Cartas

Los cisnes—que son, como se sabe, palmípedas—no cacarean. Más bien graznan. Las aves que cacarean se encuentran propiamente dentro de la familia de las gallináceas. (No todas las gallináceas, es de advertir, cacarean). Sin embargo, una de las más cacareadas de las «pruebas» de fraude sistemático y masivo es un estudio cuyos autores son Ricardo Hausmann y Roberto Rigobon (¿Rigobón?) y que lleva por título «En busca del cisne negro: Análisis de la evidencia estadística sobre fraude electoral en Venezuela».

Los autores justifican la escogencia del título justo en el párrafo final, conclusivo, de su reporte. Así escriben: «En estadística es imposible confirmar una hipótesis, pero sí es posible rechazarla. Como dijera Karl Popper, el observar 1.000 cisnes blancos no demuestra la veracidad de la tesis de que todos los cisnes son blancos. Sin embargo, observar un cisne negro sí permite rechazarla. Parafraseando a Popper, nuestro cisne blanco es que no hubo fraude. Los resultados que obtenemos constituyen un cisne negro. La hipótesis alternativa de que sí hubo fraude es consistente con nuestros resultados y por tanto no podemos rechazarla». (He acentuado para los autores el adverbio de afirmación «sí» en la cita precedente, dado que a lo largo de su trabajo encuentran a veces dificultad para hacerlo).

Bueno, Popper no dijo exactamente eso. Lo que dijo exactamente—y que admitiré como de igual validez como base para el enunciado general de los autores: «En estadística es imposible confirmar una hipótesis, pero si (sic) es posible rechazarla»—es lo siguiente: «…no importa cuántos casos de cisnes blancos podamos haber observado, esto no justifica la conclusión de que todos los cisnes son blancos». («……no matter how many instances of white swans are observed, this does not justify the conclusion that all swans are white». Karl Raimund Popper, The Logic of Scientific Discovery, página 27, de la séptima impresión de la segunda edición inglesa, Hutchinson & Co., Londres, 1974).

Claro, es posible que Sir Karl haya empleado el número 1.000 o 1.500 o cualquier otro guarismo sugerente de enormidad en exposiciones informales. Quizás Hausmann y Rigobon conozcan de alguna conferencia o conversación del patriarca de la filosofía de la ciencia en la que esto haya ocurrido.

Pero es que tampoco el famoso ejemplo de los cisnes fue inventado por Popper, como pareciera sugerirse con la frase «Como dijera Karl Popper…». El ejemplo ha sido usado por una buena cantidad de lógicos y matemáticos, algunos de los cuales fueron anteriores a Popper, como en el caso de Gottlob Frege (1848-1925. La miliar obra de Popper—en su original alemán Logik der Forschung—es de 1934).

Pero ni siquiera el venerable Frege, precursor de Popper, Russell y Whitehead, entre otros, fue el originador del ejemplo del cisne negro. Los cuatro autores, en cambio, como correspondía a gente educada a fines del siglo XIX y principios del XX, habían sido adiestrados en las lenguas griega y latina, y debieron leer por imposición escolar textos enteros de literatura grecorromana. Seguramente Juvenal, el gran escritor satírico romano—nacido probablemente entre los años 55 y 60 después de Cristo y fallecido con posterioridad al 127—, les resultaba familiar. En la línea 165 de su Sátira VI, intentando mostrar que la castidad y la fidelidad—como la de Penélope—eran virtudes desusadas entre las damas romanas de su época, Juvenal dice: «rara avis in terris, nigroque simillima cygno». (En transliteración ligeramente diferente: «rara auis in terris nigroque simillima cycno»). Es decir, Décimo Junio Juvenal, acuñador de frases felices como «pan y circo» («panem et circenses») y de la terrible pregunta «¿quién vigila a los vigilantes?» («Quis custodiet ipsos custodes?») ya había dicho hace algún tiempo «pájaro raro en la tierra, como un cisne negro».

Pero eso es peccata minuta en el informe Hausmann-Rigobon, de significación estadística escasa, como lo es su inexacta denotación de paráfrasis para el empleo que hacen de Popper: «Parafraseando a Popper, nuestro cisne blanco es que no hubo fraude».

