John Haldane, fallecido en 1964, fue un notable científico de Inglaterra, biólogo, genetista, así como un editor de criterio bastante izquierdista. (Fue el director del diario comunista The Daily Worker y miembro del Partido Comunista Inglés). Esto no le impidió advertir en un certero trabajo sobre el tamaño adecuado de las cosas, que las estructuras preconizadas por el socialismo no podrían funcionar en países del tamaño de los Estados Unidos o de Rusia: «Y así como hay un tamaño óptimo para cada animal, así también es cierto eso para cada institución humana… Para el biólogo el problema del socialismo consiste mayormente en un problema de tamaño. Los socialistas extremos desean manejar cada país como si se tratase de una empresa única. No creo que Henry Ford encontrase mucha dificultad en administrar Andorra o Luxemburgo sobre bases socialistas. Se puede pensar que un sindicato de Fords, si pudiésemos encontrarlos, haría que Bélgica Ltd. o Dinamarca Inc. fuesen rentables. Pero mientras la nacionalización de ciertas industrias es una obvia posibilidad en los más grandes entre los estados, no me es más fácil imaginar un Imperio Británico o unos Estados Unidos completamente socializados, que un elefante que diera saltos mortales o un hipopótamo que saltara sobre una cerca». (J.B.S. Haldane, On Being the Right Size).
Si tal cosa fuese cierta, complementariamente podría sostenerse como corolario que hay escalas requeridas para el sano funcionamiento de un pleno libre mercado. Es decir, que las sociedades pequeñas, especialmente por estar inmersas en un mercado mundial globalizado, encuentran dificultades serias para aplicar a rajatabla un esquema de libre mercado. (Chile es, por ahora, una excepción, mientras que Argentina, México y Venezuela han experimentado todas graves problemas después de aplicar, en grado variable, las reglas del llamado Consenso de Washington).
La población de Venezuela tal vez no revista la magnitud necesaria para el desarrollo eficiente y sano de un esquema liberal o neoliberal, que en todo caso, siendo proposición para lo económico, no contiene respuestas suficientes a lo político. Por otra parte, las economías de mercado se han revelado como más naturales y productivas que las economías sujetas a un excesivo control o dominación estatal. ¿Qué nos indica esto? Que es necesario adquirir una escala de mayor magnitud, similar a la de economías como la norteamericana, o la europea.
El nombre de integración, para designar el tipo de asociación preferible, es ciertamente inadecuado. La palabra integración tiende a producir la imagen de un todo homogéneo, en el que las peculiaridades nacionales quedarían borradas.
La imagen correcta es la de una confederación de carácter político, que corresponda, en términos generales, al modelo norteamericano. La unión política estadounidense estableció, por el mismo hecho de su construcción, la unión económica, la integración económica, pues estableció el libre tránsito de personas y de bienes por todo el territorio de su confederación. (Artículos de la Confederación, 1776). En cambio, el camino intentado, una y mil veces en América Latina, sin éxito apreciable, es el de arribar a la integración política por la etapa previa de la integración económica; esto es, el modelo de la Comunidad Económica Europea.
Para los europeos esto tenía mucho sentido. Los componentes nacionales a ser ensamblados, en muchos casos, habían sido, cada uno por separado y cada uno en su oportunidad, primeras potencias mundiales: la España del Siglo de Oro primero, luego la Francia napoleónica, la Inglaterra victoriana, la Alemania del Tercer Reich… No era fácil para los estados europeos, en medio de sus suspicacias, aceptar el hecho de una integración política, sin contar con las dificultades derivadas del hecho simple de su profusa variedad de idiomas. Inmediatamente después de echarse tiros durante seis años de guerra mundial, no era fácil que un continente en el que se habla una veintena de idiomas diferentes pudiera ir más allá de la tímida proposición, primero, de la Comunidad del Carbón y del Acero. (1946). Poco a poco fueron los europeos evolucionando, a mercado común, a comunidad económica y, ahora, a una comunidad política.
