es posible echar mano de textos útiles para una deliberación informada sobre el tema.

En primer lugar, es nuestra decidida recomendación la lectura de “El Fenómeno Hu­mano”, del jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin. Como él mismo se cuida de dejar cla­ramente asentado en su introducción a esa obra, su punto de partida no es místico o teológico. Su perspectiva es feno­menológica, basada sobre su experiencia directa como paleontólogo. Y a pe­sar de que ese importante texto se encuentre desactualizado en más de un dato desde el punto de vista de la empírica paleontológica, su esquema de con­junto continúa siendo un sugestivo y estimulante discurso sobre el sentido del universo.

En una vena diferente están las ideas de Edward Fredkin, profesor de ciencias de la com­putación en el Instituto Tecnológico de Massachussetts. Fredkin no ha escrito libros, pero sus ideas sobre el universo, expuestas en va­rios cursos que dicta en el instituto mencionado, han sido recogidas en otras obras, entre otras, en Three Scientists and Their Gods: Looking for Meaning in an Age of Information, escrita por Robert Wright.

Fredkin postula que el universo es semejante a una computadora colosal en la que corre un programa diseñado para responder a una pregunta de Dios. Reporta Wright: “Pero entre más charlamos, Fredkin se acerca más a las impli­caciones religiosas que está tratando de evitar. «Me pa­rece que lo que estoy di­ciendo es que no tengo ninguna creencia religiosa. No sé qué hay o qué podría ser. Pero sí puedo afirmar que, en mi opinión, es probable que este universo en parti­cular sea una consecuencia de algo que yo llamaría inteligencia.» ¿Significa esto que hay algo por ahí que quisiera obtener la respuesta a una pregunta? «Sí» ¿Algo que inició el universo para ver que pasaría? «En cierta forma, sí.»”

La visión de Fredkin es una nueva versión de las ya frecuentes identifi­caciones o corres­pondencias entre lo físico y lo informático. Todavía es al menos una curiosidad insólita, si no un misterio más profundo, que la forma matemática de la ecuación de la entropía térmica sea exactamente la misma de la ecuación fundamental de la teoría de la información, formulada por Claude Shannon en los años cuarenta de este siglo. La computadora cósmica de Fredkin tendría que operar, entre otras cosas, dentro de algoritmos fracta­les que generarían con el tiempo el “caos” del universo observable.

Dios sería entonces, y entre otras cosas, una memoria infinita, un “RAM” inagotable que preservaría, en estado de información completa, el origen y el acontecer del cosmos.

Parece ser una experiencia reiterada de la ciencia el toparse, en el lí­mite de sus especula­ciones más abstractas, con el problema de Dios. Puede que sea un importantísimo subproducto de la actividad científica moderna el de proporcionar imágenes para la meditación sobre un Dios al que ya resulta difícil imaginar bajo la forma de un ojo en una nube o una zarza ar­diendo. Un Dios informático para una Era de la Información.

Otras intuiciones pertinentes nos vienen, como de contrabando, junto con el tema de “los otros”, la presencia de otros seres inteligentes en el uni­verso. Los astrofísicos consideran muy se­riamente la posibilidad de vida in­teligente extraterrena. En realidad, dado el gigantesco nú­mero de estrellas y galaxias, contadas por centenares de millones, la hipótesis de que estamos so­los en el cosmos resulta ser, decididamente, una conjetura presuntuosa.

Hasta ahora no hay resultado positivo de los incipientes intentos por es­tablecer comunica­ción con seres extraterrestres, a pesar de la seriedad cientí­fica de tales intentos. (Por ejemplo, el proyecto OZMA, que incluyó la transmisión hacia el espacio exterior de información desde el gran radiote­lescopio de Arecibo, en Puerto Rico, en códigos que se supone fácilmente desci­frables por una inteligencia “normal”.)

¿Qué consecuencias podría esto tener para, digamos, el paradigma cris­tiano, hasta cierto punto asentado sobre una noción de unicidad del género humano en el universo? Aun antes de cualquier contacto del “tercer tipo”, la mera posibilidad del encuentro ejerce presión sobre los postulados actuales de al menos algunas –las más “personalizadas”– entre las religiones terres­tres.

En otra dirección, ¿qué alteraciones impensadas podrían producirse en el sentimiento trascendental y religioso del hombre si efectivamente se lle­gara a construir “inteligencias arti­ficiales” operacionalmente indistinguibles de la de un ser humano? ¿Qué nuevas nociones éticas, qué nuevas figuras de de­recho requeriría un hecho tal? ¿Tal vez una bula pontificia que declare –como en Short circuit II, la película reciente– la “humanidad” de estos seres sintéticos? ¿Sería admisible su esclavización? ¿Es la especie humana la última fase de la evolución biológica, o será una nueva especie una combinación de metales y cerámicas que hayamos programado con inteligencia y con capacidad de au­torreproducción?

