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Dos particulares documentos marcaron el inicio de la dominación de Hugo Chávez Frías en 1999. Uno fue la famosa carta al autóctono terrorista Ramírez Sánchez (El Chacal); el otro la aparentemente incomprensible carta a la Corte Suprema de Justicia, que concluyó «bolivarianamente» con la siguiente y tajante afirmación: «Inmerso en un peligroso escenario de Causas Generales que dominan el planeta (Montesquieu; Darwin), debo confirmar ante la Honorabilísima Corte Suprema de Justicia el Principio de la exclusividad presidencial en la conducción del Estado». Toda una profecía de autocracia.
La alusión a Darwin estuvo precedida por una a Friedrich Ratzel, autor de la teoría geopolítica del «espacio vital» (Lebensraum) de las naciones, a la que eventualmente denominaría un «darwinismo social». (Las ideas de Ratzel fueron empleadas, en su momento, como coartada teórica de Hitler en su parábola expansionista). Chávez, por tanto, explicó muy temprano que a su criterio el asunto político es cuestión de predominio del más fuerte en una lucha por la supervivencia.
En cambio, la referencia a Montesquieu—a quien por ese entonces el presidente venezolano llamaba «Montesquiú»—es un simétrico cierre de la misiva, que justamente había iniciado con la siguiente oración: «Montesquieu evidenció que las verdades no se hacen sentir sino cuando se observa la cadena de causas que las enlaza con otras…»
Esa barroca y ampulosa carta de Chávez a la Corte Suprema de Justicia fue objeto de burla. Se la tuvo por mero intento de aparecer culto y de este modo adquirir algo de respeto. Se la estimó trasnochada, febrilmente escrita por un alucinado que descargaba su paranoia en horas de madrugada en una soledad de La Casona. La verdad es que, más allá de cumplir tan útiles funciones, fue una advertencia milimétricamente esculpida y una admirable síntesis de su programa. El texto completo estará contenido en la Ficha Semanal #38 de doctorpolítico, prevista para la semana que viene. En esta muy breve ficha #37 se reproduce, en cambio, más o menos la mitad de la sección segunda del Libro VIII de El Espíritu de las Leyes, la obra cimera de Charles Louis de La Brède Secondat, Barón de Montesquieu.
Este libro central de la teoría política moderna fue comenzado por Montesquieu en 1743. A su conclusión, fue editado en Ginebra en 1748, en contra de amistosas advertencias que anticipaban represalias contra su autor. En realidad, en su propio país la obra fue recibida con animosidad tanto por parte de oponentes al régimen absolutista de Luis XV como de sus partidarios. Pero el resto de Europa, especialmente Inglaterra, acogió el impar tratado con grandes elogios, que incluso llegó a manifestarse en un aumento de la importación inglesa de los vinos de La Brède. El mismo Montesquieu, ya tenido por fino wit desde la publicación de sus «Cartas Persas», comentó divertidamente: «El éxito de mi libro en ese país contribuyó al éxito de mi vino, aun cuando creo que el éxito de mi vino ha hecho aún más por el éxito de mi libro».
El fragmento escogido para esta edición corresponde al tema «De la Corrupción de los Principios de la Democracia».
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Democracia corrupta
En el Banquete de Jenofonte se encuentra una muy vívida descripción de una república en la que el pueblo ha abusado de su igualdad. Cada huésped ofrece a su vez la razón de su satisfacción. «Estoy contento», dice Cámides, «a causa de mi pobreza. Cuando era rico, estaba obligado a hacer la corte a los delatores, pues sabía más probable que me dañaran que ser capaz de dañarles a ellos. Constantemente la república me exigía un nuevo impuesto; y yo no podía excusarme de pagarlo. Desde que me he hecho pobre, he adquirido autoridad; nadie me amenaza; más bien amenazo yo a otros. Puedo ir o quedarme donde quiero. Ya los ricos se yerguen de sus asientos y me ceden el paso. Soy un rey, antes era un esclavo: yo pagaba impuestos a la república, ahora ella me mantiene: ya no tengo temor de perder: en cambio tengo la esperanza de adquirir».
El pueblo cae en este infortunio cuando aquellos en quienes confió, deseosos de esconder su propia corrupción, buscan corromperlo. Para disimular su propia ambición, sólo le hablarán de la grandeza del estado; para esconder su propia avaricia, adularán incesantemente la del pueblo.
La corrupción aumentará entre los corruptores, y también entre los que ya han sido corrompidos. El pueblo se repartirá los dineros públicos y, habiendo añadido la administración de los asuntos a su indolencia, se pronunciará por la mezcla de su pobreza con las diversiones del lujo. Pero con su indolencia y su lujo, no otra cosa que todo el tesoro público podrá satisfacer sus exigencias.
No deberemos sorprendernos de ver sus sufragios entregados por dinero. Es imposible extender grandes liberalidades al pueblo sin al mismo tiempo causarle grandes exacciones: y para abarcar esto el estado debe ser subvertido. Mientras mayores sean las ventajas que parezca derivar de su libertad, más estrechamente se acercará al crítico momento de perderla. Insolentes tiranos se alzarán con todos los vicios de un tirano único. Los pequeños restos de libertad pronto se harán insoportables; un único tirano emergerá, y el pueblo será despojado de todo, incluso de los beneficios de su corrupción.
La democracia, por tanto, tiene dos excesos a evitar—el espíritu de la desigualdad, que conduce a la aristocracia o a la monarquía, y el espíritu de la igualdad extremada, que conduce al poder despótico, este último coronado por la conquista.
Charles Louis de La Brède Secondat, Barón de Montesquieu
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