Fichero

LEA, por favor

Las religiones hebrea, cristiana e islámica contienen, en tanto verdades comparadas, ideas afines, «fractales» que se repiten. Dice S. Parvez Manzoor, por ejemplo: «El Estado, como fenómeno histórico, en consecuencia, ni ‘encarna’ la Ley ni ‘representa’ la verdad de la fe sino que constituye una entidad contingente que tiene jurisdicción sobre los cuerpos de los hombres pero no sobre sus conciencias». ¿No es esto acaso una forma culta y técnica de afirmar la mismo que la máxima de Jesús de Nazaret, «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»?

La penúltima de las fichas semanales de doctorpolítico tomó prestado del pensamiento de Ovidio Pérez Morales, cristiano; la última de Alberto Einstein, hebreo. Esta Ficha Semanal #25 se compone de fragmentos de un texto del gran intelectual islámico residenciado en Suecia, S. Parvez Manzoor. Aquí se reproduce de su estudio «¿Es el Islam indemocrático?» oportunas aclaratorias, formuladas desde la entraña misma de la enseñanza profética de Mahoma.

Una caricatura del Islam tiende a ser la imagen que en Occidente tenemos de esa religión, incultos como somos respecto de su prédica. Algunas incidencias históricas, ciertamente, alimentan esa impresión distorsionada. La quema de una de las maravillas del mundo, la Biblioteca de Alejandría, por ejemplo. Así refiere Arnold Toynbee: «Se dice que, en respuesta a la solicitud del general que había recibido la rendición de la ciudad de Alejandría y que le solicitaba instrucciones sobre qué hacer con la famosa biblioteca, ‘Umar habría escrito: ‘Si las escrituras de los griegos están de acuerdo con el Libro de Dios son inútiles y no es necesario preservarlas; si no están de acuerdo, son perniciosas y deben ser destruidas’». (Citado en «El monoteísmo en Occidente», de Rafael López-Pedraza, uno de cuyos textos servirá para construir la ficha de doctorpolítico de la próxima semana).

La prescripción de Parvez Manzoor es tan oportuna como recientes movimientos encaminados a desasociar al Islam de la sangrienta violencia que se comete en su nombre. Un frecuente escritor sobre temas del Islam, Muhammad Shahrour, observa que tal cosa sólo podrá lograrse mediante una reinterpretación de sus textos sagrados, muchos de cuyos preceptos, sobre todo los que tienen que ver con la práctica de la guerra, son sacados de contexto para dotarles de una cualidad general que no tienen. Por poner el caso más notable, toda la Sura del Arrepentimiento—una descripción del fallido intento de Mahoma por establecer un estado en la Península Arábiga—se emplea a menudo para justificar ataques extremistas. («Maten a los paganos donde los encuentren»). Sharhour argumenta que ese mandato debe entenderse como restringido a la lucha específica que Mahoma libraba entonces.

No es fácil la tarea de estos nuevos y pacíficos intérpretes. De nuestro lado pudiéramos ayudar aprendiendo acerca del Islam y entendiéndolo como la casa de un vecino.

LEA

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La casa del vecino

La modernidad nos ha traído un orden público desdivinizado. Ha suprimido la verdad del Alma por la armonía de la Ciudad. Ha reducido el mandato de la Viceregencia Divina a un compromiso con la moralidad civil. Nuestra civilización ya no representa ninguna verdad cósmica, no participa en ningún orden trascendental del ser y no reconoce otro propósito humano más allá de la existencia. De hecho, al redefinir el Fin (eschation/Akhira) como un orden inmanente de la sociedad, la modernidad ha abolido enteramente la búsqueda de la trascendencia del orden público. En lugar del deleite del alma ofrece paz en la ciudad, y el misterio del Aquí-después lo sustituye por la promesa del Aquí-ahora.

En oposición a la verdad moderna, el Islam sostiene que la salvación del Alma tiene precedencia sobre la paz de la Ciudad. El creyente confronta el misterio del ser en tanto l’homme y no en tanto le citoyen. El discurso sacrosanto de la Ley se dirige al alma individual, al musulmán singular que no es un ente político. De hecho, a pesar de la poderosa lógica de su ética comunitaria, la visión islámica es más trascendente que mundana, más simbólica que pragmática, más paradigmática que estratégica. El verdadero guardián del Islam preferiría con mucho condenar mil veces toda la historia que apartarse de una línea del texto. La fe, no la existencia, es el verdadero hogar del creyente.

Paradójicamente, lo Sagrado, hace tiempo exiliado del interior de la Ciudad Secular, la asedia ahora con venganza. Revestido con el ropaje del «fundamentalismo», desafía a la secularidad en su propio terreno inmanentista. Al percatarse de que los problemas de una sociedad históricamente existente no pueden agotarse en una espera por el fin del mundo, la fe se promueve ahora a sí misma como política de inmediato rendimiento. En efecto, comprometido con las glorias de este mundo, profiere su propio modelo de paraíso terrenal. Así, mientras el Leviatán de la modernidad no ha tenido éxito en devorar a la fe religiosa, la fe que ha resurgido del abismo del secularismo flota sobre la balsa del Mesianismo: es inmanentista, radical y totalitaria.

Hoy en día el Islam se encuentra sitiado por una nueva mundanidad. Desafiada desde adentro por la idea del Estado, y por el secularismo de la ortodoxia moderna desde el exterior, la tradición islámica es indiciada de ser hostil a los valores humanos de la democracia, la libertad y la tolerancia. La verdad islámica del creyente, aseguran quienes están afuera, canibaliza el derecho del ciudadano. La soberanía del Islam como fe transtemporal y transexistencial, entonces, nos obliga a separar la media verdad del mundo de la verdad plena de nuestra fe. Al combatir la nueva mundanidad, en otras palabras, el creyente necesita identificar los verdaderos demonios de nuestra época, evitando agotarse en un fútil boxeo de sombra.