O, una reflexión ulterior y mucho más radical, sugerida por la hasta hace nada impensa­ble capacidad de alteración artificial del material gené­tico. Nuestra idea firmemente acen­drada es la de que habitamos un ambiente cósmico que obedece a unas leyes inmutables. ¿No habrá allá, en un remoto futuro de la humanidad, así como hoy alteramos a voluntad “las leyes de la vida”, la posibilidad de que modifiquemos incluso las leyes de la física, de que variemos la magnitud de una constante universal, y con ello alteremos el propio tejido del universo o demos origen, más aún, a un universo completa­mente nuevo?

Son cuestiones todas éstas que estimamos saludablemente planteables a inteligencias en procura de una educación superior.

No creo que nada de lo que antecede haya sido contradicho por los planteamientos de Magaly, y quiero suponer que su educada cabeza daría la bienvenida a una construcción racional de una imagen moderna de lo divino, una suerte de “subteología”. (Término que propongo para no entrar en pelea con jesuitas o dominicos pugnaces).

Pero sí creo que podemos reclamar a los psicoanalistas en general, y a los jungianos en particular, una tendencia a procurarse explicaciones que hacen caso omiso de las reglas de Popper, una preferencia por lo “oculto”, lo iniciático, lo cabalístico o arcano.

Ante sus construcciones es usualmente imposible discutir con rigor. Si Jung dice que existe un “inconsciente colectivo”, a pesar de que nadie haya sabido precisar su ubicación, no es posible construir una refutación popperiana, puesto que ningún experimento corroborador o refutador es concebible.

Claro que uno puede considerar que la noción de “inconsciente colectivo” es una suerte de etiqueta terminológica conveniente, shorthand práctico al mismo nivel de ideas como las de Abraham Kardiner, que en una cierta psicología social sostiene que hay una “personalidad básica de las culturas”. (Algo así como explicar por qué los argentinos “son como son”). Si se entiende el asunto de este modo entonces no hay mucho motivo para la discrepancia. Es obvio que la esvástica no fue inventada por los nazis, y que ese símbolo es mucho más antiguo y que se le encuentra también entre los vascos, a quienes no se emparienta con los indios o los armenios neolíticos. Es perfectamente posible una paleontología y una filogenia de los símbolos. Esto es una cosa y otra es construir una summa de numerosos tomos fundada sobre inasibles e inverificables nociones y pretender que tal cosa sea tenida por ciencia.

Por otra parte, al mero nivel estilístico uno distingue en el discurso de muchos psicoanalistas, principalmente los jungianos, el uso de una jerga incomprensible por el común de los mortales. La ignorancia del léxico induce en más de un alma ingenua la reverencia por una oscuridad que se postula idéntica a una profundidad del conocimiento. En los casos más graves los no iniciados somos tratados con condescendencia y a veces hasta con desprecio.

Una de las claves del desarrollo científico ha sido justamente la comunicabilidad de la ciencia. El que el descubrimiento fuera comunicado pública y libremente para que los experimentos que le dieron origen fuesen reproducibles. De manera que revestir una pretendida ciencia de léxico esotérico es costumbre negadora de lo que precisamente es condición para el progreso del conocimiento humano. Toda buena ciencia es ciencia diáfana.

………

Dicho todo esto, hay que apuntar otra posible fuente de disensión. Esta surge de entender lo formulado por Magaly como si tratara de una descripción exhaustiva, totalizante, como caricatura de una realidad mítico-política sólo compuesta por los caimanes que describe. No me siento representado por ninguno de los tipos polares de caimán que Magaly identifica, tal vez porque nunca hice caso de la asquerosa manipulación de Juan Fernández con estampitas de la virgen católica, que alguna vez blandió en gesto parecido a los de Chávez cuando pela por el infaltable ejemplar de bolsillo, azul, de la “bicha”.

Pero esto me lleva a reconocer un gran valor en el trabajo de Magaly: que dijo dos grandes verdades. Primera, que nuestro actual conflicto político no puede ser entendido solamente en términos de una lucha de poder, ni siquiera como expresión de una egoísta satisfacción de intereses, ni como mera manifestación de una lucha de clases, puesto que tiene una dimensión mítica y simbólica que incide de modo efectivo sobre la psicología de los venezolanos. Bolívar, que ya estaba mitificado, ha sido exacerbado hasta la náusea.

Pero también la virgen ha entrado en liza, y el difunto—QEPD—cardenal Velasco sugirió un domingo en la Catedral de Caracas que los letales deslaves de diciembre de 1999 habían sido un castigo divino a la soberbia presidencial. En su oportunidad le supliqué en artículo de prensa que nos propusiese un dios menos estúpido.