«Parafraseando» es, naturalmente, el gerundio del verbo parafrasear: «Hacer la paráfrasis de un texto o escrito», donde paráfrasis es «Explicación o interpretación amplificativa de un texto para ilustrarlo o hacerlo más claro e inteligible» o también «Traducción en verso en la cual se imita el original, sin verterlo con escrupulosa exactitud». Aunque la segunda acepción pareciese más cercana a lo que hicieron los autores, dado que no es muy exactamente escrupulosa la alusión a Popper, no podemos encontrar paráfrasis en este caso, puesto que la traducción no ha sido ofrecida en rima, ni siquiera asonante. Por lo que respecta al primer significado los mil cisnes de Hausmann y Rigobon no son explicación ni interpretación amplificativa de Sir Karl, tal vez ilustración que en nada hace más claro o inteligible al filósofo vienés. En consecuencia, lo que Hausmann & Rigobon entienden por paráfrasis es otra cosa: tomar palabras de terceros para argüir tesis propias.

Una vez más, pecado venial, como lo es asimismo el ocasional fárrago en su explicación. Por ejemplo, los autores inauguran su exposición, en busca de elegancia metodológica supuestamente letal, declarando así: «Partimos de la hipótesis de que no hubo fraude e intentamos buscar evidencia que nos permita rechazar dicha hipótesis». En la argumentación detallada, más adelante, construyen de este modo: «Nuestra hipótesis inicial era que si hubiese un fraude no perfectamente proporcional, este (sic) generaría un patrón de errores que causaría una correlación positiva entre ambas variables». Justo a continuación deconstruyen: «Encontramos dicha correlación positiva, lo que nos permite rechazar la hipótesis de que no hubo fraude». Unas veces la hipótesis parece ser que no hubo fraude; otras que sí.

Si uno se pone a pensar la cosa debe excusar este pecado menor de construcción confusa—en verdad, puesta al comienzo y al final del documento, la interpretación correcta es que su hipótesis inicial «es» que no hubo fraude—como debe uno tener por infracción mayormente inconsecuente que el Prof. Rigobon no sepa escribir bien el nombre de su instituto y proponga «Massachussets» en lugar del correcto «Massachusetts».

Etcétera. Estos son resbalones explicables ante la dificultad constructiva de un argumento tan elaborado como el de Hausmann & Rigobon. Otros deslizamientos semánticos del trabajo, como veremos, no son tan inocuos, tal vez inadvertidos, quizás intencionales.

……..

Gratia arguendi. Doy por buenos, por perfectos, todos los cómputos de los profesores Hausmann & Rigobon. Doy por sentado que los coeficientes obtenidos, los modelos empleados, los teoremas aducidos son absolutamente correctos. Es decir, admito—aunque no me conste del informe general, digamos «ejecutivo», que se ha dado a conocer (hay un «informe técnico» distinto, a menos que deba entenderse que los apéndices en inglés, seguramente por eso más técnicos y profesionales que en castellano, son ese «informe técnico»)—que los buscadores del cisne negro efectivamente hallaron ciertas cifras estadísticamente significativas que precisan explicación. Veamos ahora que es lo que a partir de ellas habría quedado comprobado.

Son dos los asertos fundamentales de H & R. Primero, que a partir del hallazgo de una cierta correlación estadísticamente significativa entre dos resultados «independientes» se ha demostrado que hay una probabilidad de 99,9% de que hubo fraude por alteración de los resultados del 15 de agosto. Luego, que la muestra supuestamente aleatoria de cajas auditadas en presencia de la observación internacional no lo sería en realidad, lo que naturalmente reforzaría las sospechas de fraude.

Vamos por partes, porque no se puede descartar alegremente el alegato de H & R como lo propone ayer Samuel Moncada en nombre del Comando Maisanta (según eluniversal.com): que creer en la explicación de aquéllos es «un acto de fe» porque «nadie (la) entiende». No es admisible una holgazanería intelectual como la de Moncada. Es su deber, como los lectores saben que John Erskine sostendría, ser inteligente.

Examinemos, entonces, la primera aseveración. ¿Por qué pretenden H & R haber comprobado la existencia de un fraude sistemático y selectivo, ejercido sobre sólo una fracción grande de centros de votación? Porque de haber existido un fraude como el que postulan se habría causado el resultado estadístico que han detectado. Pero H & R no han establecido en ninguna parte que solamente a través de ese hipotético fraude es como es posible que se obtenga tal resultado. Dicho de otro modo, no han demostrado que la única manera de obtenerlo es mediante el fraude postulado. No han descartado que otro factor o, más bien, una combinación de distintos factores pudiera generar lo que se observa. Entre su hallazgo que, como digo, for the sake of argument doy por cierto, y la conclusión de que hubo fraude en los términos descritos en su trabajo hay todo un hueco causal que los autores distan muchísimo de haber llenado. Se trata de dos cosas que lógica y materialmente son enteramente diferentes.

