Fichero

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Entre los intelectuales de los que John F. Kennedy supo rodearse en su corta presidencia descuella la figura de Arthur Schlesinger Jr., historiador norteamericano nacido en 1917 cuyo trabajo se ha centrado sobre la consideración de las ideas y ejecutorias de varios presidentes de su país. (Andrew Jackson, Franklin D. Roosevelt, John F. Kennedy y Richard Nixon). Ganador del Premio Pulitzer de Historia por su libro sobre Jackson, durante el gobierno de Kennedy fue su historiador residente y escritor de discursos. También su padre, Arthur M. Schlesinger (1888-1965), fue un historiador respetable.

Además de sus libros sobre los presidentes que estudiara—que incluyen el famoso A Thousand Days, su relato de primera mano del gobierno de Kennedy que mereciera otro Premio Pulitzer, esta vez en Biografía—Schlesinger ha teorizado sobre el proceso político general y, en especial, sobre el tema del liderazgo en una sociedad democrática. (Más recientemente, en septiembre de 2004, ha publicado un estudio sobre el manejo de la guerra por los presidentes norteamericanos: War and the American Presidency). En Los Ciclos de la Historia Americana (The Cycles of American History), asume la cuestión del liderazgo con particular interés en el tema de la innovación política y su aceptación por la sociedad en el seno de la cual aquella emerge. Es con fragmentos sacados de este libro con lo que se compone esta Ficha Semanal #32 de doctorpolítico.

Dice Schlesinger: «En realidad, el liderazgo es lo que hace girar al mundo. No cabe duda de que el amor suaviza el tránsito; pero el amor es una transacción privada entre adultos anuentes. El liderazgo—la capacidad de inspirar y movilizar a multitud de personas—es una transacción pública con la historia». Y también: «El liderazgo puede modificar la historia para bien o para mal. Los líderes han sido responsables de los crímenes más terribles y de las más extravagantes locuras que han deshonrado a la raza humana. También han sabido impulsar a la humanidad hacia la libertad individual».

Schlesinger fue profesor de Historia en la Universidad de Harvard por una docena de años antes de integrar el gobierno de Kennedy. (En el que fungió también como asistente especial de éste para América Latina). Al término de esta presidencia pasó un semestre en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, y luego aceptó una cátedra (Albert Schweizer) de Historia en la Universidad de la Ciudad de Nueva York. Siempre interesado en política, trabajó intensamente en las campañas de Robert Kennedy y George McGovern, pero por propia admisión no fue capaz de apoyar—ni siquiera votar—a James Carter, a quien encontraba «demasiado conservador y pío» para su gusto.

Este historiador que fue llamado a funciones de gobierno es un «liberal» en el sentido norteamericano del término: una persona que desconfía de la idea de entregar al libre mercado el rumbo de la sociedad. En entrevista concedida a Alejandro Benes puntualizó al respecto: «El libre mercado no va a reconstruir la infraestructura del país. No va a proveer adecuados cuidados a la salud. No va a proteger el ambiente. No va a mejorar nuestras escuelas. Ninguna de estas cosas será hecha por un libre mercado sin impedimentos». Son posturas de esta clase las que le han ganado el remoquete de «Guardián del Liberalismo».

LEA

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Democracia y liderazgo

Artistas y Estadistas

¿Cuál es en realidad la función del liderazgo? ¿Cómo opera en una democracia?

El propósito de la política democrática es, o debiera ser, encontrar un medio para alcanzar la libertad ordenada en un mundo condenado al cambio incesante. «Aquel que no quiera aplicar remedios nuevos», dijo Bacon, «debe esperar males nuevos, ya que el tiempo es el mayor innovador». La carroza alada del tiempo ha estado viajando más rápidamente que nunca en los siglos transcurridos desde Bacon. El resultado es una brecha perenne entre las instituciones y creencias heredadas y un medio ambiente en movimiento perpetuo. La misión de la política democrática es mantener a las instituciones y los valores suficientemente al corriente de la vertiginosa velocidad de la historia para dar a la sociedad la oportunidad de controlar las energías desencadenadas por la ciencia y la tecnología. El liderazgo democrático es el arte de fomentar y administrar la innovación al servicio de una comunidad libre.

No supongo que la creatividad en el arte de gobernar sea esencialmente diferente de la creatividad en otros campos. Con fines de ilustración, me gustaría ofrecer una lista de cualidades requeridas para la política creativa; una lista tomada de un famoso comentarista de la Revolución Francesa. El primer requisito de la lista es observación, «la capacidad de observar con exactitud las cosas como son en sí mismas», saber «si las cosas descritas están realmente presentes». Después, reflexión que enseña «el valor de las acciones, las imágenes, los pensamientos y los sentimientos; y ayuda a la sensibilidad a percibir la relación que tienen entre sí». Luego, imaginación, «modificar, crear y asociar»; después invención, y finalmente juicio, «decidir cómo y dónde, y hasta qué grado debe y puede ejercerse cada una de estas facultades».

