Fichero

LEA, por favor

En buena medida, la fundamentación filosófica y jurídica de la democracia equivale al reconocimiento de un «contrato social» en el que, explícita o tácitamente, entran los ciudadanos de una nación cualquiera. Originalmente esta noción está contenida en la obra de Jean Jacques Rousseau que lleva por título, justamente, El contrato social. Y si bien durante mucho tiempo se la tuvo por idea de interés más bien histórico, una crítica muy generalizada de la democracia a fines de los años sesenta, junto con los trabajos de J. Rawls (1971), R. Nozick (1974) y J. M. Buchanan (1975), han revivido el interés en el tema.

La Sociedad Alemana de Sociología, con la intención de examinar estas nuevas teorías del contrato, llevó a cabo un coloquio sobre el tema Las teorías del contrato en las ciencias sociales, escenificado en octubre de 1983 en el Palacio de Rauischholzhausen. Las conferencias del coloquio, junto con artículos posteriores de Johannes Schmidt y Reinhardt Zintl, encontraron su publicación en un volumen intitulado La Justicia: ¿Discurso o Mercado? Los nuevos enfoques de la teoría contractualista, editado por Lucian Kern y Hans Peter Müller.

En la introducción del libro, firmada por Viktor Vanberg y Reinhard Wippler, se da cuenta del impacto de la década de los sesenta sobre los fundamentos conceptuales de la democracia: «La insatisfacción que aquí se manifestara… fue el motor de una crítica fundamental de las instituciones: una crítica a las instituciones políticas de la democracia occidental, al igual que una crítica a las tradicionales instituciones sociales de la civilización occidental, tales como el matrimonio y la familia o la propiedad privada. La experiencia de que el proceso de decisión democrática genera resultados que contradicen las propias concepciones de lo ‘políticamente correcto’ y la sensación de no poder intervenir eficazmente en este proceso fueron consideradas como testimonios de que la pretensión declarada de la democracia occidental, en el sentido de garantizar una representación eficaz de la voluntad de los gobernados, era una mera ideología». No es, por tanto, sólo en Venezuela que la idea democrática ha experimentado un período crítico.

Del libro mencionado se ha escogido un fragmento de la conferencia del Conde Karl Ballestrem, profesor de Filosofía en la universidad alemana de Eichstätt, para conformar esta Ficha Semanal #33 de doctorpolítico. Su conferencia fue titulada: «La idea del contrato social implícito».

LEA

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Denunciar o emigrar

La teoría del contrato social implícito es una teoría normativa y no empírica de la acción. Al igual que toda teoría normativa, parte también de suposiciones empíricas, pero no intenta explicar por qué, de facto, las personas actúan de una determinada manera. Intenta, más bien, fundamentar a qué están autorizadas y a qué no. Por ello, no puede contribuir a descubrir si aquel que vive como tranquila persona privada, es, en realidad, un enemigo del sistema. Cuando más, puede fundamentar por qué en un orden liberal no tiene derecho a ocultar antes sus conciudadanos su identidad y sus verdaderas intenciones, es decir, por qué aquéllos tienen derecho a considerarlo tal como él mismo se presenta y a exigirle el cumplimiento de los correspondientes deberes.

Por lo tanto, como una conclusión de nuestra teoría podemos afirmar: quien en un ordenamiento liberal no hace uso de las posibilidades existentes de la crítica pública, de la oposición legal o de la emigración, sino que se mantiene en silencio y coopera, tiene que saber que su comportamiento puede ser interpretado por sus conciudadanos como si estuviera de acuerdo con el ordenamiento existente, al menos, en lo esencial. Además sus conciudadanos y su gobierno pueden pensar de él que es y seguirá siendo un ciudadano fiel a las leyes y esperar que en el futuro habrá de cumplir la parte de los deberes que tiene, de acuerdo con las reglas del sistema. Esta es la respuesta que puede darse, dentro de una teoría del contrato social implícito, al problema de la mayoría silenciosa.

Pero, también resulta de esta teoría lo siguiente: quien perciba una injusticia debe protestar públicamente e intervenir políticamente para eliminarla; el silencio despierta la impresión de aprobación y significa corresponsabilidad. Si no encuentra a nadie o sólo a muy pocos que estén dispuestos a acompañarlo en su protesta, tendrá que preguntarse si la injusticia es realmente tan importante, tan amplia, como le parece. Si encuentra muchos dispuestos a acompañarlo, puede entonces modificar el contrato social, o bien directamente a través del cambio de leyes o—si no logra esto—indirectamente a través de un debilitamiento del gobierno en el poder. Pues, así como el silencio y la cooperación fundamentan la legitimación de la dominación, así también protestas generalizadas y una oposición radicalizada significan una pérdida fáctica de legitimación.