Con un poco más de detalle, son los propios autores quienes construyen dos medidas que comparan para encontrarlas congruentes entre sí hasta un punto tal que sería muy cuesta arriba explicar la congruencia en términos de puro azar. Estas dos medidas son la comparación, centro a centro, del número de firmas que solicitaron el referendo revocatorio y la votación según cifras del Consejo Nacional Electoral, por un lado; por el otro, la comparación, centro por centro, de los números provenientes de encuestas «a boca de urna» (exit polls) efectuadas el 15 de agosto y la misma votación de acuerdo con el CNE.

En la introducción de estas construcciones H & R proponen que, independientemente, las firmas consideradas y las exit polls pueden tenerse como estimadores útiles de la «intención de voto»: «Tomemos dos variables que están correlacionadas con la intención del elector: las firmas del reafirmazo realizado en Noviembre-Diciembre del 2003 y los exit polls».

Pero los autores se abstienen de mencionar que pudiera ser que estuviera relacionada la intención del elector con la votación. No vale argumentar en este punto que la intención de voto no guarda correlación con la votación cantada por el CNE porque hubo fraude, pues los autores han dicho «Partimos de la hipótesis de que no hubo fraude e intentamos buscar evidencia que nos permita rechazar dicha hipótesis». No es lógicamente admisible sostener, al inicio mismo del raciocinio, dos premisas mutuamente contradictorias, y tampoco es lógicamente admisible tener como postulado lo que se pretende como conclusión.

Aun si hubiera habido fraude, los resultados del CNE guardarían una relación con la intención de voto, imperfectamente, tal como esta intención guarda relación imperfecta con las medidas predilectas: las firmas y las exit polls: «Cada una de estas variables es una medida imperfecta de lo que pudo haber sido la intención del elector el 15 de agosto del 2003. Alguna gente que firmó pudo haber cambiado de opinión. Otros decidieron no firmar pues se trataba de un acto público, pero si (sic) estaban dispuestos a votar Sí en agosto pues el voto es secreto. Otros no estaban inscritos en el Registro Electoral Permanente (REP) para noviembre, pero si (sic) lo estuvieron para agosto. Las colas en la elección de agosto fueron particularmente largas y lentas y eso pudo haber limitado la capacidad de algunas personas de expresarse electoralmente, etc. Igualmente, los exit polls son una medida imperfecta de la intención de voto. Los encuestadores pudieron haber consciente o inconscientemente escogido una muestra sesgada. La gente pudo haber tenido más o menos intención de cooperar con la entrevista, etc. Lo importante es que ambas medidas deben estar correlacionadas con la intención del votante más no así con el fraude».

En efecto, como reconocen los autores con evidente honestidad intelectual, una buena cantidad de factores determinaría, no ya solamente la intención de voto, sino el voto real. De la lista parcial de factores que han mencionado, tan sólo la intención de voto puede explicar una amplia serie de variaciones significativas. Según el CNE, un record histórico de 9 millones 815 mil 631 conciencias ciudadanas debieron escoger en opción dicotómica que mucho distó de describir los complejísimos estados mentales de tal cantidad de almas. (Como saben quienes han leído algo de teoría de la complejidad, en un sistema de suyo complejo como un cerebro humano, acosado por una enorme variedad de datos sociales y personales pertinentes a una decisión tan portentosa como la del 15 de agosto, puede bastar un factor relativamente pequeño para que se produjera una inversión aparentemente incomprensible de la intención de voto. Pero no es necesario postular, a pesar de la neurosis social avasallante que presidió el 15 de agosto, episodios caóticos individuales de última hora—personas que queriendo desde largo tiempo votar «Sí» votaron «No» y personas que siempre quisieron votar «No» y votaron «Sí»—para darse cuenta de que el entubamiento de una opinión colectiva por una bifurcación es gruesa sobresimplificación de la variedad de razones para formar la intención y la decisión individuales).

Las posibles combinaciones factoriales que compondrían 9 millones 815 mil 631 conciencias ciudadanas son de enrevesado cálculo. Y es que no sólo los autores carecen, por propia admisión, de medidas perfectamente correlacionadas con la intención de voto, no digamos con el voto real, sino que tampoco disponen de un modelo completo de esa «intención de voto». (Vuelvo por un momento al uso entre comillas para destacar de una vez que he venido hablando de intención de voto como si fuera un objeto físico mensurable, cuando en realidad se trata de una etiqueta verbal para referirse a un complejo estado psicológico—actitudinal—sólo íntegramente asequible a quien lo aloja individualmente).

