José Vicente Rangel estaba allí, también Isaías Rodríguez, Juan Barreto. Jesse Chacón y Andrés Izarra, Cilia Flores e Iris Varela, Vladimir Villegas y Nicolás Maduro, Jorge Rodríguez y Darío Vivas. Todos estaban allí, en el sitio del atentado. Es natural que allí estuvieran.
Pero eché en falta las caras de Julio Borges, de Pompeyo Márquez, de los alcaldes de Baruta, Chacao y El Hatillo, de Enrique Mendoza, de Henry Ramos Allup y Eduardo Fernández. Allí debieron estar y no estuvieron. Tan sólo aparecieron los opositores José Luis Farías, diputado de Solidaridad, y Claudia Mujica, defensora de los ex fiscales del ministerio público destituidos por el fiscal general Isaías Rodríguez, para expresar su repudio al crimen. Tal vez los otros llamaron a celulares del gobierno para un contacto humano.
Cuando ocurrió el «carmonazo», no hubo de parte de los más ostensibles líderes de la oposición una condena suficiente, contundente e inequívoca de ese vergonzoso episodio. Esta vez no puede pasar lo mismo. Si algo quedase de Coordinadora Democrática, debiera convocar hoy mismo a una de esas marchas que antes preconizaba, para expresar el más claro y amplio repudio al asesinato monstruoso del fiscal Danilo Anderson. Si alguna sensatez y responsabilidad política reposaran en los que una vez fueron—ya no lo son—los líderes de la oposición, hoy mismo debieran aproximarse al gobierno y acercarse al pueblo para un gesto de patria, para una elevación por sobre las terribles diferencias y para la construcción de unanimidad nacional en la condena a tan criminal y estúpida acción. Para condenar que hace nada salía en prensa nacional un obituario y conmemoración del manco coronel von Stauffenberg en el que se sugería, con obvia intención local, que el magnicidio de tiranos, con palabras de ilustres romanos y hasta de un doctor de la Iglesia, es de suyo moralmente meritorio. Para cesar en este juego demencial de muerte.
Sin esguinces, sin condicionamientos. Eso le sale a cualquier liderazgo ejercido o por ejercer en Venezuela. Eso le sale al país entero. A cada venezolano, pero muy en especial a quienes forman opinión, a quienes hacen vida pública. Desde la Conferencia Episcopal Venezolana, que seguramente hablará de inmediato, hasta los feligreses de cualquier religión; desde los dueños de cada medio de comunicación del país hasta el más íngrimo de los reporteros; desde el más grande y próspero empresario, el más encumbrado académico o el más cotizado cantante, hasta el pulpero más sencillo, el maestro más humilde y el más alcanzado serenatero.
Quiero ver páginas enteras de comunicados de repudio en los periódicos. Quiero ver allí las firmas de Elías Pino Iturrieta y Pedro León Zapata, las de Albis Muñoz y Rafael Alfonzo, las de Teodoro Petkoff y Tulio Álvarez, las de María Corina Machado y Gerardo Blyde. Quiero oír a cada ONG condenar la brutalidad y el abuso, quiero ver el programa Aló Ciudadano con una banderita nacional a media asta, quiero una llamada de Silvino Bustillos para ofrecer su llanto, y la valiente asistencia de Napoleón Bravo y Ángela Zago a las exequias del fiscal preincinerado.
No hay ganancia ninguna en tan abominable atentado. Sólo en mentes enfermas puede caber la noción de que una puñalada tal al corazón venezolano, tal vergüenza y tal rabia, pueden servir a algún propósito. Hasta el nazi periférico Carl Schmitt escribía: «No existe objetivo tan racional, ni norma tan elevada, ni programa tan ejemplar, no hay ideal social tan hermoso, ni legalidad ni legitimidad alguna que puedan justificar el que determinados hombres se maten entre sí por ellos».
Más allá de lo criminoso hay estupidez de lo más reconcentrada. Ya Bush la había cogido con Irak antes del 11 de septiembre. La monstruosidad del primer acto hiperterrorista de la historia galvanizó su ánimo, y ha llevado a las muchas muertes que sabemos. ¿Qué podrá estar pasando ahora por el afiebrado cerebro de Hugo Chávez, cuyo carácter es de por sí agresivo y propenso a la violencia? ¿Es que los «estrategas» de esta aberración terrorista quieren justamente desatar su ira? ¿Es que visualizan una política de etarras, eternizada en asesinatos que no sólo son criminales sino enteramente ineficaces políticamente hablando? ¿Qué es lo que se quiere? ¿Darle pretexto a un gobierno abusivo para que su represión sea más dura, para que la mordaza de la ley de contenidos sea apretada más, para que el seguimiento de los casos llevados por Anderson redoble su saña?
Claro que la neurosis de etiología política que nos domina desde que Chávez llegó al poder no dejará de sospechar que el crimen fue justamente un montaje gubernamental, la fabricación de una coartada para acelerar la tendencia totalitaria, para enfebrecer a la revolución. Claro que el peligro ha subido grandemente—el «riesgo país» debiera recrecer de inmediato—pues algún grupo armado paragubernamental, de esos que no cogen línea ni obedecen instrucciones—aunque sí a veces consignas—pudiera escoger un blanco representativo como represalia, y tratar el espantoso incidente como un Sarajevo del año 14, como un insulto que debe ser contestado con otro asesinato, con guerra.
Cilia Flores apuntaba a los reporteros desde Los Chaguaramos, con toda la razón pero sin ningún derecho, que una cosa tan consternante no está en el carácter venezolano, dado naturalmente a la paz. Porque tal declaración, si no totalmente cínica, es verdaderamente insólita. No ha habido en toda la historia de esta pobre ex provincia española un gobierno tan dado a la siembra del odio y la violencia como el que ella defiende. La semiótica fundamental del gobierno chavista es esencialmente agresiva e intolerante.
Si el 11 de septiembre de 2001, si las decapitaciones vídeoregistradas y difundidas por Al Jazeera, si las mutilaciones de rehenes, si todo esto es tan dantesco y de una proporción que casi acaba con el respeto que por nosotros mismos tenemos como especie, uno no puede dejar de preguntarse qué es lo que hacen los Estados Unidos para que un odio tan visceral y tan diabólico pueda habitar el corazón de bin Laden, los de sus kamikaze de líneas comerciales, los de radicales en Jihad que disparan a la cabeza de una mujer que dedicó su vida a trabajar por los iraquíes pobres.
Y uno se pregunta entonces: ¿es esto, Hugo Rafael, lo que tú querías? Porque Hugo Chávez ha venido preparando, abonando, sembrando, criando, estimulando, detonando la violencia. Es este país que ya no reconocemos el que su incontrolado e irresponsable verbo ha traído. Tú, Hugo Rafael, eres muy responsable de la muerte del fiscal Anderson. Tú inoculaste la fiebre.
Ahora veremos si es que de verdad puede llamársete líder. Si ahora que la muerte ha alcanzado a otro venezolano, esta vez a uno de tus más destacados oficiales políticos, eres capaz de erguirte, avergonzado de tu obra y refrenado en tu cólera, e impedir que este innecesario episodio se convierta en una escalada de violencia. ¿Es que necesitas otra comprobación de que nos llevas por rumbo equivocado? Si, como dices, el 11 de abril morigeró en algo tu terquedad ¿cuál es la lección que esta muerte te ofrece? ¿Serás capaz de aprenderla, o actuarás como aquellos a quienes criticas desde tus hábitos histriónicos?
LEA
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