En alguno de los innumerables cuentos de Calleja el protagonista debe salvar la vida con su astucia. Está retenido en los dominios de un señor que le ejecutará si no acierta a contestar una pregunta dificilísima. “Dime cuánto valgo yo”, dice el soberano, “y si aciertas te perdono la vida”.
Naturalmente, el héroe de la historia se preocupa mucho, pues cree que cualquier cantidad que nombre resultará pequeña al vanidoso rey, hasta que encuentra una respuesta invencible. “Vuestra Majestad vale 29 monedas de plata”, sentencia. Había encontrado la tasación perfecta: una moneda menos que Dios.
Una estimación correcta de la magnitud de las cosas sociales es muy importante a la hora de tratarlas con la acción pública. La dosificación de políticas adecuadas exige un reconocimiento lo más objetivo posible del tamaño de las amenazas. Por ejemplo, desde una perspectiva de oncología política ¿cuán maligno es el chavoma? En este caso podemos establecer la comparación, ya no con tan excelso ser como el que fuera vendido por treinta denarios de plata, sino con el peor de los casos históricos de neoplasia estatal. Cuando el Presidente de la República fue a la Asamblea Nacional para presentar memoria y cuenta, no sólo ofreció indicadores de sus exitosas misiones y sus prolíferos ministerios, no sólo anunció la interrupción de relaciones comerciales con Colombia, sino que declaró que el proyecto que él conducía era para doscientos años.
Una cosa tal pudiera parecer en extremo pretenciosa, pero en comparación con el hitleroma, cuya ambición llegaba al milenio, ya no lo es tanto. En términos de pretensión o arrogancia temporal, el chavoma arroja sólo la quinta parte del valor del hitleroma, que intentó establecer el Reich que duraría mil años. No estamos tan mal. Es como si nuestro tumor fuese cinco veces menos virulento que el que aquejara a Europa durante doce años. (Por ahora).
O, por ejemplo, en términos de agresividad agraria el gobierno actual es marcadamente más agresivo que el programa de reforma agraria de la democracia con la ley de 1960—en el papel no mucho, aunque sí en la práctica—pero ciertamente más benigno que lo que se viera en Cuba o Rusia comunistas. El chavoma tiene abonado a su cuenta un buen número de muertes políticas entre 1999 y 2005, pero ¿cuántos fusilamientos se debieron al castroma en Cuba entre 1959 y 1965?
En fin, la cosa es bastante maligna, pero hasta ahora no es de las peores neoplasias que el mundo ha conocido. Lo que no deja de preocupar, porque una arrogancia de dos siglos es demasiado. Nadie tiene el derecho de imponer su particular epopeya febril a un pueblo. Chávez no tiene el derecho de llevarnos a una guerra con Colombia.
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Pareciera claro que el segundo período de Bush presagia peores relaciones entre Venezuela y Estados Unidos. Las advertencias que llegan del norte son más frecuentes y más exigentes. No hay duda de que el gobierno de Bush ha decidido poner más atención a Venezuela, y es razonable apostar a que los insultos de Chávez al presidente norteamericano no han sido olvidados. Primero sus voceros oficiales expresaron disgusto por un rearme ruso para Venezuela, y ahora la inminente Secretaria de Estado, Condoleeza Rice, no dejó dudas del desagrado estadounidense hacia nuestro gobierno, nada menos que en el contexto de las audiencias para su confirmación en el Senado de los Estados Unidos. Rice es un “halcón”, bastante más dura que su predecesor Powell, y sus declaraciones al Comité del Senado no dejan lugar a equívocos: Chávez es oficialmente mandatario no grato a la Casa Blanca, la que ha decidido ejercer presión sobre él. El asunto es ahora tan obvio y reiterado que ya no puede pensarse que Chávez sea tenido por la diplomacia y la inteligencia norteamericanas como un bufón de poca monta. Ya existe el plan para reducirlo.