También admitirán los autores, por ejemplo, que no forma parte de su modelo que las encuestas de opinión pública son medidas imperfectas de la intención de voto, exactamente en el mismo sentido que las firmas del reafirmazo y las encuestas a boca de urna. Si ellos hubieran escogido comparar encuestas de salida y firmas de convocatoria con las encuestas previas habrían tenido que declarar estadísticamente significativa la marcada diferencia observable. Si uno siguiera en este caso el modo de razonar de los autores, tendría que sostener una de dos cosas: o que las cifras de los estudios de opinión eran fraudulentas, o que lo eran los números de firmas y los provenientes de las encuestas de salida. Tal vez con un 99,9% de confianza.

Pero es que además el estudio que comento está lleno de «supongamos» y «definimos». Por ejemplo, al comienzo mismo, con el rango de postulado definitorio, los autores dictan: «Definimos fraude como una diferencia entre la intención del elector y el registro oficial de los votos». La definición es de nivel bastante inferior a la que admitiría un juez, que exigiría considerar fraude a una diferencia entre los votos efectivamente emitidos y el registro oficial de los votos.

En cuanto a los «supongamos» hay un caso particular que llama la atención. Ocurre en el capítulo «La auditoría», y dice: «Para ejemplificar, supongamos que de los 4580 centros automatizados en nuestra base de datos, se alteraron los resultados en 3000 centros y no en los demás. Supongamos además que los 1580 centros no alterados fueron escogidos aleatoriamente». Pues bien, unas cuantas frases más allá, antes de haber probado nada, la suposición se ha transformado en hecho: «Es crítico que la elección se hiciese entre los 1580 centros sin modificaciones y no entre los 3000 centros alterados». A lo mejor es psicológicamente explicable tal resbalón o desplazamiento semántico por la prisa o anticipación que pudieran apresar, con satisfacción, a quienes creen haber encontrado un argumento imbatible en disputa política tan importante como la de lo que exactamente ocurrió el 15 de agosto.

Aquí hay que reconocer que la segunda gran afirmación de los autores—que la muestra que se empleara para la segunda auditoría no fue realmente aleatoria—parece estar mejor sustentada, aunque dependa también de nuestra conocida medida de «intención de voto»—las firmas—y otros factores con los que se enriqueció—o complicó—el modelo. («Para implementar esta estrategia utilizamos nuevamente nuestro modelo que relaciona firmas, tasa de participación electoral y nuevos votantes con el número de votos»).

Aunque la medida sea extrínseca a la composición de los centros es aplicada por igual a los centros que fueron auditados y los que no, y es la diferencia obtenida, mediante aplicación del mismo cuchillo romo en ambos casos, algo que el señor Samuel Moncada no puede simplemente desestimar. Si no quisiera irse a la prueba final y definitiva de la apertura y conteo de papeleta por papeleta, lo menos que el Comando Maisanta debiera admitir es que se haga una tercera auditoría en condiciones de aleatoriedad aceptables para todas las partes (incluida la muy vapuleada observación internacional).

Esta preocupante anomalía de la aleatoriedad sospechosa tampoco es demostración de fraude—los autores se cuidan de afirmar tal cosa—pero ciertamente llama a la sospecha y no puede ser políticamente desaparecida con la ligereza y felicidad que el señor Moncada exhibe. Tan grave asunto exige una explicación.

El cacareado informe «En busca del cisne negro» no es, en todo caso, la inexpugnable fortaleza lógico-metodológica que se ha querido hacer ver. En apariencia impecable, está plagado de defectos de fondo supra-estadísticos, de los que he señalado algunos en este somero comentario.

Hay otros que no he comentado y uno que no he señalado y a mi criterio resulta central. Los autores escogieron un método análogo al del recurso lógico de reducción al absurdo. Entre otras razones con la intención manifiesta de aparentar imparcialidad, también prodigaron gratia arguendi y asumieron como punto de partida la hipótesis de que no había fraude. Pero la teoría de la gravitación no es que no hay gravitación, sino lo contrario. La hipótesis del éter no es que el éter es inexistente, sino que existe, y que podría en consecuencia medirse su «viento». Sobre esta teoría se construyó el experimento de resultado nulo más famoso de la historia de la ciencia: el análisis con interferómetro de la velocidad de la luz por Michelson y Morley en 1887. (A la usanza de H & R, incluyo al final de este ya largo texto un apéndice sobre tan ilustrativo caso).