El 2 de agosto de 1993 ese esquema integracionista europeo, ya debilitado por la poco entusiasta—hasta difícil—aprobación del Tratado de Maastricht por parte de varios de los países de la Comunidad, recibió un golpe de importante magnitud. La especulación monetaria desatada contra las monedas de Francia, Dinamarca, Bélgica, España y Portugal, como consecuencia de la negativa del Bundesbank a las peticiones de reducción de su tasa de interés clave, pareció descarrilar el programa previsto para la unificación monetaria europea: la meta de una única moneda europea hacia 1999.
Al mes siguiente de estos hechos, Milton Friedman, el Premio Nobel de Economía líder de la llamada Escuela de Chicago (nadie más opuesto a las inclinaciones de Haldane), se expresaba en los términos siguientes: «Si los europeos quieren de veras avanzar en el camino de la integración, deberían comprender que la unidad política debe preceder a la monetaria. El continuar persiguiendo algo que se acerca a una moneda común, mientras cada país mantiene su autonomía política, es una receta segura para el fracaso». (Entrevista en la revista L’Espresso, 26 de septiembre de 1993).
Las razones para una integración política pueden ser, pues, de raíz económica, sobre todo si las políticas económicas sobre las que se ha puesto tanta esperanza han fracasado rotundamente.
América del Sur es geográficamente un continente distinguible de Norteamérica. No en vano es tratado así en la costumbre geográfica de los Estados Unidos. (La Enciclopedia Británica, venerable publicación de la Universidad de Chicago, trata a América del Sur como continente separado). Es un continente caracterizado por la mayor variedad ecológica y biológica, si se le compara con el resto de los continentes. Es el continente que se despliega sobre la gama más amplia de latitudes. Es el continente que produce más de la mitad del oxígeno del planeta. Es el cuarto más grande de los continentes, con una superficie total de 17 millones 800 mil kilómetros cuadrados, o un 12% de la superficie terrestre del mundo.
Como espacio geopolítico y ecológico, pues, tiene sentido pensar en su organización política de conjunto. Tiene más sentido aún si consideramos que el mundo va hacia una planetización política, en la que la coexistencia de culturas diversas será una realidad y los grandes bloques dominarán el decurso político del planeta.
Los planteamientos terapéuticos que han preconizado nuestra integración en América Latina o, más limitadamente, en el bloque andino, han partido de una postura describible en los términos siguientes: la unidad política sería el desiderátum final pero no es asequible en estos momentos; por esto sería necesario iniciar el proceso por la integración económica y el estímulo a la integración cultural. Es así como se suceden las misiones culturales de buena voluntad: enviamos a Yolanda Moreno a danzar por el continente y a la Orquesta Sinfónica Juvenil a dar conciertos; es así como establecemos «supercordiplanes» al estilo del SELA o los órganos del Acuerdo de Cartagena.
Lo equivocado está en suponer que la integración económica es más fácil que la integración política. Esto no es así. La actividad económica tiende a presentar, como rasgo predominante de su proceso, el carácter de lo competitivo. Difícilmente puede entonces conducirnos a la integración efectiva, sobre todo si cada componente de los pactos de integración económica se comprende a sí mismo como portador de una vocación perenne de Estado independiente.
La integración a la que debe procederse lo antes que sea posible es la integración política. La integración económica vendrá entonces por sí sola, con el proceso casi automático de la acomodación de las unidades productivas, lo que es mucho más sano y flexible que las integraciones económicas forzadas a partir de burocracias tecnocráticas, que si han fracasado dentro de los límites nacionales, con mayor certidumbre fracasarán en el intento de manejar entidades de escala superior. Si seguimos en esto, en lugar del modelo de integración europea, el modelo norteamericano de 1776, estaríamos estableciendo una confederación que en principio sólo requeriría que sus miembros confiaran a un nivel federal tres potestades—representación ante terceros, defensa militar ante terceros y emisión de moneda—mientras que retendrían «toda su soberanía, libertad e independencia, y todo poder, jurisdicción y derecho, que no sea expresamente delegado a los Estados Unidos reunidos en Congreso por esta Confederación». (Texto del segundo artículo de los Artículos de Confederación de los Estados Unidos de Norteamérica, documento constitucional primario anterior a su Constitución actual).
