Era el mes de septiembre de 1996. Después de sufrir larga reclusión domiciliaria por sentencia de un tribunal a causa de algunos de sus delitos contra la cosa pública, el único presidente venezolano que ha debido dejar el poder por delincuente, Carlos Andrés Pérez, había salido a la calle en libertad. Y de esa salida a la libertad los medios habían hecho un despliegue desproporcionado y en gran medida construido.
Entre sus primeros actos, luego de la liberación, estuvo su «reinscripción» en Acción Democrática, el partido que lo expulsó por corrupto, en una perdida seccional cercana a Rubio, su pueblo natal. En esa zona, bien controlada por los manejos de su lugarteniente de entonces, Héctor Alonso López, había decidido recomenzar su «aporte» a la política venezolana, en ese territorio en el que una solícita Cecilia Matos le había construido un museo y algún escultor complaciente había perpetrado el sacrilegio de modelar a Bolívar sobre su rostro. (Hasta en este delirio Chávez tuvo quien se le adelantase).
Luego escenificó una rueda de prensa en sus oficinas de la Torre Las Delicias. No más de cincuenta personas corearon su nombre a las afueras del edificio. En cambio, la valentía de María Isabel Párraga le hizo retroceder y contradecirse cuando le puso ante los ojos, delante de todos los reporteros, una copia fotostática de alguno de sus mancomunados enredos. El fotógrafo de El Nacional registró para la posteridad el gesto vade retro de Pérez, mientras negaba una fecha o una cantidad ante la mirada conminatoria de la periodista. De nada le valió la pretendida resurrección y la búsqueda de un protagonismo que ya no tenía, y que sólo sus más íntimos aduladores y oportunistas como Henrique Salas Roemer—que había explícitamente procurado el apoyo político del vergonzante ex presidente a raíz de su salida en libertad—estaban dispuestos a reconocerle.
Para esa época escribíamos: «Los profesionales de la comunicación social, los dueños de los medios de esta comunicación, tienen un deber insoslayable ante el país: el de reducir a Carlos Andrés Pérez a su verdadera dimensión de agitador en decadencia. No es un ejercicio serio del periodismo la reciente amplificación y destacada cobertura de sus pendencieras apariciones, no es para nada útil concederle la primera plana, en fácil y amarillista solución de sus problemas de redacción interesante. Que no se convierta en ritual periodístico la entrevista cotidiana o semanal al agitador de Rubio, el principal responsable del espantoso estado de la República, como si se tratase, en cambio, de alguien que pudiera decirnos algo útil e importante para la vida de la Nación».
Recordamos estas cosas cuando el pasado domingo 25 de los corrientes el diario El Nacional estimó que sus lectores debíamos calarnos una página de entrevista al pernicioso personaje, y teníamos que soportar su grosera advertencia: que el gobierno de Chávez sólo cesaría mediante la aplicación de violencia en su contra y que él, Carlos Andrés Pérez, estaba personalmente involucrado en una conspiración que la ejercería.
En el fondo no importa dilucidar si fue el periódico quien fue tras el declarante o éste quien hizo valer algunas relaciones de indudable influencia sobre el rotativo. Lo cierto es que la entrevista no obedeció a una decisión editorial que considerase importante tomar la opinión de ex presidentes en torno a la posible cesantía del actual ocupante de Miraflores. El Nacional no ha anunciado una serie de entrevistas a Rafael Caldera, Luis Herrera Campíns, Jaime Lusinchi y Ramón Velásquez, nuestros restantes ex presidentes vivos. La entrevista fue un proyecto único, una sola intención del rotativo.
¿Qué busca El Nacional? ¿Qué busca o qué sabe Miguel Henrique Otero? ¿Qué buscan o qué saben las personas más influyentes en el diario de Puerto Escondido? ¿Qué es lo que tienen escondido?