Del mismo modo la teoría del fraude es que hubo fraude, no que no lo hubo, a pesar de la hipótesis negativa inicial de Hausmann y Rigobon. Más honesto intelectualmente sería admitir que su verdadera tesis, lo que creyeron probar, es que hubo fraude electoral sistemático por manipulación de las cifras reales de votación el 15 de agosto, porque esto es lo que manifiesta y reiteradamente desean demostrar los autores. Adoptar la pose contraria es procedimiento sibilino, para no decir insincero. En otras palabras, el real cisne blanco de Hausmann y Rigobon es que hubo fraude—así, supongo, se los habría corregido Popper—y la negra rara avis que no lo hubo. Blanco con bata blanca es médico, negro con bata blanca es chichero.

Dicho sea de paso, Hausmann y Rigobon dicen—ni siquiera me tomé la molestia de estudiar en detalle la parte correspondiente del estudio—que la «hipótesis Rendón» de los «topes al Sí» debía desecharse, así como otras hipótesis alternas. Como con sus cálculos, doy por bueno su análisis a este respecto.

Pero no admito que han comprobado la existencia de fraude. Habiendo «fracasado» en su ostensible intento por demostrar que no hubo fraude—cuando en verdad lo que querían probar era justamente lo contrario—no han podido rechazar la hipótesis de fraude—»Esto nos impide rechazar la hipótesis de fraude»—que habían dicho que no era su hipótesis. En ningún caso han probado ni el fraude ni ninguna otra concebible constelación de factores que pudiera haber causado los resultados de sus alambicados y peculiares cómputos. Para haberlo hecho hubieran tenido que demostrar que no existe ninguna otra configuración factorial, distinta del azar y de una intención fraudulenta en acción, capaz de generarlos. Y siendo ellos quienes cantan fraude, sobre ellos pesa la carga de esa prueba.

Pero nunca fue verdad que partieran «de la hipótesis de que no hubo fraude», sino en realidad de la hipótesis de que no debiera haber discrepancias entre sus firmas y sus exit polls y los datos finales del CNE, discrepancias que fueron justamente lo que suscitó el estudio, lo que fue su origen. Fue su conclusión predeterminada, ya no un voto oculto, ya no una oculta intención de voto, lo que buscaron probar y no pudieron, ni siquiera porque ocultamente la tuvieron, inválidamente, como premisa.

……..

En cambio es de tenor diferente el camino emprendido por la Coordinadora Democrática, lo que pareciera fácil de explicar si se toma en cuenta que desde hace un tiempo, y posiblemente cada vez más en el futuro, puede notarse una independencia de criterios de Súmate respecto de la mayor central opositora. (Que en el caso del estudio encargado a Hausmann y Rigobon aparece además Súmate ligada a Primero Justicia—porque sus encuestas de salida se consideraron con las encargadas, otra vez por Súmate, a Penn, Schoen & Berland—partido al que la CD ya le torpedeara con el gran paro su ruta paralela—segunda, después de su difunta enmienda de recorte de período—del fenecido referendo consultivo).

Precedido de un bombardeo estratégico de ablandamiento dirigido por el propio general Mendoza—en video difundido y redifundido anteayer por distintos canales de televisión—el abogado Tulio Álvarez ha recuperado papel de protagonista con sus alegatos de ayer cerca del mediodía. Álvarez, por otra parte, entregó el primer informe de sus hallazgos al general Mendoza, quien en su intervención del martes había reconocido al famoso abogado como el líder de un equipo «escogido por la sociedad civil». (Idéntica caracterización de Álvarez—escogido por la sociedad civil—emplearon reporteros de televisión, en seguimiento de guión preestablecido. De mi lado tenía entendido pertenecer a la sociedad civil, pero no recuerdo que haya nadie solicitado a mi persona, o a la sociedad civil en su conjunto, opinión alguna acerca del liderazgo y composición de tal equipo).

