Fichero

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El Dr. Aníbal Romero, Profesor Titular de Ciencia Política en la Universidad Simón Bolívar, es autor de una importante colección de estudios sobre el campo de su pasión académica y existencial. De prosa incisiva y clara, sus trabajos resultan iluminadores y no pocas veces anticipatorios. Por ejemplo, en febrero de 1999, al momento de la asunción de Hugo Chávez al poder en Venezuela, escribía: «Lo interesante del caso de Chávez consiste en el hecho de que su concepción de sí mismo es la del portador de un ‘cambio’, mas en realidad representa una regresión. Por un lado, el personalismo político conducirá a deteriorar aun más el ya muy lesionado esquema de la institucionalidad democrática; por otro lado, su nacionalismo y anti-imperialismo, así como su visión populista de la sociedad y la economía, nos arrastrarán por el ya trillado y fracasado sendero del estatismo y la demagogia. La relación caudillo-masa sustituirá, paulatina o rápidamente, los correajes institucionales, y las prácticas populistas en lo económico acelerarán el ya pronunciado empobrecimiento de una sociedad confundida, violenta, y negada a admitir las verdaderas causas de su penosa situación». (El Paroxismo del populismo, ponencia en el seminario ¿Sigue vigente el populismo en América Latina?, de la Fundación Pensamiento y Acción, recogida en Aníbal Romero: Decadencia y Crisis de la Democracia, Editorial Panapo, Caracas, 1989. Antes, en el mismo texto, había enumerado los rasgos fundamentales del «nasserismo militar» de Hugo Chávez: nacionalismo, anti-imperialismo, populismo y personalismo).

En el libro Estudios de Filosofía Política (Panapo, 1998), el Dr. Romero nos introduce al pensamiento de importantes pensadores de lo político. A mi gusto, uno es particularmente pertinente al momento venezolano actual: el pensamiento de Carl Schmitt, a quien el profesor Romero dedica el capítulo Teoría política e historia. Reflexiones sobre Carl Schmitt.

Schmitt (1888-1985) es un curiosísimo caso de la filosofía política reciente, por cuanto sus postulados principales llaman la atención de cuarteles disímiles y contrapuestos, incluso cuando se trata de corrientes implacablemente atacadas por su amargo discurrir. De preferencias marcadamente conservadoras—católico alemán—parecía llevar una trayectoria de «tercera vía» a la manera socialcristiana, dado que refuta por igual al liberalismo y al marxismo, lo que ciertamente es lo que hacen Rerum Novarum de León XIII y Quadragesimo Anno de Pío XI. Pero Schmitt es, por sobre todo, la expresión más lúcida de Realpolitik, pues a fin de cuentas reduce lo político a la determinación del eje existencial «amigo-enemigo». De hecho, su feroz crítica al liberalismo se afinca en el diagnóstico de que los liberales querrían ignorar de un todo esa distinción. Por este camino Schmitt terminó afiliándose nada menos que al partido nazi. Luego de la conclusión de la guerra emergió relativamente incólume, y dedicó buena parte de su tiempo a recuperar su prestigio dañado.

Es por esto que resulta curioso constatar que su análisis, que viene como anillo al dedo a proyectos como el chavista, puede ser aplicado por igual a buena parte de la oposición al chavismo, así como es sorprendente que campos enfrentados, como el neoconservatismo de George W. Bush y lo islámico, se dejen fascinar por las cínicas ideas de Schmitt.