Al reflexionar sobre la dialéctica de la fe y la existencia, debiéramos recordar que si el Islam es preponderantemente una fe religiosa, una doctrina de la verdad, las esposas de la modernidad—la libertad, la democracia y el secularismo—son todas ideologías del método. Todas son teorías de la práctica, filosofías de los medios y la instrumentalidad que no se preocupan por ninguna causa o meta última. Mientras que la verdad revelada del Islam no puede permitirse ser desnaturalizada por ningún dictado humano, democrático o despótico, las medio verdades metodológicas del mundo, al no tener interés en los propósitos o metas últimas del hombre, se preocupan sólo con las exquisiteces de forma y procedimiento. Por tanto, sólo cuando la democracia, casada con el humanismo ateo, reivindica ser una doctrina de la verdad, o cuando el secularismo se interpreta a sí mismo como epistemología, es cuando choca contra la fe del Islam. Porque concibiéndose como una doctrina de la verdad, la democracia no sólo afirma la idea política de la voluntad del pueblo, sino que ¡también repudia la idea religiosa de la verdad de Dios! En síntesis, cuando la voluntad colectiva no está tentada a suprimir la verdad del Alma, a subyugar la autonomía de la conciencia individual, la verdad de la fe y el método de la democracia pueden cohabitar en la misma recámara existencial. Y lo mismo vale para el espacio ocupado por un Estado musulmán.

En cuanto a la libertad, la fe revelada del Islam sostiene que, sean cuales sean las contingencias de la existencia, el hombre moral está siempre atado a la ley de Dios. Es él quien trueca su libertad por obediencia, quien somete su voluntad a la voluntad de Dios y se convierte en un Musulmán. Por tanto, la tradición islámica desconoce cualquier «discurso libertario de derechos» en contra de la revelación divina y sus preceptos. Es también a causa del imperativo de la revelación que la fe del Islam nunca podrá liberarse de los «fines últimos de la existencia» y degenerar en mera estratagema de supervivencia. En verdad, la existencia islámica no puede convertirse en un intento prometeico hacia un paraíso terrenal ni reducirse a una patética búsqueda de la seguridad en la «solitaria, pobre, desagradable, bestial y breve» vida del hombre.

No hay que decir que la moralmente obligante Ley de Dios no es contingencia de las ordenanzas de algún gobernante o estado: es verdaderamente transpolítica. O como es vista por nuestra tradición clásica: luego del término de la Profecía, ningún gobierno tiene el derecho de exigir obediencia absoluta. Porque todo gobierno post Profético y todo estado post Profético, Musulmán o no Musulmán, bajo la guía del Faqih o el gobierno del Sultán, es «falible». El Estado, como fenómeno histórico, en consecuencia, ni «encarna» la Ley ni «representa» la verdad de la fe sino que constituye una entidad contingente que tiene jurisdicción sobre los cuerpos de los hombres pero no sobre sus conciencias. Por tanto, la misma razón de la sumisión, que ata al hombre moral y su conciencia a los imperativos de la revelación, no puede aplicarse a la relación del ciudadano con el Estado temporal. La conciencia de la revelación del individuo, y no el poder político del Estado, es la soberana en la Casa del Islam.

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El debate islámico sobre las libertades civiles y públicas terminará cuando dejemos de confundir Estado con Paraíso, orden político con orden divino, contingencia con eternidad, al modo de los secularistas. De hecho, necesitamos rectificar nuestra propensión a concebir el Estado en términos del régimen de la Ley, confundiendo un orden político inmanente con un orden moral trascendente. (Obviamente, la única excepción es el régimen Profético el que, estando bajo el mando directo de Dios a través de la revelación, representa una instancia única—e irrepetible—del gobierno de Dios, una teocracia. De aquí que es el único «estado» dentro de la historia que puede exigir obediencia incondicional del Musulmán. Sin embargo, esta es la única excepción que concluye toda otra regla: hace a toda otra pretensión de gobierno teocrático ilegal y no islámica).

Dado el hecho de que la «teocracia» es sólo posible bajo el gobierno Profético, se sigue que—cualquiera sea la lógica sagrada de la teoría clásica y la furia secular de la revitalización modernista—el creyente y el ciudadano no están condenados a una vida de perpetua lucha en la Casa del Islam. En efecto, mientras el Estado no pretenda «encarnar» la verdad trascendente de la fe, en tanto no se ponga el manto teocrático, podrá asegurarse la lealtad del creyente, aunque limitada y condicional. Sólo cuando el estado temporal pretende en último término dirigir el destino del ciudadano más allá de dahr o dunya, (usurpando así la autoridad del Profeta) pierde su derecho a la obediencia. Un falso imán es más peligroso que un falso sultán.

La proclamación de la verdad eterna de la fe y la lucha por el deleite del alma, sin embargo, no son una renuncia a la media verdad de la Ciudad. Simplemente son mantener la autoridad moral de la verdad revelada, y su consiguiente conciencia religiosa, sobre el poder coercitivo del orden político. En la medida en que el problema de crear la paz en la Ciudad no signifique abolir la búsqueda por el significado de la existencia, en la misma medida el método democrático no agota la búsqueda religiosa de la verdad. En consecuencia, aun cuando la fe religiosa del Islam y la metodología política de la democracia han sido presentadas como enemigos mortales por los extraviados campeones de la piedad religiosa y los autonombrados guardianes del «orden mundial», ellas pueden, y en verdad deben, coexistir. Y esta cohabitación debe tener lugar no sólo dentro de los estados Musulmanes, sino asimismo en el seno de la emergente Ciudad Global de la humanidad.

S. Parvez Manzoor

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