El solícito interés del gobierno norteño en el caso Granda, manifestado en el rapidísimo apoyo a la idea de una confrontación Chávez-Uribe ante testigos y en su insistencia en que el gobierno venezolano ofrezca explicaciones satisfactorias sobre la decena de guerrilleros-terroristas importantes de presunta presencia en el país, según lista suministrada por el gobierno de Uribe, evidencian que Washington no está dispuesto a dejar pasar las cosas esta vez. Sus cálculos incluirán, naturalmente, el escenario extremo de la confrontación armada abierta entre Colombia y Venezuela—la guerra—y estaría más dispuesto a asumir el riesgo cuando el armamento ruso para las fuerzas armadas venezolanas aún no reposa en nuestros arsenales. En los actuales momentos Colombia puede oponer a Venezuela una fuerza armada que nos duplica en exceso, una capacidad militar ya no adiestrada en meras simulaciones y ejercicios, sino en guerra de verdad. Y si Chávez sueña con un aliado cubano, Uribe está más que respaldado por la íngrima superpotencia norteamericana.
Estas cosas las sabe Hugo Chávez, y si logra mantenerse alejado de arranques temperamentales, tarde o temprano deberá absorber y contabilizar como pérdida neta los efectos del affaire Granda. Ningún malabarismo retórico, ninguna vestidura rasgada ante la operación de secuestro por encargo, puede ocultar el hecho de que el gobierno venezolano concedió al “canciller” de las FARC no sólo santuario, sino nacionalidad y derechos políticos en nuestro territorio. Que para los criterios del Departamento de Estado, Chávez ha protegido al menos a ese terrorista y entrado en contubernio con él. Y por menos que eso los Estados Unidos han intervenido, directa o indirectamente, en otras partes. Agentes de la DEA han detenido gente en territorio mexicano, y no han tenido la delicadeza bogotana de recompensar agentes locales para la captura. No es el caso, por tanto, que Bush esperará que Chávez se refuerce con Migs 29 y termine de desviar sus exportaciones petroleras hacia China. Actuará—ya lo está haciendo—mucho antes de que tales cosas ocurran.
La dinámica es ciertamente preocupante. Ya una encuesta levantada en 21 países ha revelado que una mayoría considera que la segunda presidencia de Bush hace al mundo más peligroso, y Colombia no puede despreciar un conflicto armado con Venezuela, porque en tal caso combatiría contra el ejército venezolano en alianza ya abierta con las FARC y el ELN.
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Conozco una dama de afición magallanera que es tan furibundamente anticaraquista que si los Leones del Caracas llegan a representarnos en la Serie del Caribe, entonces prefiere pujar por Puerto Rico, México o la República Dominicana. Primero muerta, dice, antes que aupar a los caraquistas. Algo así ocurre con quienes detestan a Chávez de tal manera que prefieren transferir su incondicional apoyo a Uribe o Condoleeza Rice. Y esta patología de una política de odio imita y exacerba al protocolo chavista. Ningún venezolano con juicio debiera apostar a intervenciones colombianas o norteamericanas en nuestro territorio. Ningún ciudadano debiera permitir que el proyecto revolucionario de Chávez se convierta en guerra.
Que haya recurrido al insulto procaz contra la protosecretaria de Estado definitivamente nos impone adicional vergüenza, pero tal cosa debe interpretarse más como signo de debilidad, incapacitado como está para referirse al fondo del asunto: que en el caso Granda el gobierno venezolano ha sido sorprendido con los pantalones abajo. Además, un exceso de esa clase debe ser visto con atenuantes porque se produce en el contexto de una arenga mitinesca, en la que la adrenalina del contacto con la masa le impele a ser más deslenguado que de costumbre. Ante sus partidarios de calle vuelve a desempeñar el papel de troglodita, vuelve a desplegar su machismo idiota que le impide ser esposo porque no quiere ser otra cosa que padrote. Es lo que José Vicente Rangel o Aristóbulo Istúriz han absuelto desde siempre como característico del “estilo del Presidente”.
En todo caso, y como lo revela la suspensión de la visita de Rodríguez Zapatero, sus invectivas contra Rice le han hecho perder muchos puntos. ¿Quién va a querer retratarse con el obsceno comandante de América del Sur?
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