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Una larga vida de 86 años (1889-1975) fue la de Arnold Toynbee, el historiador británico que entendía la historia como una sucesión de civilizaciones antes que como secuencia de regímenes políticos. Este más alto punto de vista le convirtió en figura señera de la disciplina histórica en el siglo XX, y en sabio a quien su opinión le fuera solicitada con frecuencia.
Entre 1934 y 1961 se ocupó de producir su monumental Estudio de la Historia, en doce volúmenes. En esa obra despliega un análisis comparativo de 26 civilizaciones, para las que registra su origen, su desarrollo y su final desintegración. Las civilizaciones mueren, según Toynbee, no porque fracasen en adaptarse a retos físicos o ambientales, sino porque no son capaces de responder a los de índole moral o religiosa. Así, por ejemplo, Toynbee no cree que el Imperio Romano se derrumbara por causa del asedio bárbaro, sino porque el «proletariado interno» del cristianismo, portador de valores muy diferentes a los que permitieron el desarrollo del imperio, habría erosionado a Roma desde sus propias entrañas.
Oxford University Press publicó en 1971 el libro Surviving the Future, que recoge varios días de diálogo entre el decano de los historiadores y el profesor Kei Wakaizumi, de la Universidad Kyoto Sangyo en Japón. Wakaizumi invitó a Toynbee a dialogar sobre los temas que más interesaban a la juventud japonesa cuando comenzaba la séptima década del siglo pasado. El maestro aceptó la invitación, según sus propias palabras, «con alegría y presteza de ánimo», y se dispuso a entablar la conversación con la guía de una lista de 67 preguntas formuladas por Wakaizumi. El diálogo entero fue publicado en japonés, en forma seriada, en el periódico Mainichi Shimbum. La publicación de Oxford reagrupó los materiales, con la ayuda editorial de la señora Toynbee, en el libro mencionado, consistente de siete grandes capítulos. (Más un prefacio, una introducción y unos comentarios finales). La Ficha Semanal #29 de doctorpolítico se compone con unos pocos fragmentos del capítulo V del libro, bajo el título «La Educación: Un Medio de Cambio Constructivo». A sus 82 años Toynbee parecía haberse vuelto, a juzgar por sus respuestas en este punto, alguien bastante comunista.
La primera de las preguntas formuladas a Toynbee por Wakaizumi da origen al primer capítulo, El Propósito de la Vida, en el que el entrevistado se explaya en contestación a la siguiente cuestión: «La consecuente confusión, presión, tensión que sufrimos hoy nos mueve a reconsiderar la pregunta fundamental del significado y finalidad de la vida. ¿Para qué debe vivir el hombre?» Toynbee contesta: «Diría que el hombre debe vivir para amar, para comprender y para crear».
Siendo que todo el ejercicio tenía por público preferente la juventud japonesa, Toynbee se dirige directamente a ella al cierre de su propio prefacio: «Si quieren tener éxito, deberán arreglárselas para retener las virtudes de la juventud cuando hayan alcanzado su madurez y hayan asumido las responsabilidades que vienen con ella. Las virtudes de la juventud son el desinterés y la apertura de mente. Aférrense a ellas. Las necesitarán el doble cuando sean el doble de viejos de lo que hoy son».
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De un viejo maestro
Si no ponemos cuidado, el destino de la gran mayoría de la población duplicada o triplicada de este planeta puede ser el de vivir desempleada en poblados de ranchos, subsistiendo de limosnas inadecuadas ofrecidas con resentimiento por la minoría productiva, la que viviría ella misma con el temor de ser masacrada por la resentida mayoría desempleada. La minoría productiva dominante pudiera tratar de impedir cualquier intento de la mayoría por deponerla enfrentando su número contra la habilidad y el poder de la minoría. La minoría pudiera tratar de protegerse reuniendo a las masas en manadas y reservaciones cercadas con alambres de púa electrificados; o pudiera tratar de exterminarlas, como los nativos de Tasmania, Australia, los Estados Unidos y el Brasil han sido de hecho exterminados en gran medida en la era moderna. Pero en vista de la gran disparidad numérica entre la indeseada e inempleable mayoría y la minoría productiva, me parece más probable que sea la minoría la que fuera en gran parte exterminada. Si tal cosa llegare a ocurrir, la mayoría pronto sería drásticamente reducida en magnitud por la hambruna, la enfermedad y la mutua carnicería, y entonces la humanidad se encontraría de regreso al estado que dejó atrás al despuntar la edad del Paleolítico Superior.
Esta predicción puede sonar como una pesadilla fantástica, pero se haría realidad si no adoptamos medidas activas para impedir que suceda. Si queremos evitar esta situación, la mayoría desempleada tendrá que recibir algo más que una mera limosna de la minoría productiva; tendrá que ser subsidiada generosamente, con tacto, y de manera creativa.
Tendremos que compartir los frutos de la tecnología con toda la humanidad. La noción de que los productores directos e inmediatos de la tecnología tienen derechos de propietario a estos frutos tendrá que ser olvidada. Después de todo ¿quién es el productor? El hombre es un animal social, y el productor inmediato ha sido ayudado a producir por la estructura toda de la sociedad, comenzando con su propia educación. Así que no es razonable que pretenda tener un derecho propietario a su producto y, bajo las nuevas condiciones de automatización, tal cosa no tendría ningún sentido. Nuestro principio futuro deberá ser: «A cada hombre según sus necesidades en vez de según su producción». Y entonces, cuando hayamos satisfecho las necesidades materiales del hombre, deberemos ofrecerle ámbito para satisfacer sus necesidades espirituales. Tendremos que vencer la sensación de que es casi una desgracia no estar empleado en el sentido técnico de no estarlo en trabajo por el que se perciba un salario. Buda y Jesús fueron desempleados en este sentido—esto es, en términos económicos. Pero nadie se aventuraría a decir que fueran de hecho improductivos. Sólo si confinamos nuestra definición de productividad a la producción material podremos llamar improductivos a Buda y Jesús.
El lado material de la naturaleza humana no es un fin en sí mismo. Es sólo el medio para un fin. Ya he mostrado creer que los propósitos verdaderos de la vida humana son espirituales; seguramente deberemos hacer que las máquinas sean nuestro sirviente para ayudarnos a lograr estos propósitos espirituales. Serán nuestro dueño, quizás, en el sentido de que tendremos que vivir en el ambiente no propicio de las fábricas y las oficinas de las grandes ciudades; pero, en cualquier ambiente podemos llevar una vida espiritual, y es para esto que es el hombre.
Los seres humanos, en su mayor parte, se aburren rápidamente con el ocio, y tarde o temprano, creo, también se sacian de ver deportes o incluso practicarlos. La mayoría desempleada tendrá que ser estimulada para que encuentre satisfacción en algún empleo no económico. En otras palabras, tendrá que ser educada en el uso apropiado del tiempo libre. Ya he indicado los campos de actividad no económica en los que creo hay un espacio ilimitado para un número ilimitado de personas. El pensamiento, el arte y la religión son campos en los que el lado espiritual de la naturaleza humana puede hallar un ámbito infinito. Será difícil y tomará tiempo reeducar al hombre industrializado, o mostrarle cómo reeducarse a sí mismo, de forma que pueda hacer un uso positivo de su ocio. Si podemos tener éxito en lograrlo, podremos ver un nuevo florecimiento de la cultura—un segundo Renacimiento—en lugar del desarrollo de una sociedad parasitaria, la que, como el proletariado urbano del Imperio Romano, viva para «pan y circo» y revierta al salvajismo si no los obtiene.
Arnold Toynbee
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