Hubo quien hiciera genealogía coromotana para asegurar que un indio crucial en la aparición de la patrona respondía al nombre de Juan Fernández, homónimo del propagandista de la “red de energía positiva”, y ahora circula por los emilios que el 15 de agosto es la mejor fecha para el referendo revocatorio, ya que es asimismo el día de la Asunción de Nuestra Señora.

De modo que Magaly tiene razón también con esa segunda verdad de la simetría en lo mítico, y hay gente que cree que Chávez no es Florentino sino el Diablo y confiere estatura mítica al muy natural y explicable y conveniente fenómeno social del mercado.

Sería demasiado sencillo explicar la agresividad chavista como producto exclusivo de la envidia y el resentimiento social. De “este lado”, en “ese caño”, hay igualmente una percepción recíproca y despreciativa. En una prestigiosa peña capitalina—Caracas Country Club—Julio Andrés Borges aseguraba, ante incómoda pregunta por el crecimiento de su partido, que la organización captaba incesantemente adeptos, incluso de las filas del chavismo, y aludió a recientes actos de juramentación de nuevos militantes de Primero Justicia que antes lo fueron del Movimiento Quinta República. Una habitué de la peña observó: “Sí, yo sé a qué te refieres. Yo estuve en el de La Guaira ¡pero ahí lo que había era un negrero!” De modo que en parte el asunto no es avaricia desposeída, sino reacción al estímulo del desprecio social, el mismo que cuando Caldera fue electo por primera vez declaró: “Por fin llegó la gente decente al poder y vamos a poder salir de ese negraje adeco”.

El fenómeno no es inédito. Hace no mucho pude escribir: “Marx  es hijo de Hegel, pues éste fue quien enseñó al primero la dinámica del conflicto. Y fue Hegel quien observara que en el más enconado conflicto, que en la lucha por la existencia, los enemigos terminaban siendo muy parecidos. Hugo Chávez presidió ayer un acto en el que su hermano Adán decía cosas que fueron recibidas con el grito ¡mentiras! El alcalde Bernal contenía a duras penas su azoramiento y consagraba el procedimiento digital, el uso del dedo en la designación de unos dirigentes del MVR, que era precisamente lo protestado. Procedimiento éste que se censuraba de la ‘cuarta república’. ¡Qué parecidas son la cuarta y la quinta!”

Así que logro ver lo certero de las observaciones de Magaly al respecto. Lo que rechazo es el simplismo que pareciera desprenderse de su esquema, pues en su taxonomía no cabrían los “Ni-Ni” y todos seríamos o Alligator chavensis o Alligator escualidus.

No, amiga, no me cuente usted como habitante de ese caño. Habito otro distinto, al que habrá que ponerle nombre, porque “Ni-Ni” es designación despectiva y alienada, referida no a nuestra propia sustantividad sino a algo que está fuera de nosotros. Es un problema por resolver: ponerle nombre a lo que somos, a lo que buscamos.

Algunos—William Ury—lo llaman el tercer lado. Otros—José Antonio Gil—creen que se trata de un “a mitad de camino”, un promedio entre extremos.

En realidad es una cosa situada en otro plano, y el verdadero modo de lograr la superación de Chávez es más una superposición que una oposición. Pero esto, una vez más, es problema para otra discusión.

Mas, dirá Magaly, “sólo pretendí mostrar realidades, y sacar punta a los extremos para causar impacto y estimular una toma de conciencia”. Así estaría aplicando método maoísta, pues fue el Gran Timonel quien, en ulterior desarrollo práctico de la dialéctica marxista, recomendaba la “agudización de las contradicciones” en el seno de la sociedad como forma de reventar en lucha y lograr el triunfo definitivo del proletariado. Es en este sentido que también Magaly nos ha propuesto su propio mito: el mito de los caimanes del mismo caño.

A fin de cuentas, agradezco el acicate de Magaly y tolero la concepción jungiana que jamás podré compartir. Los hitos miliares del pensamiento del siglo XX fueron los que nos enrostraron nuestros límites. Wittgenstein, que en su Tractatus Logico-Philosophicus quiso determinar los límites del pensamiento; Heisenberg, que halló la incertidumbre en el fondo de la física; Gödel, que desenterró lo incompleto y lo inconsistente del corazón mismo de la matemática; Feigenbaum, y tantos otros que dieron función sorprendente al caos impredecible a partir de sistemas deterministas. Es una historia de sobriedad, una lección de humildad. Es por esto que el más racionalista de los científicos no debe negarse al diálogo con lo mítico o a la lectura de Jung. En su complejidad—si no una ciencia al menos una poética científica—una admirable obra intelectual se despliega y construye haces, más bien threads, de relaciones sugerentes. Y es que Jung ha formulado una visión del mundo que nos ayuda a ver conexiones que de otro modo se nos escaparían, a worldview that helps people see connections that they otherwise would miss. Es decir, el psicoanálisis jungiano como herramienta heurística, propia para el descubrimiento o la invención. LEA

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