En todo caso, las pretensiones de Álvarez son, como en el caso de H & R, dos tesis diferentes. La de menor pegada aduce que, según datos que habrían sido obtenidos de CANTV, estaría detectado un tráfico bidireccional entre las máquinas de Smartmatic y ciertos centros bajo control del gobierno y el CNE, durante todo el día 15 de agosto, cuando se suponía que la comunicación debió ser unidireccional y sólo después de que cada máquina hubiese completado su registro. Álvarez no insinuó siquiera que conociera el contenido concreto de las presuntas transmisiones, y señaló tan sólo que la evidencia estaba contenida en gráficos que exhibió de lejos, a la que se limitaba porque «la topología de la red es un asunto verdaderamente complicado». Tiene la palabra el fiscal acusador para interrogar al testigo Gustavo Roosen.

Pero el más fuerte argumento de Álvarez estuvo centrado en otra cosa: en las manipulaciones del Registro Electoral Permanente que habrían ocurrido antes del 15 de agosto, en expresas y evidentes violaciones de la legislación electoral que habrían acarreado la nulidad del acto del 15 de agosto y por ende configuran condiciones que aconsejan la impugnación del referendo.

Se trata, obviamente, de un tratamiento jurídico, que tendría que ser ventilado ante el Tribunal Supremo de Justicia, de conocida trayectoria contraria a cuanto se le haya ocurrido a la oposición manifiesta solicitarle.

El caso, a mi juicio, está bastante bien fundamentado por Tulio Álvarez, y bien pudiera adquirir, como los huracanes, proporciones de verdadero impacto político. Debe recordarse, sin embargo, que la oposición ya dispuso de un recurso jurídico de gran pegada—la decisión de la mayoría de la Sala Electoral Accidental sobre el caso de las firmas en planillas de caligrafía similar—y decidió dar la espalda a Alberto Martini Urdaneta y forzar su paso por la «rendija» de los reparos. No pareciera que éste fuera el caso ahora; a fin de cuentas la iniciativa legal parte de la CD, que en esta ocasión ha decidido transitar la avenida jurídica que antes rechazara.

Si hay éxito jurídico—más bien, jurisprudencial—puede haber un verdadero éxito político, que ofrecería aire urgentemente requerido por la central de oposición: habría que repetir el referendo, y con toda razón podría argumentarse que una nueva consulta, dado que el acto nulo pudo haber causado nuevas elecciones, debiera sucederse por elecciones presidenciales de producirse un triunfo del «Sí», aunque tal cosa ocurra después del 19 de agosto de 2004.

Pero ni el mismo Álvarez espera que tal cosa prospere en plazo perentorio: él mismo avisó que su informe definitivo será entregado dentro de un mes.

La tesis de Álvarez es poderosa y suficiente. No obstante, hay una cierta debilidad política en el planteamiento. Álvarez se refirió a las incorporaciones masivas de nuevos votantes, a las cedulaciones en masa, a las desapariciones de centenares de miles de venezolanos del REP, etcétera. Y la verdad es que tales abusos, verdaderos delitos electorales, fueron hechos abiertamente, a la vista de CNN tanto como de Globovisión. La Coordinadora Democrática no viene a enterarse de estos desaguisados ayer; los conocía perfectamente antes del 15 de agosto pues, como digo, el gobierno usó de toda triquiñuela, desfachatadamente, a la luz pública. A pesar de eso la CD fue a una consulta—»la cual aceptó»—a la que ahora impugnará a posteriori por razones que conocía de antemano. Es como Alfredo Peña descubriendo, en enero de 2002, que Chávez era golpista por lo del 92, después de que le había apoyado seis años más tarde, había sido su Ministro de Secretaría, y había llegado a la Constituyente y luego a la Alcaldía Mayor con votos de Chávez.

El esfuerzo de Álvarez, más que el casi incomunicable estudio de Hausmann & Rigobon, genera, por supuesto, un importante efecto psicológico: de algún modo muchos votantes del «Sí» sentirán una especie de alivio, en la creencia de que se ha probado que eran mayoría. Cuidado con este nuevo movimiento de fe, con tratar este dificilísimo proceso político como si se tratara de cuestión de fe, en un camino que precisará contar con la aquiescencia del Tribunal Supremo de Justicia. Ya la «sociedad civil» puso su fe en el 11 de abril de 2002, en el referendo consultivo, en el paro, en la primera convocatoria de revocación, en el reafirmazo, en la sentencia de la Sala Electoral, en el referendo revocatorio del 15 de agosto. No puede seguirse vendiendo desilusiones a esos ciudadanos.

