Fichero

LEA, por favor

Hace ya 33 años que Bob Woodward forma parte del cuerpo editorial del muy influyente periódico Washington Post. Su salto a la fama estuvo acompañado por Carl Bernstein, entonces su colega en el periódico, con quien escribió All the President’s Men (1974), sobre el escándalo de Watergate. Antes, en 1972, ambos habían reventado el asunto en agosto, revelando las conexiones entre la penetración de las oficinas del partido Demócrata en el edificio Watergate y el mismísimo presidente Nixon, quien a la postre debió dimitir. Woodward y Bernstein se hicieron acreedores a innumerables premios, entre ellos el famoso y codiciado Premio Pulitzer.

Robert Upshur Woodward ha sido autor o coautor de al menos nueve bestsellers en los Estados Unidos. El más reciente de ellos es Plan of Attack, un recuento de la preparación de la actual administración Bush para invadir a Irak y deponer por la fuerza el gobierno de Saddam Hussein. El libro está basado en entrevistas con 75 participantes clave en ese ingente esfuerzo de 16 meses de planeación, incluyendo tres horas y media de entrevistas exclusivas con el presidente Bush. Probablemente sólo el prestigio de Woodward hubiera podido lograr este acceso.

La Ficha Semanal #5 de doctorpolítico corresponde al inicio del primer capítulo de Plan of Attack, el que revela cómo una fijación con Irak estuvo presente en la mente de Bush y sus principales ayudantes incluso desde antes de que tomara posesión del gobierno a la salida de Clinton, aunque antes de los ataques del 11 de septiembre todavía no pudiera considerarse a ese país la absoluta prioridad de su gobierno. En realidad, el arranque del gobierno del segundo de los Bush estuvo enfocado sobre una agenda doméstica que tenía como centro el alivio de la carga impositiva a las grandes empresas norteamericanas. Woodward escribe: «De hecho, la política exterior de la administración era en gran medida un lío antes del 11 de septiembre. El presidente estaba enfocado sobre asuntos domésticos e impositivos y no había una dirección clara». (Capítulo 7, página 79).

Woodward deja claro testimonio del importante aporte de Mark Malseed en la confección del libro. Malseed le había asistido en un libro previo, Bush at War, (2002), referido a la reacción contra Afganistán a raíz de los ataques hiperterroristas en Nueva York y Washington. Para Plan of Attack la participación del asistente creció hasta el punto que Woodward asentara: «La última vez fue un colaborador. En esta ocasión fue un socio».

La temática abordada por Plan of Attack es de indudable gravitación sobre la actual campaña electoral en los Estados Unidos, en la que Bush pretende ser reelecto frente a la competencia algo gris de John Kerry.

LEA

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Una sorda molestia

Comenzando enero de 2001, antes de que George W. Bush tomase posesión, el vicepresidente electo Dick Cheney envió un mensaje al secretario de defensa saliente, William S. Cohen, un republicano moderado que prestó sus servicios en la administración demócrata de Clinton.

«Realmente necesitamos informar al presidente electo sobre algunas cosas», dijo Cheney, añadiendo que quería una «discusión seria acerca de Irak y las diferentes opciones». El presidente electo no debiera recibir el rutinario y enlatado paseo por el mundo que normalmente se ofrece a los presidentes entrantes. El Tema A debía ser Irak. Cheney había sido secretario de defensa durante la presidencia de George H. W. Bush, la que incluyó la Guerra del Golfo de 1991, y escondía profundamente una sensación de asunto inacabado acerca de Irak. Además, Irak era el único país que los Estados Unidos bombardeaban regularmente, aunque con intermitencia, por aquellos días.

Los militares norteamericanos habían entrado en una frustrante guerra no declarada de baja intensidad a partir de la Guerra del Golfo, desde que el padre de Bush y una coalición apoyada por las Naciones Unidas habían expulsado a Saddam Hussein y su ejército de Kuwait después que hubiesen invadido a ese país. Los Estados Unidos establecieron dos zonas de vuelos prohibidos en las que los iraquíes no podían volar ni aviones ni helicópteros, lo que comprendía alrededor de 60 por ciento del país. Cheney quería asegurarse de que Bush entendiera los problemas militares y de otra índole de este potencial avispero.

Otro elemento era la política prevaleciente que se heredaba de la administración Clinton. Aunque no se lo entendía lo bastante, la política básica era claramente el «cambio de régimen». Una ley que el Congreso aprobó en 1998 y el presidente Bill Clinton había firmado autorizaba hasta 97 millones de dólares de asistencia militar a las fuerzas de oposición en Irak «para remover el régimen encabezado por Saddam Hussein» y «promover la emergencia de un gobierno democrático».

En la mañana del miércoles 10 de enero, diez días antes de la toma de posesión, Bush, Cheney, Rumsfeld, Rice y el secretario de Estado designado Colin L. Powell fueron al Pentágono a reunirse con Cohen. Entonces Bush y su equipo bajaron hasta el Tanque, el dominio seguro del cuarto de reuniones de los Jefes de Estado Mayor.