El perímetro máximo a considerar es el sudamericano. Es factible que no todos los actuales países de este continente se avengan a este tratamiento. Es posible concebir perímetros menores. Puede ser que no le sea tan fácil a Brasil, por ejemplo, integrarse en una unión del tipo descrito, lo que sería comprensible, pues, a fin de cuentas, Brasil es casi por sí solo un subcontinente, y con una base poblacional de ciento ochenta millones de habitantes puede sustentar legítimamente la idea de autosuficiencia política. Nuestro criterio, sin embargo, es que Brasil se encontraría extrañado fuera de una unión sudamericana, pues fuera de ella no sería fácil que se explicara a sí mismo. Por otra parte, muy lúcidas inteligencias brasileras están a favor de la integración, y así se demostró en la época del pacto integracionista firmado por Sanguinetti, Sarney y Alfonsín. Hace no mucho, además, el ex presidente Alfonsín llamaba la atención sobre la inconveniencia, para Argentina, de sumarse al Tratado de Libre Comercio firmado por Canadá, Estados Unidos y México, y abogaba por el fortalecimiento del proyecto de MERCOSUR.
Por lo que respecta a quienes no encontrasen la forma de unirse de inmediato, es posible estipular la misma salvedad que los norteamericanos establecieron en sus ya mencionados «Artículos de Confederación» frente a Canadá: «Article Eleven. Canada, acceding to this Confederation, and joining in the measures of the United States, shall be admitted into and entitled to all the advantages of this Union». (Artículo Once. Canadá, de acceder a esta Confederación, y sumándose a las disposiciones de los Estados Unidos, será admitida y con derecho a todas las ventajas de esta Unión.)
Es, en todo caso, la conciencia común de los sudamericanos lo que da pie y base a la posibilidad de la integración política. Hasta parecemos una misma cosa para los otros, que nos engloban bajo la denominación común y no poco despectiva de sudacas.
Pero integrar políticamente en pie de igualdad, por poner un caso, a Brasil y Uruguay es forzar desequilibrios desmesurados. Si existiese la potestad de diseñar en frío escritorio el nuevo mapa político de América del Sur, sería preferible imaginarla compuesta por tres grandes miembros—tal como América del Norte se compone a partir de Canadá, los Estados Unidos y México. El Brasil es, obviamente, uno de esos tres componentes; el Cono Sur formado por Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay, el segundo de ellos. El tercer módulo estaría formado por el arco andino o bolivariano, y en este caso se extendería desde Bolivia hasta Panamá, que era antigua parte de Colombia. Es más, pudiera devolverse a Bolivia su nombre primigenio de Alto Perú y tomar prestado al que ahora tiene para designar a este conjunto de naciones liberadas por Bolívar.
Y es por estas razones por las que Hugo Chávez estuvo equivocado en Ouro Preto. Más allá de su falta de urbanidad y su inconsistencia—primero procura por todos los medios que Venezuela sea admitida en MERCOSUR para luego ir a su casa a insinuar que debe ser derruida—Chávez sigue proponiendo integración económica cuando lo que debe buscarse es confederación política, primeramente; y, en segundo término, su incitación a dejar atrás la comunidad andina de naciones deja de tomar en cuenta que ésta encarna una identidad bolivariana que ofrece basamento firme para una nueva nación, uno de los tres componentes políticos primarios de América del Sur. Como le insinuaron allá mismo: vistoso pero irresponsable, que son los rasgos inconfundibles del demagogo.
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