Hemos escuchado que el asunto estuvo concebido como divertimento con la intención de irritar a Hugo Chávez, de preocuparlo o asustarlo. Si esto fuera así se trataría de enorme irresponsabilidad—dado que nadie puede garantizar cómo reaccionaría ante semejante acicate la psicopática personalidad del actual presidente—tanta irresponsabilidad como la de molestar a un gorila rodeado de gente por pura diversión.
Claro que desde cierto punto de vista Pérez y Chávez están indisolublemente unidos. A fin de cuentas, el segundo se levantó en armas contra el primero. Después de que Rafael Caldera pusiera en libertad a los conspiradores de 1992, Hugo Chávez declaró a la revista Newsweek que el artículo 250 de la Constitución de 1961 le obligaba a rebelarse. Lo que aquel artículo 250 estipulaba era que en caso de inobservancia de la Constitución por acto de fuerza, o de su derogación por medios distintos de los que supuestamente ella misma disponía—nunca dispuso ninguno—todo ciudadano, investido o no de autoridad, tendría el deber de procurar su restablecimiento.
Pero con todo lo que podíamos censurar a Pérez en 1992, y aun cuando la mayoría de los venezolanos estaba convencida de que lo más sano para el país era su salida de Miraflores y La Casona, ni Pérez había dejado de observar la Constitución en acto de fuerza ni la había derogado por medio alguno. Todas las cosas que le eran censurables a Pérez tenían rango subconstitucional.
Ni siquiera era un posible fundamento de Visconti, Arias Cárdenas, Chávez, etcétera, aquella disposición sobre el derecho a la rebelión recogida en la Declaración de Derechos de Virginia (12 de junio de 1776): « cuando cualquier gobierno resultare inadecuado o contrario a estos propósitos—el beneficio común y la protección y la seguridad del pueblo—una mayoría de la comunidad tendrá un derecho indubitable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, del modo como sea más conducente a la prosperidad pública». La norma de Virginia exige como sujeto de la acción una mayoría de la comunidad, y ni los oficiales sublevados representaban una mayoría de la comunidad ni una mayoría de ésta admitía un golpe de Estado como deseable. Era por esto que lo correcto desde el punto de vista legal hubiera sido que los golpistas de 1992 hubieran purgado la condena exacta que las leyes preveían en materia de rebelión.
Siendo esto verdad, y encontrando explicable que Carlos Andrés Pérez aún pudiera estar ardido por los vaporones que Chávez le hizo pasar, lo que no encuentra explicación es la entrevista de El Nacional del pasado domingo, rayana en el delito de incitación a delinquir.
Y es que además la entrevista es políticamente estúpida, pues lo que hace es darle la razón al adversario: dar pie a Chávez, a un fácilmente desgañitado José Vicente Rangel, a un obsecuente García Carneiro, para que pretendan vulnerar el ejercicio democrático del 15 de agosto bajo el pretexto de que «la oposición» procura un nuevo golpe o un «efecto Madrid», según la docta expresión del Vicepresidente. Por fortuna, la mayoría de los dirigentes conspicuos de la oposición pusieron rápidamente distancia entre su opinión y la de Pérez.
Hace ya mucho tiempo que Carlos Andrés Pérez no hace un favor al país. Lo último que ha hecho, sobre alfombra roja tendida inexplicablemente por El Nacional, es lo más inoportuno y pernicioso que ha salido de su hocicada boca.
La infeliz iniciativa de El Nacional debiera servir para que comprenda que lo que tiene que hacer es justamente lo contrario de lo que hizo. Que es preciso demostrarle a Pérez que su incontrolada lengua no tiene ya vigencia en Venezuela. Que su figura pertenece a un pasado que preferimos olvidar. Que un mínimo de decencia le exigiría que callara la boca y desapareciera en las norteñas latitudes que habita, a fin de que pueda ocuparse, en el ocaso de su vida, de sus mancomunados intereses.
LEA
intercambios