LEA, por favor
Leopoldo Mozart, el padre de Wolfgang Amadeus, hizo todo lo que estuvo en sus manos para fabricar un genio con las facultades de su excepcional hijo. Claro, estuvo advertido por las precoces señales de un niño que produjo su primera composición musical a los seis años de edad y compuso su primera ópera a los nueve. Antes había mostrado cómo podía sentarse en el clavecín o el piano de su casa y reproducir, de oído, una pieza que acabara de escuchar por vez primera en el órgano de una iglesia.
Hay, por tanto, padres que fabrican genios de sus hijos. Así lo hizo James Mill con el mayor de los suyos, John Stuart Mill. (1806-1873). El más sobresaliente de los pensadores liberales ingleses del siglo XIX, John Stuart Mill descolló por la penetración y claridad de su pensamiento. Su padre cultivó sus recursos mentales mediante implacable disciplina, al punto de que limitara las relaciones del hijo con jóvenes de su misma edad. Le obligó, por ejemplo, a comenzar su estudio de la lengua griega clásica cuando John apenas tenía tres años de edad. Cuando cumplía ocho años ya había leído todo Heródoto, seis diálogos de Platón y mucho de historia. Antes de los doce dominaba el álgebra y la geometría euclidiana, así como la poesía griega y latina y algo de la inglesa. A los trece años ya sabía lo suficiente como para merecer un título universitario. Después de estudiar en Francia botánica, francés y matemáticas avanzadas, asumió el aprendizaje del derecho.
Entre 1836, cuando falleció su padre, y 1856, Mill trabajó en India House. Era en horas extras cuando podía escapar a la burocrática tarea y desplegar su poderoso intelecto sobre la ética, la lógica, la economía y, por encima de todo, la filosofía política.
Entre sus obras más importantes debe tenerse, sin duda, a sus Consideraciones sobre el gobierno representativo. (1861). Allí escribe lecciones tan diáfanas y veraces como la siguiente: «Si nos preguntamos qué es lo que causa y condiciona el buen gobierno en todos sus sentidos, desde el más humilde hasta el más exaltado, encontraremos que la causa principal entre todas, aquella que trasciende a todas las demás, no es otra cosa que las cualidades de los seres humanos que componen la sociedad sobre la que el gobierno es ejercido… Siendo, por tanto, el primer elemento del buen gobierno la virtud y la inteligencia de los seres humanos que componen la comunidad, el punto de excelencia más importante que cualquier forma de gobierno puede poseer es promover la virtud y la inteligencia del pueblo mismo… Es lo que los hombres piensan lo que determina cómo actúan».
La Ficha Semanal #7 de doctorpolítico reproduce fragmentos de este gran ensayo consagrado a la democracia. El primero y más breve de ellos está tomado del Capítulo Primero (Hasta qué punto las formas de gobierno son asunto de elección); los restantes del Capítulo Tercero (Que la forma ideal de gobierno es el gobierno representativo).
Son oportunas las luminosas palabras de este inglés excepcional, que nació en Londres de padre escocés y terminó sus días en Aviñón, ante la inminente expresión de la voluntad, el próximo domingo 15 de agosto, del Pueblo Soberano de Venezuela.
LEA
Democrático molino
Un pueblo puede preferir un gobierno libre, pero si, por indolencia, descuido, cobardía o falta de espíritu público, se muestra incapaz de los trabajos necesarios para preservarlo; si no pelea por él cuando es directamente atacado; si puede ser engañado por los artificios empleados para robárselo; si por desmoralización momentánea, o pánico temporal, o un arranque de entusiasmo por un individuo, ese pueblo puede ser inducido a entregar sus libertades a los pies de incluso un gran hombre, o le confía poderes que le permiten subvertir sus instituciones; en todos estos casos es más o menos incapaz de libertad: y aunque pueda serle beneficioso tenerlo así sea por corto tiempo, es improbable que lo disfrute por mucho.
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Por mucho tiempo (tal vez a lo largo de toda la duración de la libertad británica) ha sido conseja común que, si pudiera asegurarse un buen déspota, una monarquía despótica sería la mejor forma de gobierno. Considero esto una falsa concepción, radical y muy perniciosa, acerca de lo que es el buen gobierno; la que, hasta que podamos desembarazarnos de ella, viciará fatalmente todas nuestras especulaciones sobre el gobierno.
