Fichero

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No puede caber duda de que Napoleón Bonaparte fue una importante fuerza civilizatoria. Muchas de sus instituciones—la codificación del derecho, por ejemplo—perduran hasta nuestros días. Pero como político fue implacable cultor de una aproximación de Realpolitik. George Bernard Shaw retrató su cinismo fundamental en una escueta pieza teatral: «El hombre de destino». En un momento de su diálogo con una fascinante dama Napoleón le instruye:

«Hay tres clases de gente en el mundo: los de abajo, los del medio, y la gente elevada. La gente baja y la gente elevada se parecen en una cosa: no poseen escrúpulos, no poseen moralidad. Los de abajo están debajo de la moral; los elevados por encima. No temo a ninguno de los dos; pues los de abajo son inescrupulosos sin conocimiento, y así hacen de mí un ídolo, mientras que los elevados son inescrupulosos sin propósito, y así caen bajo mi voluntad. Mira bien: caeré sobre las masas y las cortes de Europa como el arado cae sobre un campo. Es la gente del medio la que es peligrosa: ella tiene tanto conocimiento como propósito. Pero esta gente también tiene su punto débil. Está llena de escrúpulos, encadenada de manos y pies por su moralidad y su respetabilidad».

El texto escogido para esta Ficha Semanal de doctorpolítico está tomado de la extraordinaria historia general de Europa por el trío de Jerome Blum, Rondo Cameron y Thomas G. Barnes: The European World: A History, y corresponde al fragmento final (El Legado Napoleónico) del capítulo La Era Napoleónica.

El juicio sumario de los autores registra cómo incluso los más ilustrados y capaces déspotas concluyen en fracaso y anulación. Charles-Maurice de Talleyrand-Perigord, quien en sí mismo fuese tal vez el más extraordinario caso de supervivencia política de toda la historia—sirvió a la república de la Revolución Francesa, a Napoleón, a la restauración borbónica que le sucedió a su caída y a Louis-Philippe—adelantó en sus Mémoires una causa principal de su ocaso: «Napoleón es el primero y el único entre los hombres que hubiera podido dar a Europa el equilibrio que en vano había buscado por muchos siglos, y que hoy en día está más lejano que nunca… Con este equilibrio real Napoleón hubiera podido dar a los pueblos de Europa una organización conforme a la verdadera ley moral… Napoleón pudo haber hecho estas cosas, pero no las hizo. Si las hubiese hecho la gratitud le hubiera erigido estatuas en todas partes… En lugar de esto la posteridad dirá de él: ese hombre fue dotado con una muy grande fuerza intelectual, pero no llegó a entender la verdadera gloria. Su fuerza moral era demasiado pequeña o enteramente inexistente. No pudo soportar la prosperidad con moderación ni el infortunio con dignidad; y es porque careció de fuerza moral que trajo consigo la ruina de Europa y de sí mismo».

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El legado napoleónico

El 5 de mayo de 1821 era el trigésimo segundo aniversario de la convención de los Estados Generales en Versalles. El hombre que murió ese día en Santa Helena había sido un subalterno en servicio de guardia en la vieja fortaleza del pueblo de Auxonne, en Francia oriental, treinta y dos años antes, cuando comenzara la Revolución Francesa. Él había acabado con la Revolución, pero en dos puntos importantes ella también le había dado alcance para acabar con él.

Los ingleses, que habían tenido su revolución un siglo y medio antes, veían en la Revolución Francesa la reencarnación del demonio. Su implacable enemistad con Napoleón Bonaparte tuvo una amargura particular porque parecía representar esa Revolución en marcha. Más que cualquiera otra causa, fue la incesante persecución de los ingleses contra Napoleón lo que lo venció.

El otro factor con el que la Revolución Francesa acabó con Napoleón fue el nacionalismo que desató por toda Europa continental. El fervor patriótico fue el artículo más exportable del credo revolucionario. El jacobinismo, el republicanismo, aun la libertad y la igualdad, tuvieron importancia variable para las condiciones y aspiraciones de alemanes, italianos, rusos, polacos, holandeses, belgas, españoles y portugueses. Pero el nacionalismo patriótico tenía un atractivo universal. Los alemanes de estados que habían sido archirivales durante siglos combatieron codo a codo en la Batalla de las Naciones como alemanes. Los enemigos de Napoleón, los déspotas tanto como los demócratas, reunieron a sus compatriotas para oponérsele y vencerlo apelando al espíritu nacional.

Aun cuando resulta imposible separar el impacto de la Revolución Francesa de Napoleón—a fin de cuentas él había empleado los eslóganes de la Revolución y a veces sus doctrinas como armas de guerra y herramientas para la construcción de su imperio—su propia contribución fue evidente en cuatro campos. En primer término, el Gran Imperio había erigido en Alemania e Italia, aunque fuese sólo por unos pocos años, entidades unificadas a partir de los trescientos y pico de principados de Alemania y la docena de estados en Italia. A estos pueblos históricamente divididos se les ofreció una visión de unidad que en el futuro se convertiría en realidad para ambos.

En segundo lugar, los ejércitos de Napoleón, antes que los revolucionarios locales, depusieron el privilegio dentro de los confines del Gran Imperio. A pesar de su poca profundidad en la práctica, el espectáculo de un conquistador que estableciera el gobierno representativo, la igualdad ante la ley, la libertad individual y la libertad religiosa, le dio a pueblos que no estaban acostumbrados a tales cosas una experiencia fugaz de un orden nuevo y mejor. Napoleón plantó las semillas de las aspiraciones de gobierno representativo y constituciones liberales, y dio a las clases medias de Europa un momento de invalorable liberación de la arrogante represión del privilegio.

En tercer término, la era napoleónica imprimió sobre Francia una leyenda de gloria y grandeza que desde entonces ha afectado a la vida política francesa. Aunque mucho de la leyenda se estableció con el exilio de Napoleón, sus rasgos esenciales eran otro asunto; por más que fuera efímero, el Gran Imperio no era una quimera. A pocos años de su caída los franceses habían olvidado el pesado drenaje de hombres y riquezas que fueron el precio de sus victorias y sólo recordaban la grandeza de sus conquistas.

Finalmente, Napoleón Bonaparte enseñó a todo líder autoritario la esencia de la dictadura: la propaganda, una eficaz e inexorable policía secreta que formaba un Estado dentro del Estado, el empleo de dispositivos democráticos tales como el plebiscito para reunir apoyo popular del régimen, la burocratización estatal de instituciones críticas como la educación y la religión a fin de convertirlas en instrumentos de adoctrinamiento, y el valor de las aventuras foráneas para hacer tolerable la represión doméstica. Napoleón no originó ninguna de estas herramientas del autoritarismo; su contribución fue la de entretejerlas en instrumento del moderno Estado autoritario y demostrar cuán eficaz podía ser ese instrumento en su interior.

La última palabra la tiene Napoleón Bonaparte. En 1813 resumía para Metternich sus comienzos y el final que quería para sí en tanto soberano. Perfectamente consciente de cuán incierto era su futuro, y de cuán delgado era su asimiento en la lealtad de su pueblo, le dijo a Metternich: «Sabré cómo morir, pero nunca ceder una pulgada de territorio. Vuestros soberanos, que nacieron en el trono, pueden ser veinte veces vencidos y todavía regresar a sus capitales. Yo no puedo. Porque yo llegué al poder a través del campamento».

Jerome Blum, Rondo Cameron y Thomas G. Barnes

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