Estas cualidades, llevadas a su nivel más alto, constituyen el genio, «la única prueba (del cual) es hacer bien lo que es digno de hacerse, y lo que nunca se hizo antes… El genio es la introducción de un elemento nuevo en el universo intelectual». Ahora bien, la introducción de un elemento nuevo en el universo intelectual es una empresa peligrosa. «La ruptura de los lazos de la costumbre» provoca resistencia. Por lo tanto, el innovador tiene la tarea de «crear el gusto por lo que ha de ser disfrutado… Crear un gusto es invocar y conferir poder».

El lector habrá adivinado que estoy citando no un discurso sobre el arte de gobernar, sino el prefacio de Wordsworth a la edición de 1815 de sus poemas, donde el otrora entusiasta de la Revolución Francesa consideraba «los poderes que requiere la producción de poesía». Su análisis sugiere que la creatividad en política apela a poderes similares y corre el riesgo de desaires similares.

De cualquier modo, sigue habiendo diferencias entre el proceso creativo en la ciencia y el arte y dicho proceso en la política. Una es la cuestión de la oportunidad. La ciencia y el arte no pueden ser apresurados. La política siempre es esclava del reloj. El estadista es víctima de la emergencia, prisionero de la crisis y, aun en épocas de tranquilidad, siervo de los plazos que se vencen. A menudo debe asirse de ideas prematuras y usarlas sin conocer las consecuencias. Peor aún, el estadista suele enfrentarse a situaciones en que, si espera demasiado para estar absolutamente seguro de los hechos, puede perder el control de los acontecimientos. «Cuando es mayor el ámbito de la acción», observó Henry Kissinger, «los conocimientos en que puede basarse dicha acción son limitados o ambiguos. Cuando ya se tiene el conocimiento, la capacidad para influir sobre los acontecimientos suele ser mínima. En 1936 nadie podía saber si Hitler era un nacionalista incomprendido o un demente. Cuando se tuvo la certeza de lo segundo, el precio fue millones de vidas». Tocqueville lo dijo en forma más sucinta: «Una democracia puede llegar a la verdad sólo como resultado de la experiencia; y muchas naciones pueden perecer mientras están aguardando las consecuencias de sus errores».

El estadista debe aceptar no sólo los plazos que se vencen sino un ambiente exigente. Eternamente está pactando con otros. En una forma de gobierno democrática la dialéctica de la transacción es la norma en todos los niveles. Mientras los artistas y los científicos rechazan la transacción, caminan por cuenta propia y apuestan a la aprobación del futuro; los estadistas requieren aprobación ahora si quieren lograr algo. Stendhal esperaba ser reivindicado en un siglo; Napoleón tuvo que reivindicarse de inmediato, o resignarse a ser nada. El artista y el científico tienen tiempo y espacio; el estadista tiene bastante poco de ambas cosas. Freud acertadamente colocó al gobierno junto con la educación y el psicoanálisis en su lista de las tres profesiones «imposibles», aquellas «en las que se puede estar seguro de alcanzar resultados insatisfactorios».

La Superación del Viejo Orden

En el arte y en la ciencia, el innovador sólo tiene que convencer a una persona: él mismo. Pero la innovación en la democracia entraña una tarea aún más ardua: el innovador debe persuadir a otros a que cambien su opinión. Los cambios son amenazantes. La innovación puede parecer un ataque a los cimientos del universo.

El interés creado es proteico. Puede ser personal: invertir un intelecto y una carrera en un sistema particular de creencias. Puede ser institucional: las ideas encarnadas en instituciones se vuelven especialmente difíciles de abandonar. Puede ser social: invertir en un sistema de creencias que protege el poder de un grupo o clase.

El análisis de Joseph Schumpeter sobre la función de la empresa económica ilustra también las dificultades del liderazgo político. Cada paso que se da en contra de la rutina despierta dudas. El individuo que hace caso omiso de los canales establecidos, observó Schumpeter, carece de datos persuasivos para justificar la contravención de las leyes. Allí donde el precedente había constituido una guía autorizada, ahora «el éxito de todo depende de la intuición, de la capacidad de ver las cosas de una manera que después resulte cierta, aunque no se le puede establecer en el momento, y de captar el hecho esencial, descartando lo no esencial, aunque no se pueda ofrecer una explicación de los principios por los que esto se hace». Pocos están dispuestos a abandonar las precitadas suposiciones por los riesgos admitidos. Schumpeter también hizo hincapié en la venganza que ejerce el medio social contra los que desean hacer algo nuevo. Cualquier grupo resiente la herejía por parte de sus miembros.

Las sociedades faustianas de Occidente viven en perpetua expectación de cambio. Sin embargo, aunque las naciones democráticas afirman la inevitabilidad del cambio, la democracia también inculca hábitos de pensamiento que refuerzan la resistencia a las ideas nuevas. Los primeros críticos de la democracia no la veían así; más bien se lamentaban de la supuesta inestabilidad de las masas y temían que el gobierno popular sucumbiera a azarosos arrebatos de opinión no autorizada. Pero observadores simpatizantes como Tocqueville se preocupaban del largo plazo. «Lo que me sorprendió en los Estados Unidos», escribió, «era la dificultad de sacudir a la mayoría una vez que se había formado una opinión».

Lo que cuenta al final es la subversión de las ideas viejas por el medio cambiante. Esto es lo que da al líder democrático la oportunidad de crear el gusto por el que ha de ser disfrutado.

Arthur M. Schlesinger

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