……..
apéndice 1: el experimento de Michelson-Morley

Una de las consecuencias de la noción de movimiento absoluto en la física de Newton era la noción del «éter», hipotética sustancia que permitiría una referencia fija para medir contra ella los movimientos aparentes de los astros, todos—incluido el de la misma Tierra—obviamente relativos. Este planeta, como cualquier otro cuerpo celeste, debía sentir los efectos de un «viento del éter» al trasladarse en el seno de tal sustancia, del mismo modo que en un paraje sin ninguna brisa uno siente viento en la cara si se desplaza en un automóvil y saca el rostro afuera por la ventanilla. En el caso del éter, dado que se le postulaba igualmente como el medio en el que la luz era transmitida, el viento del éter se manifestaría en variaciones de la velocidad de la luz. Según lo implicado por la Philosophia Naturalis de Newton, uno debía medir una velocidad superior si la Tierra se acercaba a la fuente luminosa y una menor si se alejaba de ella.

Pues resulta que Albert Michelson (físico germano-americano) y Edward Morley (químico estadounidense) se propusieron realizar un cuidadoso experimento con la idea de detectar el famoso viento del éter y lo llevaron a cabo en 1887. Para esto se valieron de un interferómetro, un instrumento capaz de detectar la más mínima diferencia de velocidad entre haces de luz tendidos sobre direcciones diferentes. (En esencia un conjunto de espejos y semiespejos separaba un mismo haz en dos diferentes que recorrían exactamente la misma distancia pero en trayectorias que en un segmento eran perpendiculares entre sí).

Los pacientes Michelson y Morley repitieron el experimento una y otra vez. Lo hicieron en invierno y lo hicieron en verano, para medir el efecto desde posiciones dispares de la Tierra en el espacio. Una y otra vez.

Nada. Jamás pudieron detectar la más mínima discrepancia, en lo que se convirtió en el más famoso experimento de resultado nulo en la historia de la ciencia. No había viento del éter. La crisis se presentó en dimensiones dramáticas, pues el resultado nulo amenazaba con socavar irremisiblemente las bases fundamentales del edificio newtoniano, situación que, se comprenderá, produjo gran desasosiego en los físicos de la época.

Al rescate del genio inglés vino dos años más tarde el físico irlandés George FitzGerald y luego, independientemente, el físico holandés Hendrik Lorentz. Ambos postularon que no se había detectado el viento del éter porque los cuerpos tendrían la propiedad de contraer su dimensión en la dirección de su movimiento. La luz sí llegaría con más velocidad en la dirección del movimiento de la Tierra, pero como ésta acortaba su diámetro en esa dirección la luz tardaría más en alcanzar su superficie. Lorentz y FitzGerald ajustaron sus ecuaciones justamente para que pudiera explicarse de ese modo el resultado nulo del experimento de Michelson-Morley.

Ajá. La ciencia empírica exige que sus postulados sean verificables por la experiencia. Justamente eso era lo que habían hecho en 1887 Michelson y Morley, mientras que lo pretendido por FitzGerald y Lorentz no pasaba de ser una fórmula matemática en papel, muy elegante en su forma y muy eficaz para la salvación de la física de Newton, pero ¿cómo podía comprobarse que la postulada contracción existía en verdad?

Muy fácil. Al menos podía concebirse en principio un modo de verificar la cosa empíricamente. Bastaría construir una regla del tamaño del diámetro terrestre y medir con ella el acortamiento. Poco se tardó en concluir que tal procedimiento sería inútil, puesto que para realizar tal operación la regla tendría que acompañar a la Tierra en su tránsito por los cielos, y siendo un cuerpo físico tanto como ella, también sufriría la contracción de Lorentz-Fitzgerald exactamente en la misma proporción y por consiguiente jamás registraría una diferencia. La única solución entrevista no conducía a nada. Tendría que venir Einstein a poner las cosas en su sitio, pero eso es un cuento distinto. (Baste apuntar que el trabajo de Lorentz y FitzGerald no fue todo en vano. Un término específico de su ecuación fue empleado por Einstein en sus ecuaciones de la relatividad especial que, agarrando el toro por los cachos, empleó como axioma la idea de que la velocidad de la luz es una constante, independientemente del grado de movimiento de las fuentes luminosas).

En The ABC of Relativity Bertrand Russell pone de relieve el absurdo científico de la solución de FitzGerald y Lorentz con ayuda de una estrofa de la canción del Caballero Blanco (en «A través del Espejo» por Lewis Carroll, el autor de «Alicia en el País de las Maravillas»):

But I was thinking of a plan

To dye one’s whiskers green

And always use so large a fan

That they could not be seen.