Aquí se presenta un problema con respecto al deber de obediencia de los ciudadanos que protestan en la oposición, que no pueden imponer su opinión. Si, como lo hace nuestra teoría, el deber de obediencia es entendido como auto-obligación voluntaria que contraen los ciudadanos a través de su aprobación (donde el silencio y la cooperación son considerados signos de aprobación), entonces aquellos que protestan y se oponen a voz en cuello, deberían menos o ninguna obediencia a su Estado. Naturalmente, esta consecuencia absurda es totalmente inaceptable. Lo que sobre este punto dice en general el derecho contractual debe valer también para el Estado: quien entra en una relación contractual, quien entra en un contrato social, acepta, en caso de conflicto, seguir las disposiciones establecidas en el contrato para estos casos. Quien ingresa en una asociación presta su consentimiento a obedecer la autoridad reglamentaria, aun cuando sus propuestas no encuentren ninguna mayoría en la asamblea anual.

Naturalmente, el problema para una concepción contractualista del Estado consiste en que la mayoría no ha ingresado al Estado ni voluntariamente, después de haber conocido su «reglamento», ni tampoco le resulta tan fácil abandonarlo. Por ello, difícilmente puede decirse que haya ingresado voluntariamente en una relación contractual. Si se compara la ciudadanía con la membresía de otras asociaciones, puede, desde luego, verse también que en la cuestión de la voluntariedad lo que interesa, en primera línea, no es el ingreso. En muchas asociaciones (por ejemplo, iglesias o comunidades religiosas), es corriente que los hijos de los miembros sean incorporados poco después del nacimiento, si así lo desean los padres. Al principio, no tienen todos los derechos de los miembros pero, tan pronto como alcanzan una determinada edad, o bien son recibidos como miembros plenos a través de una ceremonia solemne o se infiere del hecho de que no abandonan la asociación o que pagan sus contribuciones, que desean seguir siendo miembros.

Para poder decir que alguien es un miembro voluntario y, por lo tanto, ha aceptado también voluntariamente los deberes de los miembros, lo que importa decididamente es la posibilidad de la salida o de la denuncia del contrato. Quien no sale, a pesar de que puede, manifiestamente desea seguir siendo miembro. La referencia a lo doloroso que puede ser la salida no es una objeción decisiva. Consideramos que una persona adulta es capaz de dar este paso doloroso y lo hacemos responsable si no lo da. Si, por ejemplo, pertenece a una comunidad religiosa, suponemos que se identifica con los objetivos y convicciones esenciales de esta comunidad y que respeta sus autoridades. Si dice: «Ciertamente, ya no comparto sus convicciones, no apruebo sus objetivos, sus autoridades me son indiferentes pero, hasta ahora, no he podido decidirme a abandonarla», pensamos que no tiene carácter y que es incoherente; hasta le haríamos ver que, en parte, es responsable de lo que hace la comunidad.

En principio, todo esto parece valer también para la ciudadanía. Nacemos como ciudadanos de un Estado, más tarde podemos decidir si queremos permanecer en él o no. Una decisión tal es difícil y depende de presupuestos objetivos (por ejemplo, que otros Estados nos dejen inmigrar), pero ha sido tomada en millones de casos. Por ello, podemos decir: quien permanece en un Estado, a pesar de que podría emigrar, quiere manifiestamente seguir siendo ciudadano de ese Estado. ¿O es ésta una conclusión apresurada?

Para una concepción contractualista del Estado, la posibilidad de la denuncia del contrato tiene una importancia central. Naturalmente, aquí hay que entender por denuncia, en primer lugar, el derecho a emigrar. Un Estado que limita fuertemente la emigración o la prohíbe no puede sostener que se apoya en el consentimiento de sujetos libres e iguales. Pero, más arriba, a propósito de Hume, se dijo que puede haber diferentes buenas razones para querer permanecer en el territorio de un Estado, razones que pueden tener poco que ver con el Estado, tal como es definido por la Constitución. Por ello, la permanencia en un Estado puede no significar la aprobación del sistema político. Es, pues, plausible buscar otras formas de denuncia del contrato para destacar aun más el carácter de voluntariedad de la vida en el Estado.

Conde Karl Ballestrem

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