Bush entró como Luke Manos Tranquilas, agitando levemente sus brazos, presuntuoso pero aparentemente incómodo.

Dos generales les informaron de la puesta en vigor de la zona de vuelos prohibidos. La Operación Vigilancia Norte hacía cumplir la prohibición de vuelos en el 10 por ciento más norteño de Irak para proteger a la minoría kurda. Alrededor de 50 aviones norteamericanos e ingleses habían patrullado el restringido espacio aéreo durante 164 días del año anterior. En casi cada misión habían recibido fuego enemigo o sido amenazados por la defensa antiaérea iraquí, incluyendo proyectiles tierra-aire. (SAM’s). Los aviones norteamericanos habían contestado el fuego o dejado caer cientos de proyectiles y bombas sobre los iraquíes, en su mayor parte contra artillería antiaérea.

En la Operación Vigilancia Sur, la mayor de las dos, los Estados Unidos patrullaban toda la mitad sur de Irak hasta las afueras de los suburbios de Bagdad. Increíblemente, los pilotos que sobrevolaban la región habían entrado al espacio aéreo iraquí 150.000 veces en la última década, casi 10.000 veces el año anterior. En cientos de ataques ni un solo piloto norteamericano se había perdido.

El Pentágono tenía cinco opciones graduadas de respuesta cuando los iraquíes disparaban contra un avión norteamericano. Los contraataques aéreos eran automáticos; los más serios, que implicaban ataques múltiples en contra de blancos o sitios fuera de las zonas de prohibición de vuelos, requerían notificación o aprobación directa del presidente. La puesta en vigor de las zonas de vuelo prohibido era peligrosa y costosa. Jets de varios millones de dólares eran puestos en riesgo al bombardear cañones antiaéreos de 57 milímetros. Saddam tenía almacenes enteros de éstos. ¿Seguiría siendo una política de la administración Bush el continuar puyando en el pecho a Saddam? ¿Había una estrategia nacional detrás de esto o era sólo un estático quid pro quo?

Si un piloto norteamericano era derribado se ponía en práctica la operación Molestia del Desierto. Estaba diseñada para quebrantar la capacidad iraquí de capturar al piloto atacando el comando y control de Saddam en el centro de Bagdad. Incluía la escalada del ataque si el piloto era capturado. Otra operación llamada Trueno del Desierto era la respuesta si los iraquíes atacaban a los kurdos en el norte.

Un buen número de siglas y nombres de programas fueron expuestos –la mayoría conocidos de Cheney, Rumsfeld y Powell, quien había pasado 35 años en el ejército y había presidido la Junta de Jefes de Estado Mayor de 1989 a 1993.

El presidente electo Bush hizo algunas preguntas prácticas acerca de cómo funcionaban las cosas, pero ni expuso ni insinuó cuáles eran sus deseos.

El salón de la Junta de Jefes de Estado Mayor tenía un caramelo de menta en cada puesto. Bush desempacó el suyo y se lo metió a la boca. Luego le puso el ojo al de Cohen y escenificó una pantomima: «¿Quieres eso?» Cohen señaló que no, así que Bush se estiró y lo tomó. Cerca del término de la hora y cuarto de información el presidente de la Junta de Jefes, el general del ejército Henry «Hugh» Shelton, notó que Bush miraba a su caramelo, así que se lo pasó.

Cheney escuchaba pero estaba cansado y cerraba los ojos, cabeceando conspicuamente varias veces. Rumsfeld, que estaba sentado a un extremo de la mesa, ponía mucha atención, aunque a cada rato pedía a los informantes que hablaran en voz alta o más alta.

«Hemos tenido un gran comienzo», comentó en privado uno de los jefes a un colega luego de la sesión. «El vicepresidente se durmió y el secretario de defensa no puede oír».

Cohen, quien dejaría el departamento de Defensa en 10 días, creía que la nueva administración pronto vería la realidad respecto de Irak. No encontraría mucho, si acaso algún apoyo en otros países de la región o del mundo para una acción fuerte en contra de Saddam, lo que significaba que tendrían que ir solos en cualquier ataque a gran escala.

¿Qué podrían lograr con ataques aéreos? No mucho, pensaba. Irak era traicionero. Cuando se sopesase todo, predecía Cohen, el nuevo equipo pronto echaría hacia atrás y encontraría una «reconciliación» con Saddam, quien él creía que estaba efectivamente contenido y aislado.

En entrevistas sostenidas casi tres años después, Bush dijo de la situación antes del 11 de septiembre: «No estaba contento con nuestra política». No estaba teniendo mucho impacto para cambiar la conducta de Saddam o para derrocarlo. «Antes del 11 de septiembre, sin embargo, un presidente podía ver una amenaza y contenerla o tratarla de varias maneras sin temor de que esa amenaza se materializara en nuestro propio suelo». Saddam no era todavía la primera prioridad.

Robert Upshur Woodward

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