Por ejemplo, Alan Wolfe (Profesor de Ciencias Políticas en Boston College) ha escrito recientemente (Un filósofo fascista nos ayuda a comprender la política contemporánea, The Chronicle of Higher Education, abril de 2004): «Dados el estridente antisemitismo de Schmitt y sus nada ambiguos compromisos con los nazis, la continua fascinación de la izquierda con él es difícil de comprender». Pero asimismo Wolfe declara: «Para entender qué es hoy peculiar del Partido Republicano uno necesita primero conocer acerca de un oscuro y muy conservador filósofo político. Su nombre, no obstante, no es Leo Strauss, quien ha sido ampliamente citado como el gurú intelectual de la administración Bush. Pertenece, en cambio, a un pensador menos conocido pero en muchas formas más importante llamado Carl Schmitt». Luego de registrar que Schmitt destaca que «los liberales se sienten incómodos con el poder y por esto critican más la política que involucrarse en ella» y de pronosticar que «los conservadores ganarán prácticamente todas sus batallas políticas porque son la única fuerza en América que es verdaderamente política», Wolfe concluye: «No en vano la elección de 2004 ha suscitado tanto interés. Estaremos decidiendo, si Schmitt es alguna guía, no sólo quién gana, sino si trataremos al pluralismo como bueno, el desacuerdo como virtuoso, la política como constreñida por reglas, la equidad como posible, la oposición como necesaria, y el gobierno como limitado».

Pero al mismo tiempo un activísimo y profundo intelectual del Islam, S. Parvez Manzoor, se siente atraído ineludiblemente por Schmitt. (La Soberanía de lo Político: Carl Schmitt y la Némesis del Liberalismo). Así dice: «Para los musulmanes, que se hayan en el extremo desfavorecido de la polémica civilizatoria, la lección de Carl Schmitt es precisamente la naturaleza política del orden mundial, la duplicidad de sus instituciones y la mojigatería de sus cruzados morales. El universalismo es la máscara que esconde el semblante de la hegemonía y el poder es el derecho del elegido».

¿Qué hay de particular en este pensador nacional-socialista que convenga por igual a islamistas e izquierdistas, a conservadores y nasseristas? La glosa analítica del Dr. Romero nos presenta la médula del pensamiento de Schmitt. La Ficha Semanal #21 de doctorpolítico corresponde a buena parte de la sección cuarta del capítulo dedicado a Schmitt en Estudios de Filosofía , una lectura decididamente recomendable. Los trozos en cursiva son escritura de Schmitt en su obra fundamental: El Concepto de lo Político.

LEA

De amigos y enemigos

Lo político es aquello que tiene que ver con lo decisivo de la existencia, y lo decisivo es, precisamente, la afirmación existencial frente al «otro»: «La oposición o el antagonismo constituye la más intensa y extrema de todas las oposiciones, y cualquier antagonismo concreto se aproximará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo». Lo político tiene una esencia pero no una sustancia propia, ya que todos los ámbitos de la realidad, el religioso, el económico, el moral, etc., devienen en ámbitos políticos si esa «oposición decisiva», esa «agrupación combativa» entre amigos y enemigos tiene lugar. Una vez que esa intensificación de la conflictividad se produce, alcanzamos el plano de la decisión existencial, es decir, de lo político:

«…cualquier antagonismo concreto se aproximará más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo, esto es, a la distinción entre amigo y enemigo… Por sí mismo lo político no acota un campo propio de la realidad, sino sólo un cierto grado de intensidad de la asociación o disociación de hombres… La cuestión no es entonces otra que la de si se da o no tal agrupación de amigos y enemigos como posibilidad real o como realidad, con independencia de los motivos humanos que han bastado a producirla… En cualquier caso es política siempre toda agrupación que se orienta por referencia al «caso decisivo». Por eso es siempre la agrupación humana que marca la pauta, y de ahí que, siempre que existe una unidad política, ella sea la decisiva, y sea «soberana» en el sentido de que siempre, por necesidad conceptual, posea la competencia para decidir en el caso decisivo, aunque se trate de un caso excepcional».

