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Reporta Max Blumenthal en AlterNet: «Sólo unos pocos días después del 11 de septiembre, un golpeado George W. Bush invitó a un pequeño grupo de líderes evangélicos a la Casa Blanca para que le ofrecieran consejo espiritual. Allí discutieron tranquilamente las Escrituras y las implicaciones del 11 de septiembre por unos momentos. Luego el antiguo presidente de la Convención Baptista Sureña, James Merritt, se dirigió al presidente con unas pocas palabras de estímulo. ‘Sr. Presidente, usted y yo somos compañeros creyentes en Jesucristo’, dijo Merritt. Bush movió su cabeza afirmativamente. ‘Ambos creemos que hay un Dios soberano en control de este universo’. Bush asintió de nuevo. ‘Ya que Dios sabía que esos aviones golpearían esas torres antes de que usted y yo naciéramos, ya que Dios sabía que usted estaría sentado en esa silla aun antes de que el mundo fuera creado, sólo puedo extraer la conclusión de que usted es el hombre de Dios para esta hora’, sentenció Merritt. Fue entonces cuando Bush bajó su cabeza y lloró».

En Caracas tenemos un presidente santero (a lo cubano), y que se siente encarnación de Bolívar, miembro del panteón de María Lionza; ni que hablar del fundamentalismo de raíz islámica, con sus conceptos de Jihad, o de la sociedad israelita que entiende tener un contrato específico firmado por una divinidad que le confiara que es su pueblo predilecto y elegido; ahora en la sociedad más racional y secularizada del planeta también el fundamentalismo con asiento religioso contribuye a la formación de su política.

Se habla ya de una fusión cristiano-sionista contra el Islam, más o menos en los términos siguientes: esas dos religiones tienen, naturalmente, un origen común—comparten todo el Antiguo Testamento—aunque difieren en cuanto a la identificación de Jesús de Nazareth como Mesías. Pero más importante que la raíz, y más determinante para la conformación de un espíritu de cruzados es su coincidencia a futuro: es decir, los judíos esperan una venida del Mesías; los cristianos también esperan lo mismo, aunque en su caso la llamen una segunda venida. Y en ambos casos la expectativa es apocalíptica. Falta la conclusión final: la idea de que la batalla de Armagedón es ya, ahora, y que el enemigo es el Islam. He allí el peligro de este neofundamentalismo occidental. Samuel Huntington (The Clash of Civilizations) transmutado en profeta religioso de escatologías belicistas.

No es que Condoleezza Rice deba ser entendida como una ayatollah cristiana, pero no deja de preocupar que el más moderado Colin Powell haya sido sustituido por ella para servir a la política de un presidente que, con menos sofisticada cabeza, sí es propenso a arrebatos místico-políticos. (La propia Rice había observado el año pasado que la Secretaría de Estado no convenía a su carácter algo belicoso. Hubiera preferido robarle el cargo de Defensa a Donald Rumsfeld, con quien ha mantenido una constante competencia, llena de alguno que otro desencuentro de mutua agresividad).

Entretanto, al inicio de la toma de Fallujah, un enviado de la Deutsche Welle, situado a escasos dos kilómetros de la línea de choque, reportaba el impresionante rugido que erizaba su piel. No eran los cañones, sino un extenso estruendo de voces: el unánime grito de «Alá es grande».

El mundo se nos está poniendo marcadamente peligroso.

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