En resumen, quienes sostenemos una postura racionalista no aceptamos como conocimiento válido lo que venga formulado de manera tal que no pueda en principio ser verificado o refutado por la experiencia, así venga en elegante empaque de impecable matemática. De quien postule grandilocuentemente una tesis con pretensiones de verdad, exigiremos una comprobación empírica. Si no se nos la ofrece, tenderemos a despreciar la tesis en cuestión, aunque ésta sea proferida por la mayor y más prestigiosa de las autoridades.

No toda explicación que esté construida con perfecta consistencia interna, pues, es una explicación satisfactoria. La explicación de Einstein fue preferible a la de Lorentz y FitzGerald porque no sólo era internamente consistente, no sólo no requería la indemostrable existencia de presuntos cambios inobservables, sino porque tomaba por postulado una comprobación obtenida experimentalmente. (La constancia de la velocidad de la luz).

Tan sólo la perfección lógica no es garantía suficiente, como saben los sabios más exigentes. Así escribió Bertrand Russell, en prólogo a la más famosa obra de su incómodo e implacable discípulo, Ludwig Wittgenstein: «Como alguien que posee una larga experiencia de las dificultades de la lógica y de lo engañoso de teorías que parecen irrefutables, me declaro incapaz de estar seguro de la corrección de una teoría sobre el único basamento de que no pueda conseguir algún punto en el que esté equivocada».

……..

apéndice 2: el encuentro de Wittgenstein y Russell

Lo que sigue es anécdota que mi entrañable amigo Eduardo Quintana Benshimol, fallecido hace unos años, me contó en 1974, hace treinta. Tiene que ver con cómo fue que Bertrand Russell y Ludwig Wittgenstein se conocieron. Russell estaba en Cambridge dando una clase, escribiendo teorema tras teorema en un pizarrón. Volteado hacia el salón notó la presencia de un joven con chaqueta, de pie, hacia el fondo—era Wittgenstein—y se percató de que éste movía negativamente la cabeza. Regresó por un momento a escribir sobre la pizarra y volteó de nuevo. Wittgenstein continuaba negando con la cabeza. Ya molesto, Russell le increpó, preguntándole cuál era el problema. A lo que el genio (Russell no lo era) dijo simplemente: «Profesor Russell, ¿podría usted por favor demostrarme que en este salón no hay un elefante?» (Hipótesis nula como la de que no hubo fraude el 15 de agosto, dicho sea de paso). Russell acogió confiadamente el reto y se lanzó a borrar el pizarrón y a escribir nuevos y larguísimos teoremas. Pero Wittgenstein permaneció impertérrito: «Perdone, Profesor Russell, pero eso no es una comprobación de que aquí no hay un elefante». Al borde del desespero Russell devolvió el desafío: «Bien, joven, ¿quiere usted demostrarnos a todos que en este salón no hay un elefante?» Dijo Wittgenstein entonces: «Con su permiso, Profesor Russell», y se movió en el salón hacia adelante, examinando calmadamente bajo los pupitres, tras unas cortinas y unos cuadros, hasta llegar al escritorio profesoral cuyas gavetas abrió y cerró para sentenciar: «Profesor Russell, en este salón no se encuentra un elefante».

Se non é vero é ben trovato. Eduardo Quintana me decía que Russell entendió inmediatamente que estaba ante un coloso, como después comprobaría. Tras la cita reproducida en el apéndice precedente, tomada de su introducción al Tractatus Logico-Philosophicus de Wittgenstein, no tuvo más remedio que admitir, con parco estilo británico de elogio: «But to have constructed a theory of logic which is not at any point obviously wrong is to have achieved a work of extraordinary difficulty and importance. This merit, in my opinion, belongs to Mr. Wittgenstein’s book, and makes it one which no serious philosopher can afford to neglect».

Pues bien, el elefante de Hausmann & Rigobon era el fraude, y su estudio un «pizarrón de Russell», inconexo con existencias concretas. A lo más que hubieran podido aspirar era a sostener que las anomalías encontradas justificaban un examen ulterior, porque ellas hubieran podido ser causadas por un fraude perpetrado según imaginaron. Jamás han debido afirmar, con la soberbia e irresponsabilidad con que lo hicieron, que habían probado que había habido fraude porque no habían podido rechazar la hipótesis alternativa de que lo hubo. En la época que a Eduardo tocó vivir, a eso se le hubiera tenido por grave pecado, no metodológico, sino moral.

LEA

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