Fichero

LEA, por favor

Ciertamente, Friedrich von Hayek (1899-1992) es el patriarca principal del liberalismo en el siglo XX. Filósofo y economista austriaco, fue el gran rival de John Maynard Keynes, el economista inglés cuyas doctrinas del pleno empleo fundamentaron buena parte del intervencionismo estatal dentro de las democracias occidentales, en especial en los Estados Unidos e Inglaterra.

Hayek obtuvo el Premio Nóbel de Economía (1974) con sus setenta y cinco años de edad, después de que muchos de sus discípulos lo hubiesen ganado. De modesto talante, se refiere a su propia obra con parquedad, a pesar de ser el indiscutido líder de la corriente liberal: «Por lo general las ideas de los economistas se imponen después de su muerte. Pero, en mi caso, he tenido el privilegio de vivir el tiempo suficiente para asistir al éxito de algunas de mis propuestas… Cuando yo era joven el liberalismo era ya viejo. Ahora que soy viejo, es el liberalismo el que ha rejuvenecido» Así admitía a Guy Sorman en 1989.

Sorman es un acucioso periodista francés que publicó en ese año el libro «Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo», una colección de entrevistas a intelectuales y pensadores tan notables e influyentes como Octavio Paz, Bruno Bettelheim, Claude Tresmontant, Karl Popper, Stephen Gould, James Lovelock, Ilya Prigoguin o Noam Chomsky.

La Ficha Semanal #16 de doctorpolítico está tomada del capítulo dedicado a Hayek, bajo el título «Los liberales deben ser agitadores». El título, a su vez, ha sido extraído de la advertencia final de Hayek: «Lo que voy a decirle es muy importante. Los intelectuales liberales deben ser agitadores, para invertir las corrientes de opinión hostiles a la economía capitalista. La población mundial es tan numerosa que sólo la economía capitalista conseguirá alimentarla. Si el capitalismo se hunde, el Tercer Mundo se morirá de hambre; eso es lo que pasa ya en Etiopía…»

LEA

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Lo espontáneo es mejor

El liberalismo, me dice Hayek, es la única filosofía política verdaderamente moderna, y la única compatible con las ciencias exactas; converge con las teorías físicas, químicas y biológicas más recientes, en particular con la ciencia del caos formalizada por Ilya Prigoguin. En la economía de mercado, así como en la naturaleza, el orden nace del caos: la armonización de millones de decisiones y de informaciones conduce no al desorden sino a un orden superior. Adam Smith fue el primero en presentirlo en La riqueza de las naciones, hace dos siglos.

Nadie puede saber, precisa Hayek, cómo planificar el crecimiento económico, porque no conocemos verdaderamente sus mecanismos; el mercado pone en juego decisiones tan numerosas que ningún ordenador, por potente que sea, puede registrarlas. En consecuencia, creer que el poder político es capaz de sustituir al mercado es un absurdo. En lo que Hayek llama «la gran sociedad»—es decir, la sociedad moderna y compleja—es preciso, pues, recurrir al mercado, a la iniciativa individual. A la inversa, el dirigismo sólo puede funcionar en una sociedad minúscula donde todas las informaciones son directamente controlables. El socialismo, me dice Hayek, es ante todo una nostalgia de la sociedad arcaica, de la solidaridad tribal.

La superioridad del liberalismo sobre el socialismo no es, según Hayek, una cuestión de sensibilidad o de preferencia personales, sino un constante objetivo verificado por toda la historia de la humanidad. Allí donde la iniciativa individual es libre, el progreso económico, social, cultural y político es siempre superior a los resultados obtenidos por las sociedades planificadas y centralizadas. En la sociedad liberal, los individuos son más libres, más iguales, más prósperos que en la sociedad planificada.

Pero ¿no existe quizá una solución intermedia, de tipo socialdemócrata? «Entre la verdad y el error—replica Hayek—no hay vía intermedia». A Hayek jamás se le puede pillar en pecado de indulgencia…

El liberalismo es, por tanto, científicamente superior al socialismo, y sobre todo al marxismo al que Hayek califica de superstición. «Llamo superstición—explica—a todo sistema en el que los individuos se imaginan que saben más de lo que en realidad conocen». Es por este motivo que la mayor parte de los intelectuales son socialistas, o más bien «constructivistas».

Ser constructivista, en el vocabulario de Hayek, es creer que se puede rehacer el mundo a partir de un proyecto de sociedad teórica. Éste es el gran error de los socialistas. O, más bien, el socialismo es un error de los intelectuales. ¡Un error que se remonta a Descartes! Francia tiene, según Hayek, una responsabilidad particular en esta mentalidad geométrica aplicada a la realidad.

Lo que Hayek discute no son, pues, las intenciones o la moralidad de los socialistas, sino sus errores científicos y su «vanidad fatal»…

The Fatal Conceit es el título de la última obra que publicará Hayek en 1989. La superioridad histórica y científica del liberalismo, en una fórmula típicamente «hayekiana», se llama la «superioridad del orden espontáneo sobre el orden decretado». Ejemplos concretos de esa superioridad: las grandes instituciones que marchan bien, explica, no han sido inventadas por nadie. La familia o la economía de mercado son productos del orden espontáneo. Ningún intelectual, insiste, decidió un día crear una organización que debería llamarse capitalismo o economía de mercado.

Hayek añade que estas grandes instituciones de la sociedad moderna se basan en una moral. Una moral que no es «natural», sino el producto de una evolución, una evolución casi biológica, pero que afecta a las organizaciones sociales más que a los organismos vivos. Esta moral, me dice Hayek, no es natural, porque espontáneamente—por ejemplo—el hombre no tiende a respetar la propiedad privada o los contratos. Es la selección la que, actuando sobre el comportamiento moral, deja claro que, en el curso de los siglos, los pueblos que respetan los contratos y la propiedad se tornan más prósperos. He aquí el motivo por el que, según Hayek, la sociedad occidental se volvió moral, y sin esta moralidad fundamental, el capitalismo no podría existir.

Guy Sorman

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