Schmitt insiste que la guerra como tal no es el fin u objetivo de la política, sino su presupuesto, es decir, la opción que siempre está presente como posibilidad real, y que «determina de una manera peculiar la acción y el pensamiento humanos y origina así una conducta específicamente política». No obstante, es claro que su moral (pagana) subyace a su visión de lo político y le empuja inevitablemente a una concepción bélica de la política, una concepción para la cual lo que en última instancia está en juego es la posibilidad de la muerte física de seres humanos, muerte que, sostiene Schmitt, no puede justificarse por motivaciones de tipo normativo sino estrictamente existenciales:

«La guerra, la disposición de los hombres que combaten a matar y ser muertos, la muerte física inflingida a otros seres humanos que están del lado enemigo, todo esto no tiene un sentido normativo sino existencial, y lo tiene justamente en la realidad de una situación de guerra real contra un enemigo real, no en ideales, programas, o estructuras normativas cualesquiera. No existe objetivo tan racional, ni norma tan elevada, ni programa tan ejemplar, no hay ideal social tan hermoso, ni legalidad ni legitimidad alguna que puedan justificar el que determinados hombres se maten entre sí por ellos. La destrucción física de la vida humana no tiene justificación posible, a no ser que se produzca, en el estricto plano del ser, como afirmación de la propia forma de existencia…»

Lo paradójico de estas aseveraciones de Schmitt es que las mismas parecieran expresar una preocupación humanitaria, cuando en realidad son una manifestación particularmente importante de la lucha de Schmitt contra el liberalismo y la moral tradicional, más específicamente contra la tendencia—que Schmitt, como hemos visto, atribuye al liberalismo—a escapar de lo político y su exigencia existencial. Semejante pretensión, sostiene Schmitt, es fútil y contradictoria, ya que cuando la misma se concreta se convierte en una pretensión política, como ocurriría, por ejemplo, si la oposición pacifista contra la guerra llegase a ser tan fuerte que le llevase a una guerra contra los no-pacifistas; a una «guerra contra la guerra», lo cual no haría otra cosa que demostrar «la fuerza política de esa oposición», al agrupar a estos campos en el rango de amigos y enemigos. La importancia que para Schmitt reviste la afirmación de lo político como afirmación existencial—que a su vez requiere la permanente opción de distinguir entre amigos y enemigos—, le conduce a cuestionar la «guerra contra la guerra» y la absolutización del enemigo que tal meta implica. Este tipo de guerras presuntamente idealistas, impulsadas por motivos «nobles» y «puros», son a la hora de la verdad las más crueles, ya que van más allá de lo político y degradan al enemigo al mismo tiempo por medio de categorías morales. Los liberales, que normalmente pierden de vista la realidad de lo político y el imperativo de decidir, reaccionan de manera extrema cuando se topan con un desafío radical que les obliga a hacerlo, y convierten la guerra en cruzada moral, a través de la cual el enemigo real es transformado en enemigo absoluto al que se trata de aniquilar. Frente a esta concepción no-política de la distinción amigo-enemigo, Schmitt reivindica la del «partisano», el guerrillero pre-marxista al que califica de «telúrico», que limita la hostilidad y no absolutiza a su enemigo. Paradójicamente, explica Schmitt, Lenin se une al liberalismo al transformar a su enemigo en enemigo absoluto, al que se combate en una guerra civil a escala mundial de la que eventualmente emergerá como vencedor el comunismo, cuyo propósito final es crear una sociedad perfecta sin amigos ni enemigos. Schmitt defiende al partisano que protege su pedazo de tierra al que le une un lazo autóctono, pero condena a todos los que, como Lenin y los liberales, sueñan con eliminar la razón de ser de lo político y neutralizar la diferencia existencial. En síntesis, Schmitt condena tanto al liberalismo, por su presunta tendencia a emprender guerras que absolutizan al enemigo y pretenden su destrucción, así como a los marxistas como Lenin, que quieren construir una sociedad perfecta, objetivo que lleva al mismo resultado de la cruzada liberal: a la desaparición del enemigo y en consecuencia de la posibilidad de la diferencia.

Aníbal Romero

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