La suposición es la de que el poder absoluto, en las manos de un individuo eminente, aseguraría un desempeño virtuoso e inteligente de todos los deberes del gobierno. Se establecerían y mantendrían en vigor buenas leyes, las leyes malas serían reformadas; los mejores hombres serían colocados en todas las situaciones de confianza; la justicia sería tan bien administrada, las cargas públicas serían tan livianas y tan juiciosamente impuestas, toda rama de la administración sería tan pura e inteligentemente conducida, como las circunstancias del país y su grado de cultivo intelectual y moral lo admitiesen. Estoy dispuesto, para fines de esta discusión, a conceder todo esto; pero debo señalar cuán grande la concesión es; cuánto más se necesita para producir incluso una aproximación a estos resultados que lo que es dado a entender por la simple expresión de un buen déspota. Su realización implicaría, de hecho, no meramente un buen monarca, sino uno que pudiera verlo todo. Tendría que estar en todo momento informado correctamente, en considerable detalle, de la conducta y funcionamiento de toda rama de la administración, en todo distrito del país, y tendría que ser capaz, en las veinticuatro horas diarias que es todo lo que se concede tanto a un rey como al más humilde trabajador, de dar una eficaz cuota de atención y superintendencia a todas las partes de este vasto campo; o al menos tendría que ser capaz de discernir y escoger, entre la masa de sus súbditos, no sólo una gran abundancia de hombres honestos y capaces, aptos para conducir cada rama de la administración pública bajo supervisión y control, sino también el pequeño número de hombres de eminente virtud y talento a quienes pudiera confiarse que prescindiesen de tal supervisión sobre ellos, para que la ejerciesen ellos mismos sobre otros. Tan extraordinarias serían las facultades y energías requeridas para desempeñar esta tarea en alguna forma soportable, que difícilmente podemos imaginar que el buen déspota que estamos suponiendo consintiera en emp! renderla , a menos que fuese como refugio de males intolerables y preparación transeúnte para algo que viniera después. Pero el argumento puede prescindir de incluso este ítem de la contabilidad. Supongamos que la dificultad fuese vencida. ¿Qué tendríamos entonces? Un hombre de actividad mental sobrehumana manejando todos los asuntos de un pueblo mentalmente pasivo. Su pasividad está implícita en la idea misma de poder absoluto. La nación como conjunto, y todo individuo que la compusiera, estaría sin voz potencial alguna sobre su propio destino. No ejercitarían ninguna voluntad respecto de sus intereses colectivos, Todo estaría decidido por ellos por una voluntad que no es la suya, que sería legalmente un crimen que desobedecieran.
¿Qué clase de seres humanos pudiera formarse bajo un régimen tal? ¿Qué desarrollo pudieran lograr bien fueran su pensamiento o sus facultades activas bajo él? Puede que en asuntos de teoría pura se les permitiera especular, hasta donde sus especulaciones no se acerquen a la política ni tengan la más remota conexión con su práctica. Puede que se tolerase a lo sumo que hicieran sugerencias en asuntos prácticos; y aun bajo el más moderado de los déspotas nadie que no fuese persona de superioridad ya admitida o reputada pudiera esperar que sus sugerencias se conocieran, mucho menos tomadas en cuenta, por aquellos que tuviesen la gestión de los asuntos. Una persona debe tener un gusto muy inusual por el ejercicio intelectual en sí mismo para someterse a la molestia de pensar si no va a tener efecto externo alguno, o de calificar para funciones que no tiene ninguna probabilidad de que le sea permitido ejercerlas.
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Ni es solamente su inteligencia lo que sufrirá. Sus capacidades morales estarán igualmente impedidas de crecimiento. Doquiera que la esfera de acción de los seres humanos es artificialmente circunscrita, sus sentimientos se estrechan y empequeñecen en la misma proporción. El alimento del sentimiento es la acción: incluso el afecto doméstico vive de los buenos oficios que sean voluntarios. Que una persona no tenga nada que ver con su país y no se preocupará por él. De antaño se ha dicho que en un despotismo hay a lo sumo un solo patriota, el mismo déspota; y este dicho descansa sobre una justa apreciación de los efectos de la sujeción absoluta, aun a un amo bueno y sabio.
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Un buen despotismo significa un gobierno en el que, hasta tanto dependa del déspota, no haya positiva opresión por parte de los funcionarios del Estado, pero en el que todos los intereses colectivos del pueblo son manejados por otros, en el que todo pensamiento que guarde relación con los intereses colectivos sea hecho por otros, y en el que las mentes sean formadas, de modo consentido, por esta abdicación de sus propias energías. El dejar las cosas al gobierno, como dejarlas a la Providencia, es sinónimo de no preocuparse en nada por ellas, y aceptar sus resultados, cuando sean desagradables, como visitaciones de la Naturaleza. Con excepción, por tanto, de unos pocos hombres estudiosos que tengan un interés intelectual en la especulación por sí misma, la inteligencia y los sentimientos del pueblo entero estarán dados a los intereses materiales, y cuando estos hayan sido atendidos, a la diversión y adorno de la vida privada. Pero decir esto es decir, si es que vale para algo todo el testimonio de la historia, que ha llegado la era de la decadencia nacional: esto es, si es que la nación ha logrado alguna vez algo desde lo que pudiera decaer.